A puerta cerrada

Sergio Hinojosa

Muertes desiguales

Tras la remodelación de 1957 y el Plan de Estabilización, el gobierno franquista abrió las puertas de par en par al desarrollismo, y el régimen quedó tocado en sus intereses y estilo originarios. Las esperanzas de sus miembros profalangistas cayeron al pozo con el ascenso del tecnócrata López Rodó. Entonces no había cambio climático y el frío no disuadía fácilmente al generalísimo. Así pues, como tantos otros años, ese invierno de 1961 también salió a cazar. Naturalmente su certera puntería se ponía en práctica con las piezas que le ponían sus monteros a tiro. Pero la suerte esta vez le jugó una mala pasada y el cañón izquierdo de una escopeta estalló y alcanzó su brazo en los bosques del Pardo. La agencia Cifra emitió una escueta nota informativa: “su excelencia el jefe del Estado sufría leves heridas en la mano izquierda de las que había sido curado en el hospital Central del Aire”. El cañón, reventado por accidente, había causado a Franco “fractura abierta del segundo metacarpiano y del dedo índice de la mano izquierda” y, en el Pardo, otra herida más profunda a la dictadura: el generalísimo era vulnerable, podía morir. Incluso pudo haber sido un atentado… En fin, una multitud de cábalas sobre el supuesto atentado y los posibles sucesores.

La incertidumbre se cerró  con un nombre, el del almirante Luis Carrero Blanco. Era el hombre de confianza de Franco, el previsto sucesor y, también, la carta marcada por los tecnócratas del Opus Dei. Pero el delfín nunca llegó a detentar el poder. Doce años después, un atentado de ETA acabó con el sueño de esta reposición del régimen.

Por otra parte, los pactos firmados con EEUU y con el Vaticano, que hasta entonces habían permitido al régimen atribuirse éxitos internacionales, se vieron en entredicho a raíz de una serie de avatares en la política internacional. La Iglesia había jugado, con su proverbial habilidad política, un papel clave en la legitimación internacional del régimen. Y también salía ilesa de la II Guerra Mundial pese a haber defendido los fascismos y la política del Eje.

La jerarquía eclesiástica, Pío XII a la cabeza, se distinguió ante la barbarie nazi por su ambigüedad, cuando no por su directa complicidad. Y desde luego, mostró simpatía y espíritu de colaboración con el régimen del general Franco. Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, que era como realmente se llamaba el papa, escribió a Franco tras la “Victoria”:

“Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones, que tan grande le hicieron. Con esos sentimientos efusivamente enviamos a V. E. y a todo el noble pueblo español, nuestra apostólica bendición.” PÍO PAPA XII

Y antes de que Hitler perpetrara el genocidio, ya se había declarado abiertamente antisemita y comprendía las soflamas del Generalísimo contra el contubernio judeomasón. La Iglesia comprendía lo que muchos europeos y españoles no podían entender: cómo se santificaba a la barbarie.

Pero desde el Concilio Vaticano II, y más concretamente desde que en 1961, apareciera la encíclica de Juan XXIII  Mater Magistra –en la que se reclamaban salarios justos para los trabajadores de la industria y la agricultura-, el desprestigio del régimen se había hecho manifiesto. Un párrafo de esta encíclica reza literalmente:

“Y Nuestro afectuoso pensamiento y Nuestro paterno estímulo van hacia las asociaciones profesionales y los movimientos sindicales de inspiración cristiana, cuya presencia y actuación se extiende a diversos continentes, y que en medio de muchas y a veces graves dificultades, han sabido trabajar, y continúan trabajando, por la eficaz salvaguardia de los intereses de las clases obreras y por su elevación material y moral, tanto en el ámbito de cada una de las comunidades políticas como en el plano mundial.”[8]

Otro varapalo vino a sacudir el maltrecho prestigio internacional. Ese año de 1962 el Mercado Común Europeo cerró sus puertas a España. Los intentos de acercamiento de España al M.C.E., promovidos por el entonces embajador en París José María de Areilza, se vieron frustrados por la actitud sectaria y ofensiva del régimen contra la democracia y el liberalismo. Europa quería a través de la oposición integrar a España, pero el gobierno franquista no estaba dispuesto a ceder a los requisitos democráticos y aceptar el cumplimiento de los derechos humanos.

