Verdad y subjetividad en José Manuel Caballero Bonald
Juan Carlos Abril
La obra poética de Caballero Bonald llama la atención desde un primer momento por su indagación lingüística, y destaco ante todo lo que significa para el lenguaje esta poesía, y digo bien, lo que para el lenguaje supone su poesía, y no al revés, pues cualquiera que lea sus poemas, escuche recitar o hablar a nuestro autor se dará cuenta de esta advertencia. Hay en él un empeño en modelar el «mezquino idioma», que dijera Bécquer, de una manera inusual, un modo que en el fondo no es sino una conciencia excepcional del lenguaje y de sus resortes, una amplísima competencia lingüística en tanto que conoce sus mecanismos, los estudia, paladea y, para nuestra suerte, escribe. Su barroquismo, apreciado por lectores y crítica, es por esta razón mucho más que un simple adorno hueco, tanto en sus obras herméticas como en las de tema y forma, aspecto y modo más cotidianos. La frontera que delimita el idiolecto de nuestro autor es poco precisa, como en las guerras, donde la tierra de nadie ocupa un amplio territorio, poblada por los más inesperados episodios. También de las aventuras más apasionantes.
Llegamos así a otro asunto, de los que más me gustan en la poesía de nuestro autor, y es sus incursiones en los más vivos escenarios de la aventura (en tanto que elaboración textual, verosímil). Los poemas de Caballero Bonald se conciben como un mundo —de ficción y artificio: no olvidemos que la literatura es un espacio de creación stricto sensu— donde los personajes se recrean en la intriga y la trama, en la firme voluntad de llegar hasta el final, en completar el capítulo. Igual que en esa novela que comenzamos a leer y de la que no despegamos los ojos hasta acabarla, absorbidos por el hilo de los hechos o las controversias de los personajes, existe un recorrido vital en sus poemas, que se erigen como realidades textuales —ficciones— que debemos atravesar. Por ejemplo, somos nosotros esos personajes que naufragamos en la desembocadura del río Rhône, cerca de Marsella, los que apuramos el último trago de la botella (la cual se ha vuelto triste después de ser consumida), o somos también nosotros quienes recorremos el espacio imaginario de Argónida, esa recreación mítica entre dunas y juncos donde puede esperarnos —donde siempre nos espera— la esfinge para interrogarnos sobre nuestra identidad.
VERDAD POÉTICA
Adolescente de livianos lazos,
lienzo de luna, pétalo impoluto
que cruza el arenal, cruza el exiguo
lindero de los acebuches,
llega al vidrioso estanque,
y allí precisamente,
cuando se inclina para verse a solas,
hace su aparición el asesino.
Sangre junto al tupido seto
de arizónicas, sangre
por los rezumaderos de los caños
y en la huraña ruina
del fortín y en la playa acosada
de pájaros y larvas y alacranes.
¿De quién la transitoria furia,
qué se hicieron
aquellos vengadores? ¿Soy yo acaso
el que oyó las aladas palabras de Tiresias?
—El asesino que buscas eres tú.
Empieza a ser verdad mientras lo escribo.
