El objetivismo en el siglo XXI: Justo Navarro
José María Pérez Zúñiga
En 1986, Juan Carlos Rodríguez escribió en la revista Olvidos un artículo sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio y Juan García Hortelano (Notas sobre el objetivismo español de los años 50-60 del siglo XX) y, mientras lo leía, yo no dejaba de pensar que muchas de sus notas se podrían aplicar a otro autor que ha llevado el objetivismo a su última expresión en los últimos años: Justo Navarro; pues sobre el amor al detalle y a prestar atención al mundo está cimentada toda su obra narrativa (quizá también su obra poética), desde aquella excelente novela titulada El doble del doble, publicada por Seix Barral en 1988 y en la que el lenguaje –el estilo conciso, preciso, de una textura poética, con gusto por la metáfora, pero nada alambicado-, más allá que la acción o el argumento, se erigía en el verdadero impulso de la historia, como ocurría también en Hermana muerte (pocas novelas de iniciación crearán tanto desasosiego en el lector desde la ironía y el humor negro de su narrador, que mereció el premio Navarra en 1989, publicada por Alfaguara, Plaza y Janés en 1997, y Seix Barral en 2002) y Accidentes íntimos (la búsqueda angustiosa de Hanna por Ruby en una Málaga licuante ganó el Premio Herralde en 1990, Anagrama), y como ha seguido ocurriendo en todas sus novelas, desde ese monumento que es La casa del padre (Anagrama, 1994), casi una cámara fija sobre la España de posguerra, un mundo de monstruos y fantasmas.
Si como destacaba Juan Carlos Rodríguez, Sánchez Ferlosio y García Hortelano llegan al objetivismo a través del costumbrismo español, Justo Navarro lo hace gracias a la novela policíaca, lo que le acercaría más a Robbe-Grillet, aunque en su imaginario están los escritores norteamericanos, presididos quizá por Dashiell Hammett, maestro del realismo descarnado y del bisturí estilístico. El propio Navarro me lo comentaba en una entrevista1, en referencia a una infancia negra:
“Mi infancia, mi adolescencia y mi juventud fueron un mundo de novela negra porque fueron los años del franquismo, que eran años policiales y en los que curiosamente no podían escribirse novelas negras. Pero los mundos familiares suelen tener un tinte bastante policial, y de hecho la familia es el gran tema de las novelas de crímenes, aunque mi familia no era especial en ese aspecto. Por otra parte, creo que todas las novelas tienen un trasfondo policial; es decir, un juego entre el bien y el mal, entre la verdad oculta y lo manifiesto. Cualquier novela participa de ese mundo de mitos. Sí es verdad que yo leía entonces bastantes novelas policíacas, novelas baratas que firmaban con seudónimos como Silver Kane escritores españoles, y luego las novelas que leía mi padre, desde Peter Cheyney a Dashiell Hammett o a James Hadley Chase. Por ejemplo, de mi adolescencia hay una novela que a mí me encanta, y que a lo mejor si la leo ahora no le encuentro lo que le encontré entonces, que es de Hadley Chase: Al morir quedamos solos”.
Ese mundo de novela negra está presente en La casa del padre (1994), sí, pero también en El alma del controlador aéreo (Anagrama, 2000), precedida del silencio narrativo más largo hasta la fecha de Justo Navarro, pues cuando escribía en ese ínterin le parecía estar utilizando el mismo tono, el mismo lenguaje, del que le era difícil despojarse. En El alma del controlador aéreo hay un crimen, pero resolverlo no es lo más importante de la historia (algo que sin embargo sí ha tenido que hacer en sus dos últimas incursiones en la novela negra: Gran Granada (Anagrama, 2015) y Petit París (Anagrama, 2019)). En ese sentido, podríamos apuntar lo que decía Juan Carlos Rodríguez sobre El Jarama: “Si habláramos de tema o argumento, nos llevaríamos una sorpresa: a lo largo de casi cuatrocientas páginas Ferlosio no desarrolla ninguna trama ni ningún argumento novelístico en sentido tradicional”.
Se trata de otra cosa:
“Creo que el material de una novela son las palabras, la masa verbal que uno maneja, la relación del escritor con su lengua, que es su pensamiento. Existe esa mediación del lenguaje en que uno escribe. Y el lenguaje, claro, también está hecho de tiempo, es una acumulación de tiempo y algo que le ganamos al tiempo y recibimos de él. Pero ese juego, o esa pelea con tu propia lengua, con lo que puedes decir y con lo que no puedes decir, es el primer material de cualquier novela o de cualquier poema. El enfrentamiento que vas a tener contigo mismo para ver lo que puedes decir o no, y saber convertir lo más secreto de ti, que es lo que ni siquiera tú sabes que no puedes decir, en la materia verdadera de lo que estás escribiendo. Es por una parte un juego, pero por otra esta lid con uno mismo para hablar o para decir entraña riesgos definitivos”2.
