La luz de la oscuridad
Carmen Martín Granados
Yo quería (al revés que otros niños) ser castigada en el cuarto oscuro, para ver ese resplandor de la nada aparente.
Ana María Matute
Pertenece Ana María Matute a esa generación de escritores y escritoras del medio siglo a la que también se ha denominado la de los “Niños de la guerra” o la de los “Niños asombrados”. Niños y niñas “arrancados del paraíso, prematuramente, brutalmente” (El Saffar, 1981) por la Guerra Civil. Una amplia nómina de autores unidos por la edad, el tiempo y el país, que crecieron durante la posguerra y cuya obra deja testimonio de ese tiempo de horror y de silencio que les tocó vivir.
Es Ana María Matute una escritora excepcional y singular en muchos aspectos. No solo por su precocidad para leer y escribir, sino también para publicar. Logró hacerse un lugar en el panorama literario español (ganó prácticamente todos los premios) siendo muy joven, siendo mujer, con un estilo que en algún momento generó los recelos de la crítica (por su realismo subjetivo, cargado de lirismo y de emoción, y por su incorporación de elementos mágicos o maravillosos). Una literatura fascinante, pero incómoda, trágica, cruel, que expresa malestar, que nos interroga, protagonizada por los pobres, los débiles, los perdedores, las mujeres, los niños… Aun así, publicada desde muy pronto, premiada y valorada.
Las claves temáticas de su universo creativo las encontramos en su propia infancia. La literatura como tabla de salvación frente al terror y a la incomprensión que le suscitaba el mundo adulto (su madre, las monjas del colegio… no tanto su padre), la luz en el cuarto oscuro, la incomunicación (fue una niña tartamuda e incomprendida en la escuela), los cuentos de su tata Anastasia, Andersen, el desarraigo de vivir en dos ciudades, Madrid y Barcelona, los veranos en Mansilla (la naturaleza, los animales, los niños pobres), la Guerra Civil, el abandono brusco de la infancia, el ingreso prematuro en un mundo adulto ante el que mantuvo toda su vida una mirada de absoluta perplejidad.
La crítica suele dividir su obra en dos periodos creativos utilizando como línea divisoria su silencio de casi dos décadas, los años 70 y 80: uno, realista subjetivo y otro, el de la fabulación fantástica. Realmente, Matute utiliza los elementos mágicos y maravillosos durante toda su producción. Es cierto que a partir de los años 70 publica La torre vigía (1971), Olvidado rey Gudú (1996) y Aranmanoth (2001), tres libros donde abandona el entorno contemporáneo y su narración maravillosa se sitúa en la Edad Media, pero los temas y las preocupaciones siguen siendo los mismos. Temas y preocupaciones presentes desde sus primeras obras: la hipocresía del mundo, el cainismo, la guerra y el tiempo de silencio que siguió y, sobre todo, la infancia y la nostalgia de un tiempo perdido. Crecer para los niños de los años 30 no supuso solo abandonar el paraíso infantil, sino abandonar un pasado donde la guerra y la posguerra no existían. Fue una pérdida doble, incluso una pérdida del porvenir.
El tema de la infancia es el de la nostalgia por un mundo perdido (en el universo creativo de Matute existe la creencia en un “estado natural”, de corte romántico-rouseauniano, frente al estado artificial o político traducido en dicotomías como la infancia/el ser adulto, la naturaleza/lo artificial, la magia y la imaginación/ la incapacidad de imaginar… Un estado natural relacionado con lo sensible, con el corazón, con el espacio moral, como “lo auténtico” de la naturaleza humana) que nos sitúa frente al verdadero inconsciente ideológico en el que se inscriben sus obras: la contradicción burguesa del yo contra el sistema. El sistema es la causa de toda infelicidad, la nostalgia es la grieta por donde se puede escapar de la alienación, igual que ocurre con la Literatura. Pongamos como ejemplo Los hijos muertos (1958), un ataque a todo el inconsciente ideológico que sustentaba la realidad española de los años 40 y 50. No es extraño que Juan Goytisolo llamara a Ana María Matute la primera escritora antifranquista. Aunque de lo que aquí hablamos no es solo del franquismo, sino de la lógica de base. Daniel Corvo sufre en Hegroz debido a la ideología de clase y el caciquismo existente, va a Barcelona, lucha en la guerra, vuelve y todo sigue igual, el pueblo español sigue explotado por los mismos. Solo ha aumentado el hambre y la desesperanza de los perdedores. Utiliza la técnica narrativa del contraste (dos tipografías, una para el pasado y otra para el presente) para mostrarnos precisamente que nada ha cambiado, la guerra (y la dictadura) solo sirvió para perpetuar los privilegios de los de siempre y para castigar más aún a los otros. Los hijos muertos pone al descubierto la hipocresía de los valores de la clase dominante y su crueldad, representada por los Corvo y La Encrucijada. El protagonista quiere liberarse y para ello emprende una aventura que termina en fracaso. No hay solución mientras exista el sistema que provoca y sustenta los problemas. “Usted lleva un feto muerto en el estómago”, le había dicho Diego Herrera a Daniel Corvo. Todos los hijos habían muerto. Las condiciones miserables de existencia y la guerra aniquilaron el futuro y la esperanza. Hegroz acabará cubierto por un pantano, como Olar y Gudú terminarán sepultados en el olvido. No hay ninguna realidad histórica eterna y permanente. Y esta es la contradicción básica que el texto pone de manifiesto: ante la ideología inmovilista de la España de los 50, la afirmación de que todo finalmente acaba pasando, nada es eterno. Todo es histórico. Lo único “verdadero” es la naturaleza. El mismo conflicto que desarrolla una obra tan distinta en apariencia como Olvidado Rey Gudú, una ambiciosa historia ubicada en un reino imaginario centroeuropeo del siglo X en la que encontramos reelaborados recursos y personajes propios de los cuentos de hadas. Cuenta la historia de cinco generaciones del reino de Olar. La Edad Media y la magia, en realidad, son solo un velo que encubre de nuevo las relaciones burguesas del capitalismo. El subgénero histórico medieval, con sus ingredientes mágicos, es solo una forma textual de elaborar el tema de la nostalgia por un tiempo perdido. La pérdida irreparable del tiempo nos conduce a la reflexión sobre el sentido de cualquier vida: tras tantas guerras, amores, venganzas… todo termina en destrucción, en el fracaso absoluto de cualquier resistencia ante la desaparición y el inevitable olvido.

La alienación, sin embargo, nunca es total, permite la nostalgia, el sueño con un mundo mejor, y la Literatura. En la nada aparente la niña veía un resplandor, aquello que la salva del silencio, la luz en la oscuridad, la imaginación, la magia de la palabra, la posibilidad de la Literatura. La Literatura, decía Matute, es la manifestación de un malestar, pero también es, sobre todo, “la expresión más maravillosa que yo conozco del deseo de una posibilidad mejor. Para mí, escribir es la búsqueda de esa posibilidad”. La palabra, como recordó Ana María Matute en más de una ocasión, es lo que nos salva.
BIBLIOGRAFÍA
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- De la Fuente, Inmaculada; Mujeres de la posguerra, Sílex, 2017.
- El Saffar, Ruth; “En busca del Edén: consideraciones sobre la obra de Ana María Matute”, REVISTA IBEROAMERICANA 47, 1981, pp. 223-231.
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