Zaidín: 25 años sin Javier Egea

Javier Egea: Troppo vero,
por Antonio Chicharro Chamorro

La poesía de Javier Egea (Granada, 1952-1999) es una poesía llamada a mayor vida. Su poética voz única, más ella misma cuanto más parasitada por sus epígonos, no sólo seguirá sonando por mucho tiempo entre nosotros, sus coetáneos, sino que hallará con toda probabilidad otros destinatarios futuros que encontrarán en sus versos la palabra solidaria y cómplice, la palabra inquietante de rara hermosura y de facciones perfectas que, abrazándolos desde la raíz, se seguirá alzando en armas en contra de la soledad de los hombres y de la depauperada vida que ha hecho de los seres humanos poco más que sombras de sí mismos, bienes de mercado, señalando con su simple y marginal presencia, como en la práctica le cabe a buena parte del discurso poético contemporáneo, hacia nuevos espacios de vida histórica.

Si la muerte pudo con el poeta y truncó una poesía futura de imprevisible −pero siempre alto− vuelo, no podrá al menos con su legado poético.No olvidemos que la escritura es la condición material de la memoria histórica, espacio de experiencia y aprendizaje y fundamento último de lo que somos, como bien argumentó Emilio Lledó. Es el mejor consuelo que encuentro para soportar el hueco de la ausencia de veinticinco años de este excelente poeta de Granada que en plena madurez vital y creadora decidió emprender el viaje definitivo.

Por eso, dejados de lado los iniciales escalofríos y las indefectiblemente tópicas notas necrológicas que se sucedieron tras aquel día, sobresale que se haya editado con rigor su poesía completa y se siga estudiando y, como aquí y ahora hacemos, sea recordado para contribuir a la difusión de su obra, también a su comprensión y conocimiento, rescatándola del olvido y del silencio, de manera ocupe el lugar que pueda pertenecerle en el seno de nuestra cultura literaria.

A cambio, queda el regalo de su poesía, a la que entregó lo mejor de su joven vida − «Y al cabo, nada os debo; / debéisme cuanto he escrito», que escribiera Antonio Machado−; entre nosotros queda su breve, pero intenso legado poético: Serena luz del viento (1974), A boca de parir (1976), Paseo de los tristes (1982), Argentina 78 (1983), Troppo mare (1984) y Raro de luna (1990), entre otras publicaciones sueltas, antologías y colaboraciones varias, publicaciones a las que se han incorporado reediciones, antologías y las poesías completas. Un legado poético en el que Javier Egea, labrando su propio camino orientado hacia un horizonte de la mejor cultura histórica de que podamos dotarnos, la cultura de la solidaridad y justicia social, asume y usa con inteligencia y finura su propia tradición y se emplea a fondo, con mucho oficio creador, buen oído poético y una sensibilidad a flor de piel, para lograr unas buenas formas poéticas, unos poemas rebeldes y tiernos, tan líricos como narrativos, intimistas y doloridos, de ambición social, indagadores y llamativos, ya reflexivos ya irónicos, de corta o de larga andadura, jirones de hermosa luz al fin y al cabo, en los que inevitablemente se anuda la historia, nuestra historia.

Si, por otra parte, de algo nos sirve la experiencia de la vida, es poco más que para distinguir lo genuino y auténtico de lo falso. Aprendemos más de los errores que de los aciertos vitales y las derrotas y desengaños terminan por convertirse en preciosos instrumentos para agudizar un sentido materialista de lo real, una conciencia mínimamente realista de nuestro entorno. Digo esto, que vale para la vida entera, porque también tiene su vertiente en el dominio de la vida lectora. Así, después de todo lo leído, hecho el balance de créditos y descréditos, agotadas por el uso ciertas expectativas, secos los pozos de algunos entusiasmos, sumados los engaños y desengaños, puedo distinguir donde hay una voz y hay un eco y sentir donde, con toda la ficcionalización del yo que se quiera, hay un temblor humano traspasado de su historia de lo que es mero artificio o ejercicio dominado por el cinismo de su creador. En este sentido, resultan estremecedores versos como los que siguen: «Lo que pueda contaros / es todo lo que sé desde el dolor / y eso nunca se inventa». Javier Egea, en su vida y en su obra, ha sido y es troppo vero, quiero decir, ha sido y es verdadero hasta el exceso, lo que explica su inequívoca posición civil, su ubicación personal con respecto a las instituciones literarias, así como el básico tejido realista de su escritura poética abierto por sus márgenes a lo que sea necesario para su propósito creador (indagaciones en niveles sub, uso de elementos irracionales, inmersión en los referentes de la vida cotidiana en su tono menor con el consiguiente uso lingüístico de elementos coloquiales, etcétera). Todo ello al servicio de una obra que es resultado, pues, de una voz verdadera y una forma estética de acción. Por eso, ahora que releo sus versos con emoción y cierto turbamiento, noto una sensación análoga a la que sentí la primera vez que observé el retrato de Inocencio X realizado por Velázquez, sorprendido por la solución artística de los rojos y sus matices (fondo, sillón, birrete, muceta, rostro) y traspasado por la mirada de ese trozo de lienzo por lo que aludía sin serlo, lienzo que al serle mostrado por el artista al Papa una vez terminado, éste prorrumpió diciendo: «troppo vero».

El presente artículo, adaptado a la realidad de 2024, apareció publicado en Ideal. Suplemento de Arte y Cultura, en la sección «La aguja del navegante», el 5 de octubre de 1999 y, luego, recogido en La aguja del navegante (Crítica y Literatura del Sur), Jaén, Instituto de Estudios Giennenses de la Diputación Provincial de Jaén, 2002. Enlace en el repositorio de la UGR, DIGIBUG, http://hdl.handle.net/10481/48916


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Olvidos de Granada
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