Revoluciones en la subjetividad moderna
Creo que una de las fuentes más prolíficas e innovadoras del surrealismo fue producto de la acogida de la libre asociación, técnica puesta en marcha por Freud en el comienzo más genuino del psicoanálisis. La libre asociación comenzó por la escritura, pero rápidamente se extendió a la pintura, al grabado, etc. Antes de abordar el carácter específico de la escritura automática en el surrealismo hay que aclarar algunos aspectos fundamentales.
En primer lugar, decir que la escritura no se muestra significante si no hay lectura, y para que haya lectura ha de haber sujeto. Ahora bien, el sujeto emerge siempre en el discurso, con la perspectiva y horizonte que éste ofrece. El giro que el psicoanálisis ha dado al análisis del lenguaje lo ha realizado, básicamente el psicoanalista francés Jacques Lacan. Su mayor parte del análisis se centra en explicar qué acontece y cómo debe entenderse la “libre asociación” freudiana en la que se basa el psicoanálisis y, aunque de otro modo, también la escritura automática. Para ello es clave el concepto de significante que Lacan redefine de manera radicalmente distinta de la propuesta lingüística. Y en relación a la escritura, es decir, a aquel efecto del lenguaje que puede mostrar la estructura simbólica sin imaginario, apunta tres “revoluciones” del significante que ha afectado al campo simbólico y al horizonte del sujeto: la formulación del sujeto cartesiano, la revolución copernicana y la establecida por Marx a partir del concepto del concepto de plusvalía. Naturalmente, la definitiva, la que descentra al sujeto y lo hace patente como efecto del lenguaje es la del inconsciente de Freud.
En el seminario de 1972-73, Lacan afirma: “El significante es una dimensión que fue introducida a partir de la lingüística. La lingüística, en el campo en que se produce la palabra, no va de suyo. La sustenta un discurso, el discurso científico. La lingüística introduce en la palabra una disociación gracias a la cual se funda la distinción del significante y el significado. Divide lo que sin embargo parece ir de suyo. Y es que, cuando se habla, eso significa, conlleva el significado y, aún más, hasta cierto punto, sólo encuentra su soporte en la función de significación”[1].
Así, el significante no puede separarse de aquel efecto que produce en el cuerpo que es la significación. Ahora bien, el modelo más depurado de funcionamiento, el que menos refracción imaginaria posee es el que presenta la matemática, pues en ella, al desaparecer lo imaginario da pie a la exclusión del sujeto en dicho discurso.
El modelo matemático que ingresa en la ciencia moderna, plenamente operativo como discurso formal, desligado del peso sagrado griego y de la física imaginaria medieval, se produce al mismo tiempo que el sujeto moderno. “Pienso, luego existo” es quizá la fórmula más representativa de esta nueva perspectiva para el sujeto de la modernidad. En el cogito cartesiano, tras el largo camino de la duda, el mundo y el cuerpo se desvanecen y sólo queda la certeza de ser…, existencia de un sujeto que se desliza por la cadena del pensar, por la cadena significante. La conclusión de Descartes es ese “soy” que adquiere todo el peso de la verdad. La certeza de ese “soy” es la única medida para cualquier verdad.
Ahora bien, los eslabones de esa cadena del pensar, para llegar a una verdad (certeza), deben estar engarzados por conectores lógicos y seguir un lenguaje sumamente formalizado; la matemática. Es ella la que presta sus procedimientos más depurados al modelo de verdad para, supuestamente, no caer en equívocos, confusión o polisemia. El sujeto moderno lleva así la impronta de la duda, de la sospecha, de la que sólo sale acentuando el peso en “ese algo que en mí piensa” y la certeza homóloga del encaje lógico de la fórmula. Este punto de existente formal, vacío, es el fundamento del devenir moderno. “Ser” del sujeto sin suelo, sin más centro que él mismo, ante un mundo desvanecido por la duda y enfrentado a un universo descentrado y sólo afianzado por estar escrito en caracteres matemáticos.
