Las historias calladas de las tierras presentes. Unas notas apresuradas sobre Fernando Quiñones
Luis Melgarejo
Heme aquí, tras una semana de relectura a salto de mata y gozosos reencuentros, modestamente pertrechado al fin y buen dispuesto ya para teclear veloces algunas líneas sobre ese monstruo literario que fue don Fernando Quiñones Chozas y aportar así siquiera un granito mío pequeño de arena literaria a esa impagable y necesaria labor emprendida hace unos años por la buena gente de olvidos.es de rescatar, digitalizar, ponderar y volver a presentar al escrutinio público contemporáneo por estos pagos planetarios del internet lo que desde 1984 fuera el periplo de la revista Olvidos de Granada, mítica publicación que allá por 1986, en su decimotercera entrega y con un especial intitulado “Palabras para un tiempo de silencio”, recopiló artículos críticos, conversaciones y semblanzas varias e itinerarios vitales sobre algunos de los autores de eso que suele llamarse Generación del 50.
En aquel número especial de 1986, el encargo de preparar algunas notas sobre Quiñones recayó sobre un amigo personal suyo, el poeta, crítico y traductor Enrique Molina Campos, quien apuntaba que, en el seno de ese grupo o promoción del medio siglo, Fernando Quiñones brillaba “tanto por derecho propio como por fatalidad cronológica” y señalaba asimismo lo genuino de su apuesta poética, sobre todo a partir de que el gaditano se embarcara en esa personal singladura iniciada en 1968 con la publicación de Las Crónicas de mar y tierra, que de alguna manera inaugura lo que alguna gente ha querido llamar ‘segunda época’ suya o ‘ciclo de las crónicas’. Escribía también Molina Campos en aquel artículo de entonces sobre el abandono, en esta segunda época, de “cierto preciosismo verbalista” en pos de una apuesta más preocupada por las cuestiones éticas que por las estrictamente lingüísticas o formales, sobre el poema histórico y sus implicaciones y modos de organizarse, sobre la encrucijada entre lo andaluz y lo universal y entre lo subjetivo y lo histórico, sobre el componente anímico del propio yo y su dispar encuentro con los sentimientos colectivos y sobre las diferencias que, a su juicio, existían entre esa otra lírica o nueva sentimentalidad que encontramos en Quiñones y la que en aquellos años ochenta estaban construyendo poetas más jóvenes como Álvaro Salvador, Luis García Montero y Javier Egea, así como las conexiones de uno y otros con ese ancestro común que pudiera ser el Antonio Machado de sus últimos libros. Se quejaba también Molina Campos de que, en su opinión, no veía suficientemente reconocida la enorme singularidad y maestría del escritor gaditano, queja que, aunque nos pese a muchos, suscribimos plenamente pues creemos que ese desconocimiento general o falta de reconocimiento amplio de su obra sigue siendo, desgraciadamente, una realidad treinta años después.
Al hilo de esto me vienen ahora unas palabras de otro gaditano de corazón y autor genial también como Quiñones, el poeta y buen amigo Miguel Ángel García Argüez, a quien más de una vez le he escuchado decir que igual hace falta olvidar un poco al hombre para recuperar al escritor, porque en el caso de Quiñones acaso sucede que su vida (su inolvidable vitalismo, su viajar por el mundo, su ingente labor periodística y de investigador y divulgador del flamenco, que lo convirtiera incluso en un presentador televisivo sui generis) haya ensombrecido o canibalizado la hondura y gracia del conjunto de su obra. Y es que, a pesar de ser alabado en 1960 por nada más y nada menos que el mismísimo Jorge Luis Borges, en una anécdota por lo demás bien conocida, como “el gran escritor de la literatura hispánica” de su generación, Fernando Quiñones sigue siendo uno de los grandes desconocidos de las letras españolas del siglo XX. Y se constata a poco que uno hace la prueba el hecho de que a todo el mundo le suena su nombre cuando en las tertulias literarias sale, pero cuando la charla prosigue o se indaga un poco más, algunas personas nos damos cuenta de que, por desgracia, hemos sido muy pocas quienes nos hemos detenido a leer su obra y a apreciar la hondura humana y el buen oír y decir de este gaditano universal que supo traerse a los libros las sílabas cabales de lo que de vivo late todavía en la penumbra quieta de la vida, aunando en verso y prosa, como pocas criaturas humanas han logrado por tratarse de ardua empresa, decires populares y guiños culturalistas, desparpajo y erudición, lengua común y referencias cultas.

Para mí, más acá o más allá de todo lo que me ha llegado y sé sobre él por conversaciones con personas que tuvieron la suerte y el privilegio de conocerlo y disfrutarlo en vida, Fernando Quiñones será siempre el autor que me hizo gozar lo indecible con la lectura de novelas como La canción del pirata o Las mil noches de Hortensia Romero, que tan sagazmente me recomendara, yo mozuelo, el poeta y editor granadino Miguel Ángel Arcas. O con los relatos recogidos en Viento del sur y con más de uno y de dos y de tres y de cuatro poemas suyos que, casi como un tatuaje, se me han quedado en la memoria literales, recitables, dichos, míos ya de tanto volver a ellos como quien acude a un amuleto, a una sibila o a un mapa, brújula en mano, buscando hacia donde encaminar los pasos nuevamente. Pienso, además, que esto de que se le conozca mucho pero no se le haya leído demasiado es algo bastante común en ciertos contextos culturales y se me cuelan aquí ahora algunas otras novelas que, en mi opinión y salvando las distancias, respiran hacia ese mismo horizonte horizontal, oral y vivo que la prosa de Quiñones busca y logra: Retahílas, de Carmen Martín Gaite; El mundo de Juan Lobón o La vida perra de Juanita Narboni, sorprendentes novelas de Luis Berenguer y Ángel Vázquez respectivamente, autores ambos casi olvidados también; Cimarrón, de Miguel Barnet, y otras muchas que harían tediosas en demasía ya estas líneas que van buscando su fin.
Igual hace falta todavía un poco más de tiempo y de lectores para sacar definitivamente del olvido el legado de la obra de Quiñones. O así al menos me gusta pensar a mí, convencido como estoy de que en algún momento se le hará justicia como se le hizo a algunos otros poetas que pasaron por similar trance de olvido o escondite, que nunca se sabe bien de qué se trata exactamente, como pudieran ser los casos, pienso ahora, de un Antonio Gamoneda (nacido en 1931) o un Miquel Martí i Pol (nacido en 1929), por dar sólo un par de nombres de autores contemporáneos de Quiñones (nacido en 1930). Igual no se trata sino de no echarles mucha cuenta ni al canon ni a los dimes y diretes y seguir el ritmo de esas olas oceánicas que, como sus versos, nos traen incansables las historias calladas de las tierras presentes.