Surrealismo, escritura automática y psicoanálisis

Sergio Hinojosa

La libre asociación y la escritura automática

La influencia de Freud, sin embargo, aunque un tanto tergiversada, ofrece un nuevo punto de partida más íntimo con la “libre asociación.”

Tanto el psicoanálisis como el surrealismo inciden, aunque de modo distinto, en la importancia del decir, del pensar y del acto de escribir en el “aquí y el ahora”; es preciso captar la oportunidad que ofrece todo instante. Esa “actualidad” del sujeto puesto en juego es de vital importancia para el psicoanálisis, pues se trata de ceñir la palabra al efecto instantáneo del cuerpo, para vaciar de goce aquellos recorridos significantes que obstruyen y patologizan el devenir del sujeto. Para el surrealismo, de manera totalmente distinta, se trata de aprovechar, en ese instante, la apertura a la creación que en lo que atañe a la escritura automática se cierra en el acto de la obra.

El surrealismo explora los análisis literarios y algunos fenómenos del campo patológico del psicoanálisis creyendo ver bajo la noción de inconsciente esa puerta de “actualidad” más allá de los estrechos caminos de la racionalidad. Por tanto, coloca al sujeto en la apertura dispuesto a recibir nuevas imágenes, nuevos sonidos, nuevas grafías y, en definitiva, nuevas formas de ser del arte y del artista y, por tanto, de la realidad humana. Para el psicoanálisis se trata de promover la palabra sin restricción alguna en el espacio analítico. “Hable de todo lo que se le ocurra sin censurar nada ni criticar nada, dando rienda suelta al lenguaje” significa establecer la confianza como depositario de la palabra y abrir la espita de lo reprimido, al menos de aquello, que aún siendo consciente, ni nuestra sociedad ni nuestra conciencia nos lo permite. Pero, sobre todo, lo que permite es la emergencia de lo que falla en la cadena. Si este mandato se traslada a la poiesis artística, todo lo que no aflora por miedos, prejuicios, etc., aflorará, y la “libertad” creadora conocerá nuevos horizontes.

Abandonarse al devenir de la ocurrencia en el trazo, en la voz, en el toque que produce el sonido musical o en la pincelada, supone someterse a la deriva de acción más subjetiva, y a la vez menos imaginaria. Pues, ese imaginario no es proyecto, sino emergencia a posteriori, lo cual no evita cierta habilidad en el manejo de la pintura, la poesía o la música. De hecho, es esa habilidad adquirida, la que juega de manera bien diferenciada. En el caso de la escritura, por ejemplo, las enmiendas gramaticales y sintácticas no perdonan la corrección de esa “libertad”. En realidad, la libre asociación en psicoanálisis no se dirige nunca a la escritura, puesto que ésta implica un acto que clausura la asociación libre. Si alguien está hablando y comienza a escribir, por muy suelta que sea esa escritura, significa, de hecho, que el sujeto se ha escabullido de su decir, ha desertado de la palabra para interponer un acto (escribir). Acto que lo coloca fuera de la palabra en la que se ve concernido. Evidentemente alguien puede decirle, “oiga, no haga eso y diga lo que iba a escribir”, o “no me muestre el escrito y diga lo que tenga que decir”, esto es, alguien, en este caso el/la analista, puede reingresar al sujeto a la cadena. Este reingreso al flujo de la libre asociación no ocurre en el arte surrealista, ni se pretende. La escritura automática libera la carga de goce, pero no modifica la perspectiva ni el recorrido en la cadena que afecta al sujeto. Lo que importa en psicoanálisis es que el sujeto hable y se escuche, de modo que ese compromiso con la palabra descentre al sujeto de los caminos reiterada y dolorosamente recorridos, algo que en la práctica artística no se cumple más que como evitación. La circulación de la cadena, con sus fallas, deja tras sí un exceso de goce, de libido, que hay que ligar, decía Freud. Y Lacan uniendo su concepto de cadena significante al de goce afirma: “Lo importante, sea natural o no, de todas formas, si se puede hablar de goce es como algo vinculado con el origen mismo de la entrada en juego del significante. De qué goza la ostra o el castor, nadie lo sabrá nunca, dado que, a falta de significante, no hay distancia entre el goce y el cuerpo. La ostra y el castor están en el mismo nivel que la planta, la cual, después de todo, tal vez también tenga uno, de goce, en este plano.”[1]

Dicho de otro modo, un sujeto no es un lirio del campo, posee un filtro, el lenguaje, que vehicula cualquier moción a la que la ciencia, aislándola del sujeto, pueda llamar instinto. Por otro lado, la escritura es letra, y como tal, está dada a la interpretación. La escritura no está apunto de decir nada, no va a cometer lapsus o errores o soñar. Pues aunque describa o relate un sueño, esto será objeto exterior, acto enajenado del devenir “aquí y ahora” del sujeto. La interpretación no tendrá nada que ver con la interpretación de la práctica psicoanalítica y estará abierta a la libre asociación de quién lea esta escritura automática (aunque sea el propio autor o autora) o quién vea ese lienzo o ese grabado o ese conjunto de manchas tan sugerentes.