Y del papel del tiempo en El alma del controlador aéreo, contaba3:
“Creo que nuestra identidad y nuestras contradicciones están hechas de tiempo, como nuestra memoria o como una novela, que fundamentalmente está hecha de tiempo, de nuestros recuerdos, de nuestro pasado, de nuestro presente, de nuestro instante, y está hecha de lo que esperamos del futuro. Lo que forma una novela es exactamente tiempo, y lo que forma nuestra identidad también es el tiempo. Entonces escribir una novela es inventar una identidad para sus personajes. De hecho, El alma del controlador aéreo es la invención de un personaje, Eduardo Alibrandi, que cuenta su vida, es decir, que recupera su tiempo, recupera su pasado, se ve en su presente, vislumbra lo que puede ser su futuro. . . Ése es el sentido del tiempo. No es una referencia literaria, sino una referencia fundamental en la construcción de una identidad y un personaje”.
Esto lo lleva a su máxima expresión Justo Navarro en Finalmusik (Anagrama, 2007), una de mis novelas preferidas, y también, por lo que se ve, de otros autores españoles contemporáneos publicados por la misma editorial y que lo han imitado sin sonrojo. Pero la buena literatura es intemporal, y los buenos escritores detienen el tiempo: convierten el tiempo histórico en un tiempo íntimo, nos muestran las posibilidades de la realidad y de paso lo mejor de nosotros mismos. Y creo que es algo que ocurre en todas las novelas de Justo Navarro: detienen –o retienen, tal vez- el tiempo del lector, que ya sólo quiere acudir a ese libro para explicarse su propio tiempo. Porque leyendo sus novelas el mundo se torna claro y conciso, se comprenden las cosas y uno se dice a sí mismo las cosas que nunca se hubiera atrevido a decir. “Mira”, nos dicen los narradores de Justo Navarro: “el mundo es esto; tú vives aquí; quizá no sea todo como tú creías”. Y entonces la narración se convierte en una reflexión sobre el mundo y la reflexión en una narración de hechos concretos.
Yo creo que esto se parece mucho a la alegría, y es alegría lo que proporciona la lectura de Finalmusik, ganas de disfrutar de ese mundo tan simple y complejo a la vez que tiene una puerta en Roma y otra en Granada. Entremedias hay una realidad que explicar, o miles de maneras de explicar una realidad que se funde en un calidoscopio, en un tubo con tres espejos que mezclan las imágenes que nos ofrecen autor, narrador y personaje: tres caras para una misma voz. Una realidad que en Finalmusik es actualidad y está también llena de crímenes sin resolver, crímenes que paradójicamente ofrecen una postura moral en un mundo cambiante, y ello desde el rigor y el más puro placer estético, pues cada frase de Finalmusik está cincelada con el amor debido –y medido- al verso del mejor poema.
En el verano de 2004, en una Roma amenazada por el terrorismo islámico, el traductor-narrador de esta novela alternará con la limpiadora Francesca, con quien mantiene una aventura, y el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador y guardaespaldas; con monseñor Wolff-Wapowski, sacerdote y espía, y Stefania Rossi-Quarantotti, profesora y amiga; con Franco Mazotti, prestigioso economista, y Carlo Trenti, exitoso autor de la novela que traduce el narrador y acaso el único autor de los personajes de Finalmusik, pues nunca sabremos si éstos son sólo fruto de la imaginación del narrador-traductor. “Mi sentido de la irrealidad es mucho mayor que mi sentido de la realidad”, leemos; y Justo Navarro, a partir de algunos elementos de la literatura de best sellers –de la que es crítico desde hace años-, construye “la vida romana” de un traductor que puede leerse como una fábula moral. En Finalmusik –entre el 8 y el 15 de agosto de 2004 en la realidad-, las brigadas islámicas amenazan con incendiar Italia. ¿Qué hacer cuando según televisiones y periódicos nuestra vida y nuestro mundo están a punto de acabarse, cuando los ciudadanos son al mismo tiempo sospechosos e inocentes que deben ser protegidos?
