Palabras previas, de Félix Martín Gijón
2023 ha estado lleno de encuentros poéticos, mesas redondas, ciclos y recitales que han conmemorado el cuarenta aniversario de La otra sentimentalidad. Entre tales celebraciones, ocupa un lugar muy especial la aparición del libro que hoy presentamos, lo cual es motivo de celebración y de agradecimiento. En efecto, hay que agradecer a Elenvés Editoras el acierto que han tenido a la hora de devolver a las estanterías, los escritorios o las mesitas de noche de los lectores una antología muy influyente desde su aparición, pero de difícil acceso, convertida en objeto de coleccionismo o en capricho de bibliófilos. Hay que agradecer asimismo el cuidado que han puesto en la elaboración del libro: desde la cuidada maquetación al diseño, desde la galería de fotografías incluidas al colofón musical que convierten la obra en un artefacto artístico donde dialogan las imágenes, las canciones y los poemas. Y, por supuesto, junto a reproducción facsímil de la antología de 1983, hay que agradecer también que esta se complete con una nueva sección, es decir, que junto a los escritos de Luis García Montero, Álvaro Salvador y Javier Egea, aparezcan ahora los de Teresa Gómez, Antonio Jiménez Millán, Inmaculada Mengíbar, Ángeles Mora y Benjamín Prado, dando así una imagen más exacta de aquella propuesta poética que se llamó La otra sentimentalidad.
Por mi parte, he tenido la suerte de participar en este maravilloso proyecto escribiendo unas «Palabras previas» que abren el libro y que son, simplemente, una invitación a su lectura. No era tarea sencilla presentar en un breve texto —cuya extensión no quise que sobrepasara a la de los artículos originales incluidos en la antología— algunas de las claves que han acompañado a la propuesta granadina durante más de cuarenta años. Una cita de Jaime Gil de Biedma («parece que fue ayer y algo ha cambiado») me sugirió el tono con el que condensar tanta historia en unas cuantas páginas; y no quisiera detenerme en ellas, pero sí me gustaría comentar que, ahora que el tiempo proporciona alguna distancia, ahora que la antología va teniendo cierto recorrido, mi experiencia de relectura ha sido algo así como abrir una ventana y asomarme a ella: abrir una ventana y sorprenderme con múltiples perspectivas.
La primera mirada permite dar un salto al pasado, un salto que nos sumerge de inmediato entre las páginas de aquella antología publicada por la editorial granadina Don Quijote en 1983. Esto tiene un interés muy particular porque nos pone cara a cara frente a una de las publicaciones más decisivas de la poesía española contemporánea, frente a una de las obras sin la que sería muy difícil entender la historia de nuestra literatura más reciente. La antología del 83 contaba con menos de 80 páginas, pero bastaban para ofrecer algunas de las reflexiones y de los versos que se han hecho lugares comunes en los debates poéticos actuales. Hoy en día, cualquier lector interesado recuerda —como aparece en este libro— que los sentimientos cambian al ritmo de la historia, que un poema puede ser un pequeño teatro, que la ternura actúa como forma de rebeldía, y que la poesía es un pequeño pueblo en armas contra la soledad. Hay mucha frescura en estos planteamientos, hay un aire respirable. Por eso, mirar a través de las páginas de la antología, asomarnos por esa ventana, no sólo es una lección de historia literaria, sino un modo de acercarnos a nuestra realidad presente y —por qué no— también a nuestro futuro. Pues obviamente, los retos siguen estando ahí; por decirlo con palabras de García Montero: cómo «participar en el intento de construir una sentimentalidad distinta, libre de prejuicios, exterior a la disciplina burguesa de la vida». Este exterior podría analizarse mucho, pero apunta hacia la idea de ruptura, que es el problema básico de todas las revoluciones; un problema que podría formularse a partir de una conocida pregunta de Lenin: ¿qué hacer?, sólo que a mí me parece interesante contrastar esta cita con otra del poeta peruano César Vallejo: «por lo demás ¡qué hacer! / ¿Y qué dejar de hacer, que es lo peor?». Comparar ambas citas puede resultar algo forzado, pero el matiz que introduce la pregunta de Vallejo es muy sugerente. La pregunta ¿qué hacer? puede ser extremadamente difícil de abordar, pero admite respuestas positivas, constructivas; en cambio, la pregunta ¿qué dejar de hacer? se dibuja con la sombra de la negatividad, hay en ella algo brumoso, una opacidad que incomoda. ¿Qué dejar de hacer? implica que seguimos los dictados de la costumbre, una rutina más o menos desapercibida: un proceder que damos por sentado y —aquí está la trampa— del que no solemos ser conscientes. Se trata de hábitos que naturalizamos, que asumimos como verdades incuestionables; se trata de conductas que, a fuerza de repeticiones, se vuelven invisibles, indetectables. ¿Cómo romper con aquello que no vemos, que pasamos por alto? ¿Cómo dejar de hacer lo que no nos damos cuenta que hacemos? Y aquí entramos de lleno en el terreno de la ideología.
No quisiera, sin embargo, ponerme demasiado teórico. Hay una canción de Leonard Cohen que puede ser ilustrativa al respecto. Se titula «Famous blue raincoat» y es una especie de carta enviada a un antiguo amigo que ha tenido una aventura con su esposa. Casi al final de la canción, aparecen los siguientes versos: «y gracias por la pena / que le quitaste de sus ojos. / Yo pensaba que eran así, / de modo que no lo intenté». ¿Hace falta estar ciego?, podríamos preguntarnos convirtiendo en interrogación un verso de Rafael Alberti. Si pongo el ejemplo de Cohen es porque me parece que ejemplifica bien lo que estoy tratando de exponer: todas esas tristezas que damos por sentadas y que, sin embargo, podrían acabar si lo intentáramos… Por supuesto, las rupturas nunca son fáciles ni completas, siempre arrastran algo del pasado, están atravesadas por sus propios fantasmas. Esto lo explicó bien Althusser, pero creo que también lo explica bien Ángeles Mora cuando escribe que no resulta fácil cambiar de casa, de costumbres, de amigos; que no es fácil cambiar de llaves, ni mucho menos fácil cambiar de amor (La dama errante); y también lo plantea bien Álvaro Salvador: uno no se quita de amar ni de fumar, uno descansa (La mala crianza).
Pero volviendo a las líneas antes citadas de García Montero, me gustaría acabar haciendo dialogar de nuevo dos textos donde se produce una coincidencia. Si recordamos, García Montero hablaba de construir una sentimentalidad distinta, libre de prejuicios. Pues bien, puede ser interesante reparar en que esta esta misma expresión la emplea Rafael Alberti en su libro de memorias La arboleda perdida:
Con María Teresa me pasaba las horas trabajando en algunos poemas o ayudándola a corregir un libro de cuentos que preparaba. Una noche —lo habíamos decidido— no volví más a casa. Definitivamente, tanto ella como yo empezaríamos una nueva vida, libre de prejuicios, sin importarnos el qué dirán, aquel temido qué dirán de la España gazmoña que odiábamos.
Si leo este fragmento no es para indicar que García Montero estuviese pensando precisamente en él cuando escribió su artículo, sino para tratar de hacer un pequeño ejercicio: vamos a tratar de imaginar cómo sería, a finales de los años 20 y principios de los 30, una relación entre un poeta que abandona el hogar familiar y una escritora divorciada y con dos hijos. Lo dice el propio Alberti: un escándalo.
Con todo esto, lo único que pretendo indicar es que la sentimentalidad es histórica y se conquista. Y esta es una de las muchas lecciones que nos siguen enseñando los poetas recogidos en la antología que presentamos. Por supuesto que se han sucedido infinidad de hechos en estos cuarenta años: ha habido muchas luchas y avances, ha habido derrotas, fracturas y pérdidas, pero también hoy puede ser beneficioso seguir interrogándonos sobre la posibilidad de elaborar una sentimentalidad distinta, una otra sentimentalidad, a la hora de establecer vínculos comunes más allá de un individualismo ensimismado, de construir espacios colectivos, de vivir nuestro trato con los demás fuera de la lógica del dominio y la ganancia, lejos de las «gélidas aguas del cálculo egoísta», como dijo Marx: y, en este sentido, no extraña que Javier Egea hiciera de diciembre una metáfora de la explotación.
Contra este frío, es grato leer o releer la antología de La otra sentimentalidad no como un ejercicio melancólico —aunque también sea lícito hacerlo—, sino como una apuesta por nuestro futuro. Pero como he comenzado hablando de ventanas, quisiera finalizar recordando un poema de Gabriel Ferrater en el que a través de una persiana se abren treinta y siete horizontes. Me gustaría pensar que todos estos horizontes son los que se ofrecen al lector, y que al menos uno de ellos conduce a un mundo más justo, más tierno, más solidario, a esa otra orilla de la que hablaba Brecht como solía recordar Juan Carlos Rodríguez.