A puerta cerrada: de los horrores y torturas al letargo veraniego.
En los veinte años consagrados a reflexionar sobre cuánto me sucedió creo haber comprendido que todo perdón y olvido forzados mediante presión social son inmorales (…) La capacidad de resistencia moral incluye la protesta, la rebelión contra lo real, que es razonable sólo mientras sea moral.
(Jean Amery, Más allá de la culpa y la expiación)
“Si fractus illabatur orbis, Impavidum ferient ruinae”[1]
Mientras España en los años 70 del siglo pasado iba ganando día a día terreno a la esperanza, en las salas oscuras de las comisarías, el curso de las horas seguía pesando como plomo en quienes, desgarrados, esperaban los golpes del siguiente interrogatorio. Los muros exteriores simulaban edificios cuando, en realidad, eran cajas mortuorias repletas de siniestros deseos y abominables actos. En esos espacios tenebrosos, el cuerpo atrapado se hacía más real y buscaba fuerzas en el conjuro del compromiso político para resistir. La sangre de los otros y la propia, se agolpaba latiendo violentamente en el cerebro.