(De Diario de Argónida, 1997: 19-20)
Hablo de identidad en el más poliédrico de los sentidos, y en el más espinoso también. La poesía de nuestro autor encierra una moral del lenguaje —y quiero que se me entienda: moral significa costumbre, es decir un uso continuado, una práctica— muy determinada por diferentes particularidades semánticas y fónicas. A ese grupo dimanador se van uniendo los temas, pues paralelo a esa peculiar manera de utilizar el lenguaje se encuentra su decidida apuesta por infringir la Norma, y subrayo esta palabra porque una vez más nos vamos a situar en ese territorio fronterizo (ver el poema «Espacio fronterizo, de Manual de infractores, 2005: 62), como los romances del siglo XV. Verdad como espacio fronterizo. Sin duda existe una consecuencia directa de la manera de hablar y de pensar, de la manera de escribir, esto es de la manera de usar el lenguaje (esa conciencia de la que antes hablaba) en toda la escritura bonaldiana, en los temas que posteriormente se despliegan en los textos. Ese infractor lingüístico es también un infractor temático, y abordará cualquier aspecto de la vida con esa misma conciencia de diversidad. Esto está indisolublemente unido, no puede separarse. En Caballero Bonald empieza y acaba una forma de ver el mundo y una conciencia de éste, asediada cómo no por las mismas preguntas que todos nos hacemos, pero —y aquí se halla lo que más nos seduce de esta poesía— elaboradas éstas con un admirable esmero. Su poesía se propone, tal y como quería el proyecto juanramoniano de «obra en marcha», como un texto con conciencia propia que sobrevivirá a su propio autor, una obra que será no sólo testimonio de las relaciones de la individualidad con la colectividad, sino un complejo mecanismo lingüístico que sabe reconocerse y extrañarse, que vive independiente, alimentándose del mundo que ha creado.
Sea como fuere, la crítica ha subrayado siempre el carácter extremadamente subjetivo de esta poesía, y no vamos a abundar aquí y ahora esa copiosa bibliografía. Es bien sabido, sin embargo, el origen romántico del subjetivismo en relación con la búsqueda de una identidad que se separe de la sociedad burguesa biempensante, un yo enmarcado dinámicamente en las rebeldías propias de los personajes marginados, y ahí podríamos recordar las lecturas juveniles de José de Espronceda de nuestro autor. Hay que tener presente el elemento central de todos los movimientos literarios del siglo XX, y asimismo de la filosofía, el sujeto. Los problemas en torno al yo asediarán los escritos poéticos y filosóficos. Esta problemática viene arrastrándose desde finales del siglo XIX, cuando Arthur Rimbaud, en su rebeldía absolutamente moderna, manifiesta la diferencia entre je suis un autre y je est un autre, estableciendo la textualidad como espacio independiente entre el lector y el autor: el yo que aparece entonces en los textos deja de estar directamente conectado al autor, de ser una extensión o su consecuencia… La problemática es muy compleja, convirtiéndose también, de este modo, la subjetividad en un espacio fronterizo.
Al resumir esta diatriba alrededor del yo, que como hemos comentado es uno de los problemas estructurales decisivos de la sintaxis de la modernidad, hay que recordar que si se carga de sentido y contenido histórico, significando en cada época algo distinto, ese yo está vacío, no es más que una marca gramatical. Se preguntaba el psiquiatra Carlos Castilla del Pino en La culpa: (1999, pág. 399): «¿Qué es, entonces, el yo? El yo es la imagen instrumental con la que el sujeto se presenta en y para la situación; un intermediario del sujeto para la situación. Actuamos en cada situación representados por un yo, que hará “lo que pueda” para el logro de la mejor intervención y, con ello, la mejor imagen del sujeto». Por lo que no podemos arrogarle a una marca gramatical contingente un sentido en esta época, y negárselo en otra, ya que esta simple operación indica que no siempre ha existido como hoy lo entendemos, aunque sí su representación formal, que en cada momento histórico se rellena de un modo diverso. El yo es un arma de doble filo, y el subjetivismo la técnica que aplica ese yo a la literatura. Ciñéndonos a una etapa concreta de Caballero Bonald, sus primeros libros, hay que relacionar este subjetivismo en contraposición, por el contraste que representa, a la búsqueda de objetivismo que caracterizará buena parte de las obras de la literatura española de mediados-finales de los cincuenta y gran parte de los sesenta. Estos dos momentos están presentes y encarnados en el camino que va desde Las adivinaciones (1952) a Las horas muertas (1959), como subjetividad extrema, existiendo una diferenciación radical —no sólo nos referimos a la narratividad— en Pliegos de cordel (1963), que participa de las mismas características estructurales básicas del lenguaje de nuestro autor, de acuerdo, en tanto que compositio, pero con concesiones al realismo y a la denuncia, al compromiso y a la historia, situándose como la obra más objetivista de todas las suyas. Aunque la trayectoria de Caballero Bonald se desenvuelve en ciclos poéticos y rupturas con los estilos ya transitados, advertimos también subdivisiones internas en las que se establecen otros juegos de espejos, semejanzas y diferencias.
