Olvidos de Granada nº 13

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Ángel González: lo que ven sus ojos

Marga Blanco

como las verdades absolutas no existen, creo que merece la pena poner en duda las tajantes afirmaciones de los críticos formalistas…y manifestarse como únicos e inapelables intérpretes del texto.

(Ángel González, “Introducción” a Poemas,
Ed. Cátedra, Madrid, 1980).

En 2002 yo era profesora en el IES Alhambra. La Asociación de Padres de Alumnos “Torres Bermejas” editaba una colección literaria maravillosa llamada Espada de luz, cuyos directores eran los profesores Antonio Chicharro y Cristóbal López Silgo, en la que se publicaban autores de primer orden. El número 9, Poemas y dibujos, lo conformaba una antología poética con dibujos -misteriosamente tiernos- de Ángel González. Recuerdo que vino al Instituto acompañado por el poeta Antonio Carvajal, y que la inquietud y expectación del profesorado contrastaba con su actitud tímida y pudorosa, que era posible reconocer no sólo en sus poemas, y que siguió siendo la misma cuando lo volví a ver en el Salón de plenos del Ayuntamiento de Granada al recibir el Premio García Lorca.

Precisamente citando las palabras de Ángel González que hablan sobre escribir desde su experiencia conservando un mínimo de pudor, comienza el artículo del profesor y poeta Álvaro Salvador para la revista Olvidos en 1986, revista fundada por Mariano Maresca que contribuyó enormemente a que Granada sea la ciudad literaria y cultural que es a día de hoy. En aquel número se hacía un homenaje a los escritores del 50 -algunos de ellos habían participado en un encuentro en nuestra ciudad meses antes-: Carmen Martín Gaite, José Agustín Goytisolo, Juan Marsé, Carlos Barral, Francisco Brines, Caballero Bonald y Ángel González -entre otros- que es el autor que aquí me ocupa.

Si nos ciñéramos a la característica que Jaime Gil de Biedma dio de la generación del 50, a la que definió como “señoritos de nacimiento, por mala conciencia escritores de poesía social”, Ángel González no se adscribiría en dicha generación. De familia de “clase media a mediocre” -como se refiere a ella-, un hermano muerto en la guerra, otro en el exilio, hermana y madre depuradas, parece difícil obviar que no viene de una familia acomodada. Así en el poema “En ti me quedo” de Palabra sobre palabra, poemario amoroso, se confiesa “llorando avergonzado como el adolescente / hijo de viuda sexagenaria y pobre”. En relación a su familia tras la Guerra Civil – en todos los sentidos venida a menos – el sentimiento de rabia e impotencia es clarividente y lúcido como lo es en el poema “Camposanto en Colliure” del libro Grado elemental, donde homenajeando al maestro Antonio Machado sentencia que “se paga con la muerte / o con la vida, / pero se paga siempre una derrota”, consciente de que él siempre pertenecerá al bando de los perdedores. No es de extrañar, por tanto, que como recoge Luis García Montero en la biografía novelada del poeta, Mañana no será lo que Dios quiera, Ángel González aprenda a no darse por vencido a pesar de saberse derrotado; quizá por este motivo, desde su primer libro Áspero mundo, el tono pesimista de su obra irá acompañado de la ironía que busca en la propia tristeza una manera también de superarla. Sirva de ejemplo el conocido poema “Para que yo me llame Ángel González”.

A partir sobre todo de su segundo libro, Con esperanza sin convencimiento, la memoria, impregnada del realismo de su maestro y amigo Gabriel Celaya, se hace íntima y cotidiana en poemas como “El derrotado”: “Porque ninguna patria/es ni será jamás la tuya; para proseguir: “Nunca -y es tan sencillo-/podrás abrir una cancela/y decir, nada más: ‘buen día,/madre’ ”. Ese ejercicio de conciencia cercana y desoladora va a aparecer en todos sus libros, incluso en los que son casi un juego como Poesías sin sentido.

En su libro más célebre Tratado de urbanismo hay un poema medular, llamado “Ciudad cero”. En él rememora el poeta, los bombardeos que vivió en su niñez durante la guerra civil, y que de una forma u otra lo acompañarán siempre: el niño que no sin cierta alegría celebra la suspensión de las clases, la sorpresiva e inédita imagen en el sótano de Isabelita en bragas, el hallazgo de una bala aún caliente; para acabar con una reflexión demoledora: todo es borroso, pero queda algo para siempre, “este miedo difuso,/esta ira repentina,/estas imprevisibles/y verdaderas ganas de llorar”. Bien podría valer este poema para enmarcar al autor en los niños de la guerra, aunque estas reflexiones estén lejos de la intención de ubicarlo bajo la sombra de ninguna etiqueta.

Si hay algo que me emociona particularmente en toda su obra es la atención, el cuidado y el amor a la palabra, pese al final del poema “Preámbulo a un silencio”: “Uno tiene conciencia/de la inutilidad de todas las palabras”. Una inclinación desde la infancia al juego con las palabras para llamar a los gatos o para después escribir las “Glosas a Heráclito” y reírse con los apelativos con lo que lo llamaban los amigos mientras reposaba para recuperarse de la tuberculosis; una atención a cómo cambiaban tras la guerra el nombre de las calles, y cómo el afán patriótico desdeñaba el inglés hasta para nombrar un circo; un gusto por la filología tal vez también trasmitido por su profesor Rafael Lapesa; una forma de citar las cosas que es una tabla de humor o salvación como lo puede ser el dibujar para un convaleciente. Un amor a las palabras que le hizo ver desde muy pronto, la diferencia entre el porvenir y el futuro.

Para mí la lectura de la obra de Ángel González es una verdadera lección de memoria histórica. Y precisamente ahora más que nunca. Leer y releer sus poemas es sin duda un ejercicio necesario –que va de lo íntimo a lo público, de lo individual a lo colectivo-, una interpretación desde la perspectiva de la lejana alumna, de aquella joven profesora, de la mujer que lo interpela con frecuencia; una visión más, de lo que vieron sus ojos.

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