Cambio de silencio
Ernesto Pérez Zúñiga
Era la mejor novela española reciente que había leído en mi adolescencia. Escrita once años antes de que yo naciera. Había un médico allí que practicaba abortos ilegales. Pero habíamos venido al mundo: España, Granada, aquellas calles todavía impregnadas de los restos del silencio. Habíamos sobrevivido a la cuchilla torpe y clandestina del franquismo. Nuestros padres lo habían hecho. En barrios de clase media pero venidos a menos. O en barrios de clase obrera pero venidos a más. Un tono gris lo uniformaba todo. También las hojas de los árboles y el hábito pardo de los gorriones. Un polvo que había levantado la guerra y que, después de los años de posguerra, aún revoleteaba en el aire. O quizá se acaba de posar en los edificios de seis plantas, en los patios de los colegios, en las plazas de la ciudad. Todavía se podía oler lo que contaba Martín-Santos en Tiempo de silencio.
Todavía podíamos oír aquel silencio que imaginábamos. Era un silencio espeso, donde se habían diluido secretos, delaciones, traiciones a los demás y a uno mismo, represiones de toda calaña (políticas, religiosas, sexuales), un silencio que sabía a desgracia y a impotencia, a renuncia, a inercia, a alcohol, a embrutecimiento. Un silencio de callejón con basura. Hasta las estrellas parecían encajadas en las farolas. Y el mismo cielo, que liberara la vista, estaba encajado en una esfera (de silencio opresivo) llamada España.
De la literatura nos llegaba aquel sueño acaso injusto, pero reforzado por nuestros padres y abuelos, propensos en la mayoría de los casos a no hablar mucho del pasado. Aquel libro de Martín-Santos, publicado al final de su vida, saciaba nuestras ansias de saber, y además nos trasladaba a lugares y a gente invisible. Necesitábamos borrar lo invisible. El gran misterio de nuestras vidas era precisamente nuestra propia historia. Éramos los hijos del velo, los hijos de antepasados esquivos. Ser hijos de nuestro tiempo era ser hijos del silencio.
Han pasado más de 30 años de mi lectura de aquel libro, y de que mirara a través de ella mi país y mi gente. Desde entonces, aquel silencio se fue despejando como un mar de nubarrones atrapados por la montaña de la Historia. Llovió, diluvió, disparamos al cielo. Costó, pero conforme se consolidaba la Democracia en España, periodistas, historiadores y novelistas hicimos de aquel silencio el centro de nuestras pesquisas y creaciones. También los políticos lo llenaron de palabras, a veces en busca de justicia y, en la mayoría de los casos, en busca de poder.
El mundo en el que vivíamos se fue haciendo ruidoso. Poco a poco, año a año. Gobierno a gobierno. Unas palabras discutían con otras, se juntaban para enladrillarse y construir teorías y certezas, visiones maniqueas de la sociedad que comenzaron a competir por ocupar el espacio del viejo silencio. Un espacio que se multiplicaba en libros, en periódicos, en tribunas, parlamentos, ayuntamientos, páginas de Internet, redes sociales, y sobre todo en las mentes de los habitantes de España, donde los pensamientos y emociones se fundían en fortines incontestables. En esquemas de ruido, que nuestros representantes escenificaron de manera ejemplar en los debates para las elecciones generales de 2019. Aquel silencio antiguo (ma non troppo) se había transformado en palabras que servían únicamente para no entendernos.

De modo que el silencio ha vuelto a hacerse necesario. Pero no aquel plomo mudo y doloroso que Martín-Santos convirtió en una novela imprescindible de una época, sino un silencio generoso, lleno de escucha, respeto y atención. Un silencio limpio para los ojos y para el entendimiento. Un silencio sereno para volver a saber. Solo con él podremos volver a escribir, entre todos, una novela que esté a la altura de nuestra Historia.