En suma, esas búsquedas a veces azarosas en la subjetividad conforman la identidad creadora del poeta. Aunque luego presente rasgos marcadamente bipolares, esa identidad se va describiendo a sí misma, se va descubriendo y, sólo por el hecho de conocerse, o de querer reconocerse, conlleva sus riesgos. Asumir una identidad o descubrirla como Edipo, un yo o rol determinado en cualquier momento de tu vida y de tu obra: persona y personaje. Esta indagación subjetivista, como decimos, culmina con Las horas muertas. Un poema muy explicativo de ese riesgo creativo y vital en el que se ha sumergido el poeta durante estos años es el célebre «Defiéndame Dios de mí», del que rescatamos este fragmento:
¿Quién eres tú
que osas profanar este inviolable
cerca de esclavitud: la mesa vil,
la sábana cobarde, los oficios
degradados del tiempo? ¿Para qué
tanta propiciatoria rebelión?
Nunca
más, nunca más. Estoy solo
mirando las cenizas de la noche
indefensa, los rastros del azar
trunco en vida sin nadie.
Tumba y tesoro, duermo
conspirando conmigo, levantando
setenta veces siete
la bandera del miedo, la culpable
rapiña de los años.
(De Las horas muertas, 1959: 12)

El poeta se pide a sí mismo —al dios creador de los poemas, a su propia capacidad creativa—, protegerse frente a sí mismo, frente a la búsqueda infinita en los misterios del yo. A veces es terrible saberlo. Y es que no podemos negar que el subjetivismo forma parte de cualquier trayectoria en la vida de un poeta, incluso se podría decir que el extremado subjetivismo cimenta la trayectoria de una gran parte de los poetas —nos referimos a la contemporaneidad, claro está, al subjetivismo como signo evidente de modernidad, aunque no el único—. En general, para cualquier poeta, hay que entender estas etapas como fases de crecimiento interior, pero este crecimiento interior siempre debe ser entendido como búsqueda en el exterior y en la realidad. No hay nada en el interior de los poetas, es lo terrible de sus indagaciones, y cuando el poeta está creando un texto, en este caso poético, lo único que hace es recibir estímulos de fuera, reflejar esos estímulos, canalizarlos en poesía. La forma de interpretar esos estímulos, de digerirlos y de convertirlos luego en poesía, es lo que nosotros llamamos «crecimiento interior», puesto que se evidencia que los estados de ánimo, mucho más volubles y menos mensurables, son los causantes de que a veces los poetas estén más dispuestos a entregarse a la poesía, o no.
Por tanto, esa manera singular del poeta de «gestionar simulacros» (como bien abordara el profesor José Carlos Mainer en torno a nuestro autor) luego será capaz de convertir esas indagaciones internas/externas en texto. El resultado es lo que importa. Realmente, si nos manejamos teóricamente eludiendo cualquier esencialismo, el poeta nunca indaga dentro —pues no hay nada, o como mucho está vacío— sino fuera, se nutre de los estímulos de fuera y los va sedimentando, convirtiéndolos en poesía. Es la capacidad del poeta la que actúa ahí (T. S. Eliot dixit), que desde la terminología de la lingüística hemos denominado «competencia». La fortaleza y capacidad de algunos poetas por interpretar la realidad, por no decaer, por saber integrarse y leerla, es lo que se eleva como un signo distintivo que, en el caso de Caballero Bonald, supone la máxima potencia. Y títulos como Laberinto de Fortuna (1984) así lo confirman, donde estos asuntos se volverán muchísimos más complejos. Pero ya abordaremos todo esto en otra ocasión.