Gritos y susurros
Los últimos años de la dictadura franquista no estuvieron exentos de dolor. A finales de la década de los sesenta y principios de los setenta comenzó a manifestarse abiertamente la oposición al régimen del General Franco. Muchos españoles, deseosos de un cambio de rumbo en sus vidas, salieron a la calle para exigir libertad. Gente de todas las edades y clases sociales e ideologías distintas se manifestaron en contra de la dictadura. Los gestos contenidos y los susurros dieron paso a un lenguaje abierto y franco, que prestó nuevas expresiones y términos al deseo del cambio social. La Europa económica avanzaba, y las inversiones fluían y poblaban la costa mediterránea con nuevas y desenfadadas formas de consumo.
Las aspiraciones democráticas tuvieron la virtud de transmutar la miseria y el dolor en un deseo de libertad y consumo. Y este deseo, tornasolado y confluyente, circuló por plazas y calles, por cafeterías y lugares de trabajo, por universidades y mesas de camilla, en el mismo lenguaje que rápidamente lo iba transformando. Democracia o dictadura, revolución o reforma, ruptura o transición democrática, eran alternativas en los variopintos discursos. Y aunque diferentes en su trazado y finalidad, poco a poco, vinieron a confluir en una exigencia de derrotar a la dictadura. La voz de unos pocos sensibilizó a la mayoría. Y gracias a esas voluntades tenaces, cada vez con más frecuencia, los partidos políticos de izquierda -entonces en la clandestinidad- se manifestaron abiertamente arrastrando tras de sí a multitud de seguidores. Trabajadores asalariados, estudiantes y comerciantes se fundían, para alimentar ese común anhelo. Para la mayoría de los españoles con la nueva década de los 70 nacía la Esperanza con mayúscula.
Pero la fuerza de los ideales no bastaba para despejar tanta incertidumbre, porque únicamente resaltaba las contradicciones y las hacía más visibles. En el extremo, algunos exaltados imaginaban la utopía, otros, más prudentes, perseguían una libertad más prosaica y ceñida a la práctica política del día a día, orientada a democratizar las instituciones. Así, los partidos, las asociaciones vecinales y todo tipo de organizaciones, más o menos clandestinas, iban emergiendo a la luz y sumando perspectivas con una amplitud de miras que no olvidaba las libertades individuales.
En todo este movimiento había un elemento común que se reflejaba en el arte, la música, el teatro, el cine o en cualquier otra forma de expresión: el deseo de construir una nueva sociedad. A través del incipiente arte Pop se difundían imágenes del Che Guevara, de Mao o Lenin, usando para ello las técnicas industriales y añadiendo una pasión sin demasiados matices. Mientras, las vanguardias (como Equipo Crónica, Eduardo Arroyo, Luís Gordillo o Juan Genovés) desarrollaban nuevas perspectivas y reflexiones para la protesta pictórica. La literatura se debatía entre la aceptación del compromiso político y su propia especificidad. Aparecían nuevas obras como Tiempo de silencio de Martín Santos, Las ratas de Delibes o Tormenta de verano de García Hortelano, abriendo nuevas vías a la sensibilidad y mezclándose en las desnutridas estanterías con los irrespirables volúmenes de Gironella. Al hilo del compromiso también se rescataron otras obras de la década anterior como Nada de Carmen Laforet o El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio.
Las reuniones clandestinas, las lecturas prohibidas, las canciones revolucionarias, los comentarios sobre la guerra o sobre lo acontecido en tal o cual huelga, formaban parte de las conversaciones a media voz. La apertura a una nueva conciencia política de la clase media española llegaba fulgurante desde los silencios rotos. La vida cotidiana, ensombrecida por el tedio, dejaba traslucir los destellos de una esperanza que traducía el amplio murmullo subterráneo y