Ese año de 1962 fue, pues, un año de puesta a prueba para las instituciones del franquismo. En junio se celebró el IV Congreso del Movimiento Europeo. Se invitó a que participaran en él a un nutrido grupo de personalidades de la oposición española. La mirada europea enfocó entonces a nuestro país. Entre los asistentes invitados había monárquicos, católicos y falangistas arrepentidos del interior, sentados cara a cara con socialistas, nacionalistas vascos y catalanes, algunos de ellos en el exilio. Sin embargo, no fueron invitados los comunistas. Se excluyó, por acuerdo tácito, a quienes más pujaban desde la izquierda y más resonancia tenían en el mundo del trabajo. Quizá porque, en aquellos momentos, el gobierno estaba acosado por el auge del movimiento obrero. Las huelgas de ese año de la minería de Asturias y de la siderurgia del País Vasco lo habían puesto en jaque. Un dirigente comunista de primer nivel, Nicolás Sartorius, lo resumiría así:

“Si el 56 fue el primer golpe contra el SEU, el 62 fue el de la primera gran sacudida contra el entramado sindical del régimen, y la irrupción del nuevo movimiento obrero que luego se transformó en Comisiones Obreras como poder fáctico de la oposición”.

Gil Robles extraía también sus conclusiones “la propuesta de Múnich, por el contrario, pretendía abrir a España la puerta que estaba cerrada…incluso permitía que la evolución fuese iniciada por el régimen actual, entrando, desde luego, en el Mercado Común … La verdad es que el actual Gobierno español no quiere evolucionar, ni mucho ni poco. Sabe que así no puede entrar en Europa, como antaño no pudo conseguir la ayuda del Plan Marshall”

Sobre ese fondo, la reunión de Munich no pudo más que encender todas las alarmas y provocar una represión masiva para mantener a raya la famosa e imaginaria confabulación judeo masónica. De hecho, cuando Franco se enteró del encuentro, reunió inmediatamente al Consejo de Ministros y adoptó la primera medida: suspender las garantías (simbólicas) del Fuero de los Españoles, para perseguir a los supuestos conspiradores.

Ese era el background sobre el que se perfilaron las sombras más siniestras de la represión. La masiva y negativa reacción de la prensa internacional ante la postura de Franco frente al “contubernio de Munich”, precipitó la destitución del ministro de Información Gabriel Arias Salgado y su sustitución por Manuel Fraga Iribarne: un balón de oxígeno y de juventud para el régimen -como dirá Preston- y un pilar básico para la no tan lejana Alianza Popular.

Esta designación, junto con el ascenso de López Rodó -funcionales a la subsistencia del dictador en el poder- lejos de liberalizar, desató “una doble política de brutal represión combinada con mayor esfuerzo de desarrollo.”[9]

Para colmo, en diciembre de 1962, la Comisión Internacional de Juristas hizo público un informe en el que subrayaba la amplitud y dureza de la jurisdicción militar en España. El escándalo que produjo este informe en Europa fue mayúsculo.

En el centro de esa militarización de lo jurídico y de esa penalización de la actividad política disidente se encontraba un órgano creado ex profeso para ello: el Juzgado Especial de Actividades Extremistas, a manos del coronel Enrique Eymar, instructor de excesivo celo y con competencia para este tipo de casos a nivel nacional.

Fue este juez de nefanda memoria, quien instruyó la causa de Grimau[10], y Fraga, el conversor de Alianza popular en PP, quien movilizó todo el aparato propagandístico de Información y Turismo para contrarrestar los efectos del Informe de la Comisión y neutralizar, de este modo, la imagen que tanto daño hizo al régimen. En palabras del entonces ministro, este informe -en el que se afirmaba que España no era aún un Estado de Derecho- era tan sólo “un petardo más”.

Grimau –afirma Preston- fue sólo uno de los más de cien miembros de la oposición juzgados por consejo de guerra durante los primeros meses de 1963”[11]. Pero un miembro muy importante y significativo para la izquierda y también para el régimen. Finalizando ese año fatídico para el franquismo, en noviembre de 1962, detuvieron a Grimau cuando subía a un autobús en la plaza madrileña Manuel Becerra (hoy Plaza de Roma).