El Discurso del método se publicó anónimamente en Leiden (Holanda), en 1637, y era en realidad un prólogo a tres ensayos: Dióptrica, Meteoros y Geometría; agrupados bajo el título conjunto de Ensayos filosóficos. Algo más de una década antes, Galileo Galilei publicó El Saggiatore. Se trataba de una respuesta a la obra del jesuita Horacio Grassi Libra astronomica ac philosophica, firmada bajo el seudónimo Lotario Sarsi y dirigida especialmente contra Galileo. Como se ve, la rivalidad en el ámbito de las ciencias no es nueva. El caso es que Galileo usó el título de Il Saggiatore (El Ensayador) para burlarse de su rival Sarsi (Galileo sabía perfectamente que era el propio Horacio Grassi). Así, frente a la “Libra” de Libra astronomica… (“Libra” designaba una balanza romana muy poco precisa) de Grassi, Galileo opuso su “saggiatore” que era la balanza de precisión de los joyeros.
Un chiste, en el campo del prestigio, del narcisismo, consistente en una sustitución que no produce como metáfora un nuevo sentido, sino una cierta convulsión: la risa. Más allá de esto, fue precisamente en este libro donde Galileo expuso por vez primera las bases del método científico; ese que se usa hoy combinando observación, deducción matemática y experimentación. Y fue en esa obra donde lanzó una afirmación que, junto a la concepción del sujeto en Descartes, marcó el inicio de la modernidad: el universo está escrito en caracteres matemáticos. Desde entonces podemos contar con un sujeto que se desliza por el pensamiento, por el significante, y un discurso del que se pretende que ande solo, para anular lo más posible la mediación subjetiva. La ciencia pide objetividad, no quiere sujeto ni subjetividad. El sujeto es obstáculo y fuente de error.
En una aproximación al descentramiento, Lacan afirma: “… si en alguna parte hubo revolución no fue ciertamente con Copérnico. Desde hacía tiempo se había propuesto la hipótesis de que tal vez podía ser el sol en centro en torno al cual las cosas giraban. Pero ¿qué importa? Lo
que importaba a los matemáticos era, seguramente, el punto de partida de lo que gira. (…) La revolución copernicana no es para nada una revolución. Si en un discurso, que no es más que analógico, se supone que el centro de una esfera constituye el punto dominante, el hecho de cambiar ese punto dominante, de hacer que lo ocupe la tierra o el sol, no tiene en sí nada que subvierta lo que el significante centro conserva de suyo. El hombre -lo que se designa con este término, que no es más que lo que hace significar– lejos de conmoverse con el descubrimiento de que la tierra no está en el centro, la sustituyó muy bien por el sol. (…) Lo que permanece en el centro es esa vieja rutina según la cual el significado conserva siempre, a fin de cuentas, el mismo sentido. Este sentido se lo da el sentimiento que tiene cada quién de formar parte de su mundo, es decir, de su pequeña familia y de todo lo que gira alrededor. ” Y continúa: “En cualquier parte adonde lo lleven, el significado encuentra su centro.”[2]2
Entonces, nos dice que si hubo revolución fue la de Kepler al descentrar el giro en elipse y crear un foco vacío. Desde ese trazo elíptico, hecho efectivo más tarde por Newton con la fórmula de la gravedad F=g mm’/d2., los cuerpos ya no giran, sino caen. Esa nueva matriz del sentido es importante, pues el significado, en todos nosotros, sigue girando como aquellas esferas aristotélicas que siempre vuelven al mismo lugar para quién abarca desde su mirada el “mundo”, las “cosas” o los “semejantes”.
Desde la física de Newton, la matriz del “caer” no ha extendido su significación ni como giro excéntrico (cómo sí ha sucedido en la forma de abordar el lenguaje en psicoanálisis) ni como pérdida absoluta de rumbo, tal como aparece en el navegar actual de los astros -según el discurso científico-, incluido el astro rey. También intuímos que las reglas de juego en las naciones, y tal vez los nuevos “nómadas digitales” cursen errantes, si bien éstos últimos parecen portar consigo su pequeño mundo aún.