Son las mismas obsesiones del comisario Polo en Gran Granada y Petit París, ambientadas en la España franquista y el París de la Segunda Guerra Mundial, época en la que se desarrolla asimismo El espía (Anagrama, 2011), que tiene como protagonista a un personaje tan equívoco como Ezra Pound, poeta y tal vez un espía doble, tal como le cuenta Carlo Trenti, que vuelve a tener un papel crucial en esta novela, donde Justo Navarro juega de nuevo con el tema del doble, pero también con la relación con la propia escritura y el papel del narrador, que aquí es traductor:
“Sí, escribir es hacerse pasar por muchos. Quizá ésa sea otra de las pruebas por las que pasa un escritor, su capacidad de transformarse en otros y su capacidad para inventar otras almas y para descubrir otras facetas de su carácter que no sospechaba y que las descubre en parte en los personajes que inventa. Es una manera de exploración, que es la razón por la que leemos y escribimos. Qué podemos sentir, qué podemos pensar, qué podemos imaginar. Cuando lo leemos en otros lo que estamos buscando es nuestra propia voz y nuestra propia discusión interior, por decirlo así. La prueba es que hay libros que nos acogen y libros que nos rechazan. Vamos buscando cosas nuestras cuando leemos, y lo mismo ocurre cuando escribimos. Por eso jamás escribo sobre guiones cerrados, porque prefiero ir descubriendo cosas conforme las voy escribiendo. Lo que más me gusta son las sorpresas que me llevo mientras escribo. Yo puedo pensar una escena que se desarrolla en una novela y tengo los elementos escritos en un papel previamente y el desarrollo de lo que voy a escribir; sin embargo, siempre me sorprenden cosas que aparecen y que yo no tenía previstas y que ni siquiera sospechaba que iban a salir. Y ésas son las que más me satisfacen”4.
Sin embargo, quizá la mayor indagación que haya realizado Justo Navarro sobre un individuo determinado sea en la novela inmediatamente anterior a El espía, que fue F (Anagrama, 2003, Premio Ciudad de Barcelona 2004), dedicada a Gabriel Ferrater. No es una biografía de Gabriel Ferrater, pero es veraz. Hubo una vez un hombre que a los treinta y cinco años prometió no vivir más de cincuenta; de este modo empieza esta novela. ¿Habremos de creer al narrador cuando refiera que fue fiel a su resolución? Poco importa, porque ése fue el caso:
“He visto a Ferrater como un mito. Y para eso nos sirven los mitos: para mirar mejor, a través de ellos, nuestra vida. Los mitos son, divinos o humanos, personajes ejemplares. Ferrater fue uno de los grandes escritores de la España del pasado siglo, un personaje fantástico, de novela, con sus amores, su vivir para los amigos y su promesa de no vivir después de cumplir cincuenta años. Es tradicional convertir a personajes históricos en seres literarios, de ficción. La literatura crea mitos, y da prácticamente lo mismo que acuda a lo real o se quede en lo puramente imaginario, si existe una cosa así. Al fin y al cabo, los dos campos, fábula e historia, se reúnen en la memoria, que es el motor de la literatura” 5.
Esta evolución en la narrativa de Justo Navarro debía abocarle antes o después a abordar como autor la novela policíaca, aunque antes publicó un esperado libro de poemas, Mi vida social (Pre-Textos, 2010), pues llevaba muchos años sin publicar poesía, después publicar dos primeros y muy celebrados poemarios: Los nadadores (Antorcha de Paja, 1985)y Un aviador prevé su muerte (Maillot Amarillo, 1986, Premio de la Crítica). El propio autor me lo explicaba así6:
“Bueno, ahora mismo no tengo ganas de publicar esos poemas. Lo que esos poemas hicieron por mí ya lo hicieron, y no me gusta ya publicar poemas. Yo sigo haciendo poemas que muchas veces no llego ni siquiera a escribir, me los invento y se me van olvidando poco a poco. Algunos los escribo, porque me lo piden en ese momento una revista o un amigo, pero accidentalmente, en general se me olvidan. Ésa es la ventaja de escribir con métrica y con rima, que los puedes retener en la memoria, y la memoria es una especie de pantalla que se va borrando poco a poco, y el poema va cambiando sin que tú sepas que va cambiando, y al final la mayoría se borran por completo y los recuerdas mucho mejores de lo que eran en realidad. Además, los veo como parte de mi mundo estrictamente privado. No porque traten de cosas privadas, sino porque los veo como juegos personales que suelo hacer en momentos de aburrimiento, o cuando quiero dormirme. No pensar en publicarlos me da un sentido de irresponsabilidad. No quiero decir que pertenezcan a un mundo oculto, sino irresponsable. Me permito licencias, experimentos o una despreocupación que si estoy pensando en publicar no tengo”.
