Olvidos de Granada nº 13

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Francisca Aguirre: una Ítaca no solo propia

Milena Rodríguez Gutiérrez

En el año 2017, la Editorial Tigres de Papel reeditó Ítaca, el primer libro de poemas de Francisca Aguirre (1930-2019, Premio Nacional de las Letras, 2018), publicado en 1972 en la Editorial Cultura Hispánica, y que recibiera entonces el Premio de poesía Leopoldo Panero. La reedición de 2017 fue una apuesta de la Asociación Genialogías, ese grupo de mujeres poetas españolas de hoy, que buscaban, que buscan, visibilizar sus orígenes, a sus poetas ‘genias’ y a sus poetas madres, y rescatar libros centrales de la poesía española contemporánea escrita por mujeres, varios de ellos agotados, o difíciles de encontrar. Además del poemario de Francisca Aguirre, en Tigres de papel se han reeditado Marta & María, de María Victoria Atencia; Los cuerpos oscuros, de Juana Castro; Poemas de Cherry Lane, de Julia Uceda; o El grito inútil, de Ángela Figuera; las ediciones suelen ir acompañadas de prólogos o de entrevistas a las poetas.
El poemario de Francisca Aguirre había sido incluido en el año 2000 en Ensayo general. Poesía completa 1966-2000, publicado por la Editorial Calambur, y de la que existe una edición ampliada en 2018. A diferencia de otros publicados por Genialogías, el libro de Aguirre no estaba agotado, aunque, como bien indica la poeta y estudiosa María Ángeles Pérez López, no se podía hallar exento.
Según escribe también María Ángeles Pérez López en su artículo “Decir en los límites: la colección Genialogías” (en El Cuaderno digital, 2018), con ese libro, “Aguirre abrió para la poesía española del momento una voz insólita y profundamente personal en la que Ítaca es el lugar de la asfixia, el círculo insular que aplasta a Penélope”. Y añade: “En lugar de la obsesión por llegar, que moviliza a Ulises y conforma nuestra tradición cultural, lo que persigue a la poeta es la obsesión por salir: Ítaca es condena, no deseo”.
El lúcido comentario de María Ángeles Pérez López pone el acento en los que me parecen dos aspectos centrales, tanto en este poemario fundacional y fundamental de Aguirre, como en la escritura de las mujeres poetas; por un lado, la inversión de la tradición cultural y, por otro, la queja o la denuncia del encierro (real o metafórico; muchas veces más real que metafórico) femenino. “Hombre pequeñito, suelta a tu canario que quiere volar”, decía, recordemos, Alfonsina Storni; versos paradigmáticos en la denuncia del encierro femenino.
En el libro de Aguirre, la voz poética asume la perspectiva, el punto de vista, de Penélope, no de Ulises. Para Penélope, Ítaca no es así un posible y esperanzador lugar de llegada, un horizonte añorado a lo lejos; Ítaca es ese sitio, esa isla-prisión, de la que no es posible salir o escapar: “¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?/¿Quién no conoce su áspero panorama,/el anillo de mar que la comprime,/ la austera intimidad que nos impone,/el silencio de suma que nos traza?” (“Ítaca”). La primera persona del plural, ese “nos”, señala que quien habla aquí puede ser no solo la Penélope del mito, sino cualquier Penélope condenada a la espera. Y es que, como se dice en otro poema central en este libro, quien aquí habla está dentro, demasiado dentro de Ítaca: “¿Quién sería el extraño que quisiera / conocer un paisaje como este? / Desde fuera la isla es infinita […] / Desde fuera / las aguas son caminos / -desde la playa son solo frontera-” (“Desde fuera”).
Junto con dar voz a Penélope, la ‘otra’ voz, la voz callada de La Odisea, pienso que en el momento en que se publicaba el poemario (y esto puede leerse todavía hoy), la Ítaca de Aguirre se constituía además en un símbolo a la vez más específico y amplio; un símbolo de lo nacional que, al mismo tiempo que aludía a una España de clausura, a una Ítaca que poco o nada tenía para ofrecer a las mujeres, iba más allá, exponiendo la ‘penelopización’ de todos los españoles, hombres y mujeres, tejedores aislados, presos, paralizados, dentro de esa cerrada Ítaca que conformaron en España la guerra, la posguerra y la dictadura franquista, “solidez de sal y lágrima” que inmoviliza (“Espejismo: Penélope y La mujer de Lot”); con lo cual, el poemario de Aguirre consiguió, consigue, eso que tan a menudo se ha negado a la escritura de las mujeres: hablar desde el mundo de ellas, desde la voz de ellas, pero trascenderlos también para aludir a un mundo común, a un mundo de todos.
Francisca Aguirre, lo ha señalado la crítica, comenzó a publicar de manera tardía (tenía cuarenta y dos años cuando se publica su primer libro), lo que le otorga —también se ha dicho—, desde el principio, la ventaja de la madurez. Sus personales lecturas del mito clásico de Ítaca y de Penélope y Ulises son centrales en su primer libro, pero volverán a aparecer en otros de sus poemarios. Por ejemplo, en “No vuelvas”, un poema de Pavana del desasosiego (Madrid, Torremozas) publicado en 1999. Puede leerse este poema como una vuelta, más de veinte años después, al motivo de Ítaca. Habla aquí, en segunda persona, una Penélope que ha conseguido escapar de esa isla-prisión, y que aconseja, se aconseja, nos aconseja, lo que podríamos llamar el ‘des-regreso’ a Ítaca:

Allí no vuelvas más.
A aquel lugar oscuro no regreses.
No tires más del hilo,
no pienses que al final de esa cuerda
vas a encontrar el paraíso.

La nostalgia, la idealización del pasado —haya sido este lo que haya sido— acechan, tramposos, siempre, y así parece saberlo esta ex Penélope experimentada; por eso insiste:

No regreses allí 
no vuelvas.
Aquel sitio no es bueno,
no permitas que el tiempo
con su engañosa voz de pájaro
te arrastre hasta su cueva miserable
y te cante al oído su nana de la muerte.
No lo escuches, criatura, no lo escuches,
tápate los oídos como Ulises,
y trata de que el barco no se hunda.

Es llamativo que en el poema, esta nueva Penélope se habla a sí misma para apuntalar su deseo de no regresar a esa Ítaca en la que tanto tiempo estuvo y que tan bien conoce; esa Ítaca que nada bueno tiene que ofrecer; pero habla, simultáneamente, a Ulises, para que tampoco vuelva (“No vuelvas, nunca vuelvas, amor mío, / quédate con el mar que todo lo comprende, / quédate con las aguas compasivas”) y habla por todas las mujeres, por y para todas las Penélopes posibles; e incluso, como en su primer libro, habla, también, por todos:

Es hora de cantar bajo la luna,
mientras el tiempo pliega su estandarte,
es hora de cantar ¿quién lo dijera?
Es hora de cantar aunque no escuche nadie.

Quizás este poema podría ser el verdadero final de Ítaca, escrito más de veinte años después. Para decirlo con palabras de Luis Rosales, a quien Francisca Aguirre consideraba su maestro, el poema sería una especie de Diario de (una) resurrección de Penélope, escrito por una Penélope ‘otra’, que ha adquirido sabiduría, que ha escapado del engaño de Ítaca y que vive, por suerte, en otro tiempo, y en un lugar que ya no es el que era, que se ha vuelto también, para suerte de ella, y de todos, ‘otro’.

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