Sea como sea, la ciencia moderna conlleva una paradoja: por un lado se produce una afirmación del yo (como centro de la significación y acción sobre los contenidos de cualquier enunciado), puesto que todo ha sido suspendido salvo su existencia pensante; y por otro, se trata de eyectar al sujeto del discurso del único discurso verdadero que, desde la reducción de la materia a extensión (espacio-tiempo matematizables), es el de la ciencia. El ideal de la ciencia es el de una escritura automática sin sujeto.
El peso y la centralidad del yo (je) se hizo sentir históricamente también en el arte como -igual y posteriormente- se hizo sentir la ausencia de lo imaginario y del sujeto. La centralidad como foco no sólo surge con la aparición de la autoría y la firma propia. La imagen de Velazquez plasmada en Las meninas, que sirve de punto de arranque al estudio de Foucault Las palabras y las cosas, es una muestra de ese nuevo peso del sujeto en la cadena. Un sujeto, cuyo cuerpo queda sometido de otro modo a los derroteros del significante; la originalidad, la generación de estilo, la ruptura con las tendencias dominantes -desde la óptica y técnica propias- entran en una lógica de rivalidad entre “centros” (individuos o grupos) que acelera los cambios en las técnicas, en los soportes, en la imaginería y altera los límites considerados para la práctica artística.
Y en esta carrera, las vanguardias de finales del XIX y principios del XX rompen el marco de la escritura, de la pintura, de la escultura, de la arquitectura, etc., para abrirse a la fragmentación y la mezcla; a una promiscuidad tentadora, creativa, provocadora y aventurada que rompe todo marco y todo límite. Y si nos detenemos en el surrealismo, observamos que su principal promotor, André Bretón, no sólo desea trastocar el marco que se presenta en el arte (las sendas trilladas), quiere además hacer del arte una vida plena, una vida auténtica. Podemos decir que su afán se orienta a la búsqueda del objeto perdido, de la utopía estético-política.
Pero, aparte del sujeto moderno, el discurso ya ha añadido otro sentido a la significación “hombre”, si bien apenas añade algo a qué es una mujer. El siglo XIX introduce otra revolución en ese significante -empujada por la lucha obrera- que cambiará ante todo el horizonte del deseo. Marx instaura una nueva forma de percibir, de desear y de significar la sociedad y el hombre encajado en ella. Para esto es clave el concepto de plusvalía, pues no sólo es un reorganizador del discurso económico, es un divisor de la sociedad en clases, en clases antagónicas. Y si el sujeto formal cartesiano y la ciencia a-subjetiva inciden en el surrealismo, la utopía marxista, aunque matizada, tampoco le es ajena.
Cuando Bretón se enfrenta a las acusaciones de L’Humanité, el órgano del PCF y periódico más influyente del comunismo francés, lo hace con la oposición de gran parte de los miembros del grupo surrealista (Aragon, Neville, Eluard, etc.). Y lo hace cuestionando el estalinismo y afirmando que no es viable una revolución del mundo sin la transformación a priori de la pobreza mental. Las causas de la miseria, respondía en Légitime défense (1926), no eran sólo exógenas: no se erradican con salarios. La riqueza mental individual cuenta. El propio Breton navegó en el marxismo a través de la lectura del Lenin de Trotsky cuando éste último ya era el teórico de la negación de toda burocracia. En este proceso, “pueblo” “verdad” y “arte” se funden en “revolución”, aunque ésta, en tanto significante ligado a una temporalidad más política que ética o estética, acaba borrando sus límites e imponiendo una totalidad, la social, como centro de significación.
[1] LACAN, J. Seminario 20,Aún. Ed. Paidós. Barcelona, 1981, p.40.
[2] Seminario 20, Aún, p. 55