“Estoy convencido de una cosa que decía Raymond Chandler, que para escribir hace falta un impulso especial. Yo temo que ese impulso se gaste, que se debilite. Yo dejé de escribir poemas públicos fundamentalmente porque la voz que yo ponía en los poemas dejé de creérmela. Otras veces he puesto como ejemplo el proceso que sufre un adolescente cuando deja de jugar a juegos en los que él ponía voces especiales. Llega un momento en que el adolescente no puede seguir jugando. Y yo creo que un escritor tiene voces que de pronto lo abandonan y que no puede seguir usando, pues deja de creerse esas voces. Yo dejé de escribir poemas porque no podía seguir utilizando la voz que usaba y no tenía una voz nueva, no tenía otra voz de poema que a mí me resultara compartible con otros y creíble. Me podían salir juegos, pero no podía hacer nada que me descubriera algo que yo estaba esperando descubrir escribiendo los poemas. Y creo que con las novelas puede pasar lo mismo. Ese impulso que te hace creer que tienes la necesidad de hablar y de escribir y de enfrentarte a tus voces y de ponerlas sobre un papel puede fallarte algún día, y supongo que será una cosa terriblemente triste o melancólica el ponerte a inventarte un impulso que no tienes”.
Para Justo Navarro los géneros son sólo distintas maneras de hablar: “Simplemente intervenimos en esos juegos que nos propone la realidad en cada momento en la medida de nuestras posibilidades, con nuestras estrategias y con nuestras tácticas. No veo diferencia, salvo las puramente técnicas, entre escribir poemas, novelas o reportajes”.
Pero hay que hablar de cosas concretas:
“Mi ideal de escritor es ese escritor que hace que las cosas tengan sentido, que estén llenas de tiempo, como hemos dicho antes, de historia, pero las cosas concretas. Creo que un escritor tiene que mostrar, tiene que enseñar, no tiene que explicar. No tiene que decir “X está contento”. Tiene que demostrar determinados gestos, determinadas cosas presentes en el mundo de ese individuo que te haga ver que X está contento. Esa capacidad de descubrir signos y de leer los signos creo que es lo que le da fuerza a un escritor. Lo primero que yo veo en un poema es su mundo de cosas, de qué está hecho. ¿Está hecho de palabras abstractas o de cosas concretas, de materialidades que te hacen llegar a determinadas ideas y a determinadas sensaciones? Te hacen llegar a través de lo sensible. Y ésa creo que es la dificultad de escribir: descubrir lo concreto en el momento concreto, significando cosas concretas”.
Es el sentido de la realidad:
“Todo lo que tiene que hacer un escritor es prestarle atención al mundo, pero claro, eso es lo que tiene que hacer también cualquier individuo que quiera tener una presencia en las cosas. Hay que saber mirar las cosas y procurar entenderlas. Entonces un escritor lo que tiene que hacer es vivir en estado de atención. Probablemente el embotamiento o la pérdida de impulso provenga de una pérdida de atención y de una pérdida de curiosidad y de una pérdida de interés por las cosas. Entonces te quedas sin voces para nombrar las cosas y para nombrar el mundo. Si escribes historia te tienes que ceñir a un cuadro de hechos concretos, a interpretar, narrar, reflexionando sobre los hechos. Pero la ficción te permite ajustar más la lente a través de la que estás viendo la realidad. Creo que contamos cuentos para ver mejor la realidad. La literatura es un aparato óptico que nos sirve para ver mejor nuestra realidad concreta. Entonces la ficción te permite experimentos que la historia no te permite. Sería como si cuando vas al oculista tienes un repertorio más de cristales para averiguar si ves bien o no ves bien. Creo que ésa es la ventaja fundamental de la ficción”.
Gran Granada (Anagrama, 2015), está ambientada en 1963, el año de la inundación, pero habla de la Granada de hoy, una ciudad que, como entonces, parece “la más detenida a todo avance”. Los personajes son actuales: el presidente de la Diputación, el arzobispo, el comisario Polo, la bibliotecaria Clara, el oculista Federico Saura… Uno acaba de encontrárselos por la calle.
