Olvidos de Granada nº 13

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La fe en el lenguaje y la poesía de Carlos Barral

Ramón Repiso

Para vivir en la España gris y humillada del franquismo, Carlos Barral inventó diversos personajes, vistió un atuendo marinero y extravagante y escribió una poesía que nunca ha pasado de moda porque nunca siguió moda alguna. Con la paciencia de un orfebre y la disciplina de un monje de Cluny, buceó en la raíz de cada palabra que elegía, siendo consciente de que al escribirla “movilizaba todo su pasado, toda la inmensa y dormida carga semántica que arrastra a través de los siglos”.

Cuando en 1986 la revista Olvidos de Granada dedicó a los autores de la Generación del 50 un monográfico titulado “Palabras para un tiempo de silencio”, Carlos Barral era, en palabras de Carme Riera, uno de los autores más conocido del país, pero un poeta casi ignorado. Es un hecho curioso y paradójico que la poesía de Carlos Barral, una de las más singulares de su generación, no haya sido reconocida como se merece y quede en un segundo plano en numerosas ocasiones, desplazada por los personajes que fue Barral a lo largo de su vida: el editor, el prosista o el político. Parece contradictoria esa “marginalidad” en alguien que solía afirmar que se consideraba poeta por encima de todo: “Me considero, por encima de todo, escritor, y escritor de poesía; es lo que más me importa. He sido editor a lo largo de toda mi vida adulta, sin que fuera una vocación original mía, sino porque me encontré con una editorial por herencia.”. En segundo lugar, la creación de una identidad, la invención de un personaje fue un tema recurrente en su obra; sirvan como ejemplo estos versos finales de su poema «Hombre en la mar»: “Me digo que a menudo, en muchas cosas / que venimos creyendo, y sobre todo / en las pasiones de la inteligencia, / por miedo a sorprendernos, por costumbre, / pensamos a través de un personaje.” En su caso, los personajes acabaron devorando la obra y ocultando a la persona.

Aunque la poesía de Barral comparte con la de otros miembros de la Generación del 50 el hecho de considerar la escritura poética como acto de conocimiento (recordemos que, en 1953 y frente a las teorías de Carlos Bousoño, Carlos Barral publicó en la revista Laye el artículo “Poesía no es comunicación”), diversos estudiosos de su obra señalan algunos rasgos que la diferencian. Jaume Andreu indica que las fuentes y tradiciones en las que Barral se inserta poco tienen que ver con las de la mayoría de sus compañeros: la poesía latina, germánica y el simbolismo, e indica, de manera muy acertada que el prestigio actual de los poemas de Carlos Barral como “yacimientos del lenguaje” está estrechamente relacionado con el actual “empobrecimiento de la expresión en todos los órdenes”. Carme Riera, una de las mayores especialistas en la poesía de Carlos Barral, analizó en aquel monográfico de Olvidos de Granada su escritura y aportó una serie de claves que apuntalaban aquel edificio construido con inteligencia y sensualidad (Barral afirma que su poesía es más de contenidos intelectuales que emotivos): el uso de los étimos, los cultismos y tecnicismos, la adjetivación de los colores y aromas, etc. Recursos propios de la poesía barroca, gongorina, que Barral tanto admiraba.

Aunque conocí la figura de Carlos Barral por sus libros de memorias, su poesía me marcó desde el principio. Los tres tomos de memorias, que leí siendo bastante joven de manera compulsiva, funcionaron como un mapa de su poesía. En ellos, como en el Diario del artista en 1956 de Jaime Gil de Biedma, encontré una manera rigurosa y disciplinada de trabajar (los “lentos poemas de hierro”, como Barral llama en Los años sin excusa a los versos de Metropolitano); aprendí a aprovechar las posibilidades inagotables del idioma, a ser un crítico implacable conmigo y a tomarme en serio el juego de hacer versos. https://c0.pubmine.com/sf/0.0.3/html/safeframe.htmlReport this ad

