Un soneto de poeta a poeta, de Pedro Cerezo Galán
(En homenaje a Antonio Machado en el 85 aniversario de su muerte)

Un solo verso, encontrado en el gabán de Antonio Machado tras su muerte en Collioure −“Estos días azules y este sol de la infancia”−, constituye de por sí un poema entero, pues vale como cifra del sentido de toda su vida. También un solo soneto, el que dedica el poeta granadino José Gutiérrez a la glosa lírica de este último verso machadiano, se basta para consagrar a su autor como un gran poeta, aun cuando ya esté largamente acreditado por valiosos libros de poemas y el reconocimiento de la crítica más exigente. Estamos ante un soneto de poeta a poeta, un raro y excepcional ejemplo en que la autorreflexión poética de Gutiérrez, madurada en el diálogo interior con Machado, despliega la potencia simbólica que se encierra en esta «semilla de luz». Sorprendentemente, el soneto de Gutiérrez es una miniatura prodigiosa donde se condensan los motivos poéticos fundamentales de la obra machadiana.
En este magistral soneto el tema sustantivo es el ‘tiempo’, nombrado al comienzo del quinto endecasílabo, como bisagra entre los dos cuartetos, y que se adelanta desde el comienzo en el símbolo de “la niebla que declina”. Acuden de inmediato al conjuro del poeta Gutiérrez símbolos ancestrales de la vida: el sueño, la sombra y el sendero. Recuérdese la certera definición machadiana: “vivir, soñar nuestro sueño”. Gutiérrez elige la clásica imagen de Píndaro, “sueño de una sombra es el hombre”. Pero el símbolo es reciamente machadiano: “…Nosotros exprimimos / la penumbra de un sueño en nuestro vaso”. A esta reflexión de la luz creativa en la niebla la llama certeramente Gutiérrez “espejismo verdadero”, con lo que se genera la ambigüedad poética esencial sobre si la sombra/sueño es nuestra íntima verdad o nuestra percepción ilusoria de la verdad en el tiempo. Al tiempo se refiere también el poeta en el endecasílabo quinto como la “lenta y terca espina” que nos permite sentir y trazar nuestro ensueño. De esta espina −“aguda espina dorada”− brota la canción en la tarde, a lo largo del sendero. “Se canta lo que se pierde” y se ensueña lo que se necesita. Muy finamente lo consigna Gutiérrez: “…la canción secreta que ilumina / el tiempo”. Ahora el tiempo interior, lejos de dispersarse, se enrosca sobre sí, ya sea como memoria de lo vivido, revivido simbólicamente por el alma, o ya sea como imaginación configuradora de lo por vivir.
Hay un instante consumativo en que cesan la senda y su canción. Este momento marca el nexo estructural del soneto de José Gutiérrez, al final del segundo cuarteto. Escribe el poeta granadino: “cierra los ojos y ávido el sendero / se abre de nuevo azul: por él camina”. Es el instante del trance del morir. La lejanía es siempre azul para Machado, como la llamada de una utopía o un ensueño de paraíso. Así se re-soñaba el poeta, recién muerta Leonor, caminando de la mano de ella “hacia el azul de las sierras”. Es también, recordaba Machado, “la buena luz tranquila, / la buena luz del mundo en flor, que he visto / desde los brazos de mi madre un día”. En ambos casos se trata de un “caminar en sueños / por amor de la mano que nos lleva”. Pero la lejanía se ha vuelto ahora, en esta hora extrema, la profundidad del alma en su último ensueño de liberación. Cerrar los ojos y abrir la conciencia al misterio –sugiere certeramente José Gutiérrez− es un instante transformador, como una inmersión hacia el origen, hacia la inocencia perdida del niño. Mientras el moribundo se hunde en la desmemoria −“no recuerda su nombre ni la estancia”−, sólo queda la luz azul de las cumbres sorianas o la dorada claridad lunar de un “patio” andaluz. Castilla y Sevilla son obligadamente para Machado los lugares mágicos de la última cita paradisíaca. Lo que sobreviene de golpe, en el instante definitivo, es la muerte consumada, pero nadie sabe lo que se «cierra y abre» en esta consumación. La poesía propende a ser vidente más que escéptica. Su fe poética fue declarada por John Keats en aquel lema memorable: “belleza es verdad, verdad es belleza, es cuanto necesitáis saber”. Esta es la salida que encuentra Gutiérrez para su amigo, el poeta moribundo: “La muerte es la nodriza que lo acuna”, canta el magnífico endecasílabo final como un epitafio, pues ‘lo noble y bello merece ser eterno’. Esta podría ser la canción de cuna que le canta la nodriza. La muerte, por el rigor de sus pruebas, no puede ser madre, pero sí nodriza, como aquellas de la edad mítica que cuidaban de alimentar a los héroes. El tiempo del poeta desemboca en lo eterno porque consagra un éxtasis existencial de plenitud. Entre los dos hombres de que habla Machado en una de sus parábolas −el pensador dubitativo y el soñador− el primero vale para la briega de la vida en un mar proceloso, pero el segundo prevalece en el trance de adivinar un descanso conforme con su esfuerzo: “El soñador ha visto que el mar se le ilumina, / y sueña que es la muerte una ilusión del mar”. José Gutiérrez expresa así, conjuntamente con Machado, su fe de vida o su compromiso existencial con la poesía. Este soneto es un vínculo de amistad entre ambos, que queda en la memoria viva.
ANTONIO MACHADO
(COLLIOURE, 22-2-1939)
«Estos días azules y este sol de la infancia»
Este día de niebla que declina
supo del espejismo verdadero
−el sueño de la sombra, tan certero−
y la canción secreta que ilumina
el tiempo. Como lenta y terca espina
los años lo persiguen ya postrero,
cierra los ojos y ávido el sendero
se abre de nuevo azul: por él camina.
No recuerda su nombre ni la estancia,
si es la luz de los campos de Castilla
la que dora la tarde o si la luna,
enredada en jazmines de la infancia,
lo acerca hasta aquel patio de Sevilla.
La muerte es la nodriza que lo acuna.
José Gutiérrez