Olvidos de Granada nº 13

Jesús Ortega · Álex Chico · Ernesto Pérez Zúñiga · Trinidad Gan · José María Pérez Zúñiga · Javier Benítez · Javier Lorenzo · Ramón Repiso · Marga Blanco · Alfonso Salazar · Juan Carlos Friebe ·Ignacio López de Aberasturi · Luis Melgarejo · Juan Carlos Abril ·Carmen Martín Granados ·Milena Rodríguez · Gracia Morales · Nieves Chillón · Antonio Praena

Ganar la pérdida (Con Francisco Brines)

Trinidad Gan

Aquel primer encuentro tuvo un sesgo algo extraño, pues de la tarde feliz que celebraba su poesía pasé a una noche un poco triste y oscurecida (me robaron el bolso y con él, lo más penoso, el libro que Brines me había dedicado), noche que sólo volvió a iluminarse gracias a la cercanía del poeta, a su vitalidad imparable y acogedora que nos reunió en torno a él hasta casi la madrugada.

Luz que rompe la oscuridad, alegría bajo los velos de una tristeza, ganancia en vecindad con la pérdida, esos fueron mis sentimientos entonces y, extrañamente, quedan en mi recuerdo como una metáfora de la esencia que siempre me ha comunicado su poesía: esa cualidad de desplegar luces desde el interior de la sombra, de abrirnos un territorio encendido con su palabra, aun cuando en ella caiga tantas veces el reflejo oscuro de la incontestable fugacidad del ser humano, vuelta necesaria consciencia en el poema. Una consciencia teñida de un tono nostálgico cuando contempla (con perplejidad y duro asombro primero y luego con aceptación y serenidad) su propia existencia, las limitaciones de la realidad humana y que se vuelve hondura en la meditación del paso del tiempo sobre cuerpos y paisajes, sobre lo amado y lo ausente, hasta desbordar la página escrita con la belleza de un canto elegíaco (de hecho, él mismo define su obra como “una extensa elegía” y la siente marcada por la “dramática conciencia del vivir”).

Es muy difícil resumir la riqueza de su mirada poética que, del desvalimiento de un caminar de hombre melancólico, hace brotar certeras reflexiones sobre belleza, deseo, amor, naturaleza, olvido y muerte. Brines construye también en sus libros una hermosa mitología del paraíso perdido de la infancia (esa Elca, naturaleza humanizada y metamórfica, repleta de espacios tan tangibles como simbólicos: el jardín, el balcón, la casa protectora o vacía, el mar, la noche ambivalente de soledad y aventura) para abrirnos, en su escritura, toda una poética del fluir interior y exterior, expresada sin vanos laberintos filosóficos sino desde una elegida transparencia. Como si en cada uno de sus poemas se hiciera cuerpo la imagen heracliteana del río vital (un agua que fluye, que refleja luces y sombras, que acumula hojarasca y brillos en los recodos de nuestra memoria), Brines surca en sus versos las aguas del tiempo vivido, recorre las orillas sucesivas de unos lugares físicos y emocionales que le conformaron como hombre y poeta para, en ellos, reencontrarse, acoger su esencia efímera (que es también la de los que le leemos), y cuanto el voluble acto de recordar puede dejarnos de emoción renovada en el poema.

Además de esta transparencia emocional, su palabra sigue aportando matices que no se quedan anclados en los límites de una maestría del pasado sino que pueden servir de guía a los jóvenes poetas y de llamada a una nueva generación de lectores (como él afirma: ”la poesía es intergeneracional porque tiene puntos comunes a todas las personas y uno de ellos es la verdad que uno, aun no queriendo, está obligado a decir en la poesía”). Destaco alguno de esos rasgos descubiertos en su poesía y que, sorprendentemente, concuerdan con temáticas y mecanismos de construcción del poema presentes en las más recientes propuestas líricas.

La ausencia de certezas y de imposiciones morales en el poema (muy acorde a este tiempo de incertidumbre y crisis de identidades donde la multiplicidad de estímulos resulta abrumadora) o la reivindicación de la naturaleza y la ‘slow life’ frente al ruido urbano (“Hablo de la ciudad, y estoy hablando de soledad y pobreza”, unos versos donde lo urbano se contrapone a la riqueza devastadoramente bella del mundo natural contemplado).

Un cierto fragmentarismo, que quizá emana de su uso en el verso de técnicas casi impresionistas, ya que no se demora en la descripción plana de una anécdota sino que, con pinceladas breves, resalta de lo recordado el detalle sensorial más intenso, de más aristas y brillo.

La difuminación del yo (Luis Antonio de Villena lo apunta, en conversación con Brines recogida en Revista Olvidos de 1984 que conmemoramos: “el conjunto de su poesía se apoya en la biografía de un yo poemático, coincidente, pero no mero retrato, del hombre que la escribe”, lo que Brines confirma en otro texto: “Ponemos ante el espejo nuestra persona, somos en él los confidentes de nuestra propia vida y recogemos la presencia de un extraño que nos borra y nos suplanta, desde su mentira, con más verdad que la nuestra”) y la apelación directa e íntima al lector para hacerlo, más que cómplice, re-creador del propio poema.

El hábil manejo de la direccionalidad de la mirada (interna y externa), que transmuta los espacios físicos que aparecen en el poema o sus diversos planos temporales hasta llegar a provocar el desdoblamiento del personaje poético, cambiando así nuestra primera lectura (porque ese tú al que hablaba el poeta se nos acaba descubriendo él mismo, desdoblado, viéndose vivir) o incluso desplegando ante nosotros toda una cascada de espejos: del poeta que escribe al personaje poético que habita el poema, al niño recordado por éste, al viejo intuido o imaginado por aquél, al lector a quien introduce, muchas veces al final, como destino último de la meditación o de la confidencia vital que los versos comparten.

La reafirmación en la escritura como vocación y trabajo preciso sobre la palabra. Porque, ante el actual gusto por la anotación urgente de los avatares sentimentales, Brines nos convoca a la tarea de escribirnos a nosotros mismos desde el conocimiento, desde el tratamiento cuidadoso del lenguaje como cuerpo vivo, haciendo elección de una mirada realmente poética y buscando una poesía que a la vez sea honda, compleja y clara (en palabras de Brines: “he preferido siempre una comunicación expresiva clara, pero de ninguna manera obvia ¨…. ¨ más que originalidad, personalidad”)

Y finalmente, su apuesta por el presente, por el instante, por el goce del amor y la amistad, su pasión por la vida como reflejan estas palabras suyas: “Vivir es un estruendo hermoso. Un gozo. Un don. Vivir siempre es hermoso a pesar de las catástrofes”, ya que, como indicaba Luis García Montero, en Brines “la propia mortalidad no invita a la palabra desesperada sino a la celebración de la hermosura de la vida, al reconocimiento melancólico de los bienes fugaces y a la confianza última en la dignidad del ser humano, más allá de cualquier consuelo de inmortalidad o de cualquier promesa de paraíso. Eso es lo que facilita un sentido para la vocación poética”.

En esa noche que recuerdo, no sólo perdí el libro sino también las llaves de mi casa, pero no la clave y la compañía de la palabra poética de Francisco Brines, que sigue arrojando su luz cierta sobre esta oscuridad que a veces atrapa mis páginas en blanco y nuestra vida.

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