Se ha tratado de ver al psicoanálisis como una hermenéutica. Así, se ha creído que la pregunta acertada a plantear es por qué el sujeto dice lo que dice en ese momento. Naturalmente esto no remite a procesos inconscientes, sino a una suerte de hermenéutica consistente en duplicar el discurso del paciente produciendo una interpretación sui generi, es decir, una impostura del analista. Esto estaría en línea con el simbolismo de Jung, pero no con Freud. En Freud no se trata de qué significa lo que alguien dice, sino a qué remite (en la palabra del paciente) lo que falla en la cadena asociativa, lo que tropieza en su decir. Y esa condensación o desplazamiento que se produce, a dónde conduce para liberar al sujeto de sus ataduras de goce.

Pero volviendo al surrealismo, el producto de esa apertura de la “libre asociación” como actividad nos deja un escrito y uno o varios sujetos ligados de manera especial a ese goce, un grupo en torno a Bretón por ejemplo. De modo que de todo ello resulta una obra más, tan interpretable como cualquier otra metáfora. Ahora bien, ir por los derroteros de la libre asociación produce recuerdos, imágenes y evoca situaciones más o menos inverosímiles o incongruentes, pero tremendamente comprometidas con la vida del sujeto. En este sentido, el surrealismo sí ofrece a la creación elementos nuevos derivados de la creación más íntima y, a veces, más inconfesable. Esa impronta subjetiva es la que apunta a la verdad en el sujeto, inmerso en la vertiente significante y sufriendo los efectos de significación que le incumben (deseos, recuerdos de la infancia, etc.), pero que no encuentran ni pueden encontrar la disolución de aquello que coagula al sujeto en su goce, y que en psicoanálisis sí encontraría en forma de “interpretación”.

“Estando, por entonces, totalmente absorbido por Freud, con cuyos métodos de examen -que tuve ocasión de practicar sobre algunos enfermos durante la guerra- que había conocido, decidí obtener de mí mismo lo que se busca obtener de ellos, es decir un monólogo de elocución lo más rápido posible, sobre el cual el espíritu crítico del sujeto no pudiera dirigir ningún juicio; que no estaría trabado por ninguna reticencia ulterior; que constituyera, en fin, lo más exactamente posible, un pensamiento hablando.»[2]

Y ese “pensamiento parlante” lo experimentó no con el más cercano y serio, Louis Aragón, sino con el más desenfadado Philippe Soupault. Mientras, una idea, tomada por Pierre Reverdy, se abría camino y se reflejaba en el texto que cita en el Manifiesto: La imagen es una creación pura del espíritu.

No puede nacer de una comparación sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas.

Cuanto más distantes y precisas sean las relaciones entre las dos realidades que se ponen en contacto, más intensa será la imagen, y tendrá más fuerza emotiva y realidad. poética…

Y según cuenta Bretón: “Ocurrió una noche que, al empezar a dormirme, percibí claramente articulada, de modo tal que resultaba imposible cambiar una palabra, pero cuidado del sonido peculiar a cualquier voz, una frase asaz singular, que me llegaba sin tener relación con los acontecimientos que, por confesión de mi conciencia, me ocupaban en ese momento. Era una frase insistente, una frase que me atrevería a decir: llamaba a la ventana. Yo la capté inmediatamente, y me disponía a pasar a otra cosa, cuando su carácter orgánico me retuvo. Realmente esa frase me desconcertaba; Desgraciadamente no la he conservado con precisión. hasta hoy; era algo así como. Hay un hombre cortado en dos por la ventana. Y no podía haber confusión, ya que iba acompañada de la débil representación visual.”[3]

Y, en una nota a pie de página, agrega “… Desde ese día me ha ocurrido a menudo concentrar voluntariamente la atención sobre análogas aparentes, y puedo asegurar que no ceden un ápice en nitidez a los fenómenos auditivos. Provisto de lápiz y papel, me sería fácil reproducir

los contornos… La prueba de lo que digo ha sido suministrada por Robert Desnos: bastará ojear el nº 36 de Feuilles Libres, que contiene varios dibujos suyos.”

El campo estaba sembrado. André Breton, Max Ernst, André Masson, Roberte Desnos, herederos del simbolismo de Rimbaud, Baudelaire y Mallarmé, alentados por el desafío y radicalidad de Lautréamont en su novela poética Los cantos de Maldoror, en la que explora la crueldad, el absurdo y lo grotesco, y fascinados por el nuevo continente abierto por Freud, las ciencias ocultas y el espiritismo, plasmaron el poder evocador de sus temáticas; los sueños, el ocultismo, “lo infinito”, los aspectos sobrenaturales de la vida cotidiana, etc. Y fue en este caldo de cultivo que se cocieron los frottages de Max Ernst, conseguidos con la técnica de calco de texturas con lápiz; las calcomanías de Oscar Domínguez, a partir de una técnica considerada por Breton como el “automatismo absoluto”, consistente en extender aguada negra sobre una hoja de papel blanco satinada, y sobre ésta otra segunda, y así sucesivamente hasta secar el papel. De modo que, al levantar cada una de las hojas, surgen imágenes sugerentes y manchas alusivas a cualquier imaginación despierta; desde un dios tronante hasta un centauro leonado en bicicleta.

También André Masson[4]interpretó con sus grabados y pinturas automáticas. “La mano -decía Masson- debe ser lo suficientemente rápida para que el pensamiento consciente no pueda intervenir y dirigir el gesto. Porque el gesto debe ser totalmente libre, sin apriorismos ni espíritu crítico alguno.”

El procedimiento de su peculiar libre asociación lo describe así Bretón:

“Cada uno prosigue simplemente su soliloquio, sin tratar de obtener un goce dialéctico particular, ni de imponerse por nada del mundo a su prójimo. La palabra no se propone, como de ordinario, desarrollar una tesis, por insignificante que sea; es desinteresada al máximo. En cuanto a la respuesta que provoca es, en principio, totalmente indiferente para el amor propio del que ha hablado. Los vocablos, las imágenes, se ofrecen sólo como trampolines al espíritu del que escucha. Así deben considerarse en Los Campos Magnéticos, primera obra surrealista, las páginas agrupadas bajo el título “Barreras”, en las que Soupault y yo mostramos esos interlocutores imparciales.”[5]Y un poco más adelante continúa:

“El análisis de los efectos misteriosos y de los placeres especiales que llega a producir no puede dejar de ocupar un lugar en este estudio.Por muchos de sus aspectos, el surrealismo se presenta como un vicio nuevo, que no parece ser atributo de exclusivo de algunos hombres, y que, como el haschisch, puede satisfacer a los consumidores más exigentes.” “No oculto -sigue Bretón- que para mí, la imagen más poderosa es la que presenta el grado más elevado de arbitrariedad.”

Y en una condensación significativa, escribe ( poema en el Manifiesto):

EL PRIMER DIARIO BLANCO

DEL AZAR

Será el rojo.

El libro Campos Magnéticos deja ejemplos de esta escritura automática como el siguiente:

A veces, el viento nos abraza con sus grandes manos frías y nos liga a los árboles recortados por el sol. Todos reímos y cantamos, pero ya nadie siente latir el corazón. La fiebre nos abandona

Las estaciones maravillosas no nos cobijan nunca más: Los luengos corredores nos asustan. Tenemos que continuar reprimiéndonos para vivir estos minutos triviales, estos siglos hechos girones.

Antaño amábamos los soles de fin de año, las estrechas llanuras sobre las que nuestra mirada fluía como los ríos impetuosos de nuestra infancia. Pero en estos bosques repoblados de animales absurdos, de plantas conocidas, sólo se encuentran reflejos.

Las ciudades que ya no queremos amar han muerto. Mirad a vuestro alrededor: sólo queda el cielo y esos enormes espacios indecisos que acabaremos detestando. Con la punta de los dedos alcanzamos aquellas tiernas estrellas que poblaban nuestros sueños. Nos dijeron que existen, allí, valles prodigiosos: cabalgatas perdidas para siempre en ese Far West aburrido como un museo. Cuando las grandes aves remontan vuelo, se elevan sin un solo grito y el cielo estriado ya no resuena con su llamada. Cruzan sobre los lagos, sobre los fértiles marjales; sus alas apartan las nubes demasiado lánguidas. Ni siquiera nos dejan sentarnos; inmediatamente suenan risotadas y estamos ligados a confesar a gritos todos nuestros pecados.


[1] LACAN, J. Seminario 17 El Reverso del psicoanálisis. Ed. Paidós. Barcelona, 1992, p. 191 7

[2] Manifiestos, p. 67

[3] Manifiestos, p. 40

[4] Manifiestos, pág. 39

[5] Manifiestos, p. 56


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