Las voces contra el régimen se multiplicaron y se movilizaron sectores antes callados. Pero el gobierno ni podía ni quería encontrar fórmulas para la renovación. Su lógica imponía, simplemente, aplastar a la disidencia. Por otra parte, desde la oposición, el deseo crecía paralelo a la inquietud. El malestar transmitía a todo argumento el sello de un particular cierre lógico: toda contradicción abierta en la oscuridad del régimen era luz y debía significar el advenimiento de un mundo nuevo. Y, como tal deseo, se afirmaba como dignidad y apertura de un nuevo horizonte… para la libertad. A la luz de esa esperanza, toda comprensión y todo análisis de “los hechos” parecían exigir un futuro inmediato mejor.

Al mismo tiempo y de manera inevitable, esta ilusión dividía el campo de visión en dos regiones antagónicas: la de los progresistas que avanzaban hacia ese cierre lógico y luminoso, y la de las fuerzas reaccionarias, que trataban de ennegrecer y suprimir activamente dicho horizonte. Pero la disyuntiva no encerraba dos términos equivalentes. Aun desde la perspectiva que ofrece el tiempo pasado, no se puede conceder una simetría a las fuerzas reflejadas por la luz de aquel contraste. La fuerza responsable de los actos de violencia y represión no era de la misma naturaleza, que la contraria dotada sólo de ilusión y fragilidad ante esa violencia.

La mano de hierro del régimen -y esto no es una simple metáfora- atenazaba la cotidianeidad de los ciudadanos indefensos. Ni el tiempo ni la reconciliación pueden borrar esa verdad. La realidad, para todos los que habitábamos este país, se encargaba de presentarnos, día tras día, aquel malestar particular. Fuera cual fuera el espacio, familiar, laboral o el que fuera, siempre aparecía como espacio cercado, fronterizo e infranqueable a la vez. Y, en su cruce con el transcurrir abstracto del tiempo, asomaba implacable la agonía más tangible y oscura.

Cuando el ver se liberaba y nuestros ojos miraban abiertamente al horizonte, los temibles detalles acudían para dejar la impresión de un país lleno de silencio con palabras hundidas o ahogadas. Aquí o allá, la mirada encontraba el signo cifrado de edificios monstruosos, o el oído la voz quebrada ante la presencia sospechosa de soplones imaginados o de somatenes reales. Incluso en el interior sosegado e íntimo de las salas de arte y ensayo, en el Cine Príncipe o en el Cine Alhambra, o en aquel Cine Club Universitario que servía de tertulia, los ojos se cegaban por el censor lujurioso. Afuera, en la calle, los edificios de los barrios oscurecidos por comisarías ofrecían un panorama de hacinamiento, de remolinos de gente queriendo estar alegre, pero conteniendo su ánimo para que sus palabras descuidadas no costaran caro. Cuando las sirenas sonaban, los vecinos batían sus puertas y ventanas mirando por las rendijas. A veces, el sonido seco de una carga policial las hacía cerrar de golpe, y el gesto del barrio se quedaba helado por el miedo o la rabia. El régimen resistía los embates internacionales y del movimiento obrero, y el pensamiento movía inquieto las viejas ideas para cristalizar rápidamente en nuevas y firmes creencias. Credo que nos hacía volar hacia lo más alto, en busca de una vida más digna. Nada del presente se ofrecía a la expansión confiada. Solo había tranquilidad y disfrute para los paquidermos de gruesa capa. Con su mirada insulsa se alojaban en las costumbres del franquismo: cazaban montaraces… o de otra índole, pescaban presas incautas que exhibían sin pudor. Su vida ociosa, sin el rigor de la puesta al día, se diluía en el caldo de las misas y los paseos dominicales. Desde hacía muy poco, también había quienes, menos atávicos, soñaban con “veranear”. Esa novedad bizarra del mercado, llena de objetos coloridos y esperanzas inmediatas, venía de la mano del turismo y prestaba cierto desenfado a lo más tétrico. El mar ya no evocaba la muerte ni el exilio, tampoco los fardos del estraperlo. Se abría ancho a un horizonte soleado de olas brillantes, y sus playas se iban poblando, muy poco a poco, de sombrillas multicolores y bañadores atrevidos. Por lo demás, la infancia –yo la habitaba entonces-, feliz por necesidad, hacía de todo aquello un cuento. Esa era su ventaja.


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