Se considera Metropolitano el libro de Barral (ambicioso y maduro, a pesar de ser el primero) donde se encuentran concentrados los temas y recursos estilísticos que desarrollará en obras posteriores, exceptuando Diecinueve figuras de mi historia civil, que se analiza como un libro alejado de la estética barraliana, casi de circunstancias y escrito por el prestigio de la poesía social en la época. Considero que Diecinueve figuras es un libro clave en la trayectoria de Carlos Barral, donde la inteligencia, la sensualidad, la técnica y los recursos estilísticos están al servicio de la historia moral que muestra cada uno de los poemas. Se trata de un libro escrito bajo un pasoliniano “oscuro escándalo de conciencia”, donde se ajustan cuentas con la infancia, la culpa, la religión, el descubrimiento de la sexualidad, las primeras experiencias amorosas, la conciencia de clase y, sobre todo, el escenario marino de Calafell como territorio mítico.

“Hombre en la mar”, el largo poema que cierra el libro, concentra en sus cinco partes muchos de esos temas y termina con el paso del personaje a la edad adulta, enfrentado a los miedos de la madurez. Se trata de un poema lleno de hallazgos expresivos y de una clarividencia que no deja de sorprender leído hoy: la estrecha relación que mantuvo de niño con los marineros y pescadores de Calafell:

 Porque conocía el nombre de los peces,  
aun de los más raros,
y el de los caladeros, y las señas
de las lejanas rocas submarinas,
me dejaban revolver en las cestas,
tocarlos uno a uno, sopesarlos,
y comentaban conmigo abiertamente
las sutiles cuestiones del oficio.

Junto a esa cercanía, la conciencia de saber que el Barral adulto de apellido industrial no pertenece al mundo que de niño le fascinó:

 Era del todo claro
que yo no había perdido mi jornada
y del todo inexacto
que fuésemos iguales, ni siquiera
en la mar, mientras durase
aquella fuga más allá
de las costumbres. (No el dinero
sino el modo entrañable de acecharlo.)

Y el dolor por lo que se va a perder. Las palabras, los nombres, los objetos, las personas, los oficios, el paisaje… Todo va a sucumbir a la voracidad de la política urbanística, a la que le ha bastado medio siglo para destruir la costa mediterránea:

 Lo sé. Desaparecerán los últimos,
sus barcas
demasiado pesadas envejecen,
y esta vez para siempre, en la dorada
hoz de arena finísima
que ahora
pueblan de parasoles los bañistas. […]

Implacable,
crece aprisa un suburbio
de hoteles y terrazas donde estaba
la silla del recuerdo…
Ya no veo
desde el jardín la loma en que el velero
plantaba sus mojones, ni el ruinoso
toldo del calafate sobre remos
grises y con avispas, sino muros
orgullosos y henchidos de ventanas.

Carlos Barral murió en diciembre de 1989. Dio por concluidas sus memorias con la publicación, en 1988, de Cuando las horas veloces. La aventura editorial de Barral terminó en 1980; pocos días antes de morir abandonó su escaño en el Senado comunicando su dimisión en una carta dirigida a Juan José Laborda. Pero nunca dejó la poesía. En 1986 publica Lecciones de cosas. Veinte poemas para el nieto Malcolm y con su muerte deja inacabado el poemario Extravíos, publicado de manera póstuma. Entre los seis poemas que componen ese libro sin terminar, quisiera destacar el último, “En la arena del epitafio”. Además de la descripción de El paso de la laguna Estigia de Patinir, un cuadro que a Barral le obsesionaba, el poema está impregnado de una serie de proféticas referencias a la decrepitud y a la muerte que le sorprendería pocos meses después:

 El oscuro espinar de corolas armadas
y el fétido desierto de alimañas
que las bestias evitan
hasta llegar sangrantes a esta orilla,
a esta lengua de mármoles molidos
con escamas de aras y vasos dibujados
y polvo de palabras, […]

pero nunca fue así.

Esta orilla es estigia. Aquí se viene
a comprobar la prórroga, tal vez a asegurarnos
de no haber muerto del todo todavía
y enderezar el rumbo del olvido.
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