Justo Navarro escribe por fin una novela de crímenes, una novela negra, aunque lo más negro está en una sociedad y una burguesía que explica esta sociedad: “Se consideraba íntegro, todo lo sincero que se puede ser en una ciudad difícil donde nadie quiere ser quien es, entre simuladores, disimuladores, fanfarrones y falsos humildes por instinto de supervivencia, que simultaneaban los aires imperiales y la falta de espíritu, dos tipos de personalidad que pueden convivir en un solo individuo”. Y uno pasea hace cincuenta años por la calle Ganivet: “Los sucesivos edificios se soldaban como los distintos segmentos articulados de un ciempiés nacido de la demolición del ombligo sucio de la ciudad, la Manigua: las patas del miriópodo habían aplastado y enterrado aquel nido de puterío y alcoholismo y droga de legionarios”. Y por la Gran Vía de Colón, “una luminosa avenida parisina en la Gran Granada”, construida por la misma familia que levantó el palacete del Gobierno Civil, actual Subdelegación del Gobierno: “Magnates de la industria remolachera endulzaron generosamente la pérdida de las Antillas y dieron gracias al cielo fundando fábricas de azúcar con nombres de vírgenes y santos y cosas sagradas. Las mejores familias honraban al mejor santoral”.
Los asesinatos parecen suicidios en esta Gran Granada donde nuestros gobernantes inverosímiles son más reales gracias a la ficción de Justo Navarro, que ha escrito una alegoría. Porque sus novelas nos acercan a la realidad a través del asombro y el extrañamiento que revelan la observación concienzuda de las cosas. “La verdad está en la superficie”, dice el comisario Polo. Y, viajando en el tiempo a la Granada de 1963, tan atractiva y misteriosa, comprendemos la Granada actual, microhábitat de una sociedad obsesionada con la posibilidad de espiar y ser espiados. Y hay crímenes, sí, que explican cómo Granada ha llegado a ser como es. Tanto es así, que el PP, en el año 2019, ha robado el título de esta novela para su campaña electoral en Granada.

Esa obsesión con la posibilidad de espiar y ser espiados lo ocupa todo. Y Justo Navarro lo explica en un ensayo reciente, El videojugador (Anagrama, 2017): “Las pantallas se multiplicaban y a la vez se fundían en una única pantalla escindida y continua, muchas pantallas y una pantalla única, de cine, de televisor, de monitor de ordenador, de teléfono móvil en sus diversas manifestaciones”. El entretenimiento es una paradoja: “La interactividad tal como hoy se entiende cuando se habla de videojuegos consiste en que el jugador obedece órdenes que la máquina renovará en caso de que las anteriores sean obedecidas. Si no son obedecidas las órdenes dadas, la máquina sanciona o despide al jugador”, escribe Justo Navarro. Y el autor analiza la influencia de los videojuegos en nuestra forma de pensar y la evolución de la industria del entretenimiento desde la primera mitad del siglo XX hasta nuestros días, su tremenda proyección en todos los ámbitos, desde la política o la industria armamentística hasta la publicidad –el gran demiurgo- y la cultura. Y subyace una idea inquietante: que quizá no seamos nosotros quienes controlemos la pantalla. “Un ordenador no sólo es un buen funcionario: puede convertir en funcionarios a sus usuarios”, concluye.
Quizá por eso el Comisario Polo, protagonista de las dos últimas novelas de Justo Navarro, tenga estudios en ingeniería de las telecomunicaciones. En Gran Granada y Petit Paris hay una sociedad vigilada, aunque viajemos en el espacio y el tiempo desde la Granada de 1963 de Gran Granada al París de 1943 de Petit Paris. ¿Ha muerto realmente Matthias Bohle, el seductor que, con otro nombre había conquistado la Granada de 1940 y huido después de robar cuatro kilos de oro? No sabemos quiénes somos si no nos miran y nos lo dicen, pero a quien nos mira (y nos cuenta quiénes somos) le entregamos primero nuestra libertad. “Con algo de monstruoso (medía dos metros), Polo daba la impresión de amparar a quienes estuviesen con él. Era todo ojos para abarcar el mundo visible e invisible, todo oídos para percibir sus voces, o esa sensación producía”. Es la sensación que produce leer a Justo Navarro.
1 Las voces del tiempo, Pérez Zúñiga, J.M., El fingidor, UGR, N.º 26, septiembre-diciembre 2005.
2 Las voces del tiempo… cit.
3 Entrevista Justo Navarro, Pérez Zúñiga, J.M., Diario IDEAL, 7 de octubre de 2000.
4 Las voces del tiempo… cit.
5 F., Pérez Zúñiga, J.M., Diario IDEAL, 2006.
6 Las voces del tiempo… cit.