Antonio Machado, hacia otra luz más clara, de José Gutiérrez

El 80 aniversario de la muerte del poeta Antonio Machado (1939-2019), en la ciudad francesa de Collioure, dio lugar, en España y en el país vecino, a un buen número de evocaciones, homenajes, exposiciones, artículos de prensa, etc., que volvieron a poner de actualidad la figura y la obra del, para nosotros, más grande (más profundo, en el sentido metafísico del término) poeta español posterior al siglo de oro.
Desde que, en 1962, Dámaso Alonso publicara su libro Cuatro poetas españoles y Emilio Orozco la monografía Antonio Machado en el camino, se han sucedido una serie de estudios decisivos que han situado en su justa dimensión el inabarcable universo de la poesía y la prosa machadianas. Por citar solo dos de las aportaciones más recientes y significativas, el profesor Pedro Cerezo Galán (autor del ensayo fundacional Palabra en el tiempo. Poesía y filosofía en Antonio Machado, 1975) publicó el pasado año en la Biblioteca Castro una modélica edición de la Obra esencial del poeta sevillano, precedida de un extenso estudio introductorio (“Antonio Machado, poeta esencial”) que, a día de hoy, resulta imprescindible para el conocimiento de las claves y la urdimbre que alumbran la poética y el pensamiento machadianos. También destacable, por su transparencia y su voluntad de síntesis, resulta el ensayo de Juan Malpartida, Antonio Machado. Vida y poesía de un poeta, editado por Fórcola (2018).
Para nuestra divagación en torno al verso (cabría decir, poema: desprovisto de verbo, carente de acción, contemplación solo) que sintetiza la esencia del misterio que clausura su corpus poético, partamos de la aceptación del axioma machadiano: “Se canta lo que se pierde”, y de un hecho concreto y sin duda el más significativo y doloroso de la biografía del poeta: la pérdida de su joven esposa, apenas cumplidos los 18 años (1912). Desde su conocimiento en Soria en 1907, la casi niña Leonor Izquierdo se convirtió en el centro irradiador de la vida de Machado, en la imagen luminosa de su alma. Una imagen que no se disiparía ya nunca y que siguió alentando en la conciencia y en los ensueños del poeta meditador y caminante. Algunas cartas a sus contemporáneos y los poemas que dedicó a la memoria viva de Leonor así nos lo confirman.
El ‘sueño’ y el ‘camino’ son dos constantes, dos símbolos permanentes de la poesía de Antonio Machado. “De toda la memoria, sólo vale / el don preclaro de evocar los sueños”, nos dice mientras camina “con los ojos abiertos”. Hasta una docena de arquetipos de sueños en la obra del sevillano señala Pedro Cerezo en su reciente estudio, pero todos se incardinan de algún modo según el conocido dístico machadiano: “El alma del poeta / se orienta hacia el misterio”. Ya Emilio Orozco advirtió en Machado “la búsqueda de Dios como camino”, entendido el camino como símbolo también aplicable al mar. Ese anhelo y búsqueda de Dios (humanizado en la figura de Jesucristo) se manifiesta primordialmente en el sueño (“Ayer soñé que veía / a Dios y que a Dios hablaba”) y tiene en el azul el color que le sirve para expresar la limpidez del paisaje o la inocencia inherente a la primera edad.
Admitamos con el poeta que “no hay camino” sino que “se hace camino al andar”. Avistar ese camino, ese mar (recordemos los versos manriqueños que Machado tanto admiraba: “Nuestras vidas son los ríos…”) en la hora postrera equivaldrá a ‘crear’ en la conciencia alerta esa divinidad largamente perseguida y fusionarse con la inmensidad azul que funde pasado, presente y futuro: “Hoy es siempre todavía”. Es en esa sincronía donde cobra su profundo y verdadero sentido el alejandrino eterno, epítome de toda la obra machadiana: “Estos días azules y este sol de la infancia”. En ese ensueño luminoso y lúcido el niño Antonio reencontrará el amor de los seres queridos (su madre, antes de morir en la misma habitación, tres días después que el poeta, en un momento de recobrada cordura derramará unas lágrimas por el hijo muerto). Y el esposo paseará de nuevo con Leonor, ya restablecido ese “hilo entre los dos”. No hay que seguir “buscando a Dios entre la niebla”, porque la niebla se habrá disipado al fin y dejará ver el sendero azul.
En el papel encontrado por José Machado en el bolsillo del gabán de su hermano Antonio, éste había escrito, junto al verso intemporal, la primera frase del monólogo de Hamlet (“¡Ser o no ser…!”) y los cuatro versos de ‘su’ canción, la que incluye la sentencia con la que iniciábamos esta divagación: “Se canta lo que se pierde”. En esa triple anotación premonitoria anticipaba el poeta el reencuentro en su hora postrera con aquello que iba a recuperar para ya no perderlo: el regazo materno, y el amor constante y nunca preterido de Leonor que lo devolvía junto a ella más allá de la muerte. Esta constatación lectora, personal y subjetiva, en nada contradice lo expresado por Pedro Cerezo, sino que lo reafirma: “No hay certezas. Nunca las ha habido en Machado/Martín/Mairena, siempre en la duda y la perplejidad. Mucho menos a la hora de la muerte. Solo queda una pretensión a lo eterno, su profunda vocación a conciencia, su ansia de la luz”. Desde que se publicara el volumen Últimas soledades del poeta Antonio Machado (1940), de su hermano José (testigo fedatario del momento de su muerte), los biógrafos del poeta suelen coincidir en señalar aquel 22 de febrero de 1939 como “miércoles de ceniza”. No he encontrado referencia alguna, en las varias biografías que conozco, a la sutil coincidencia (los “mundos sutiles” machadianos) de que esa fecha señala en el santoral católico la onomástica de Leonor, hecho singular por el simbolismo que encierra y por las lecturas que atesora. El ensueño culmina y el camino se abre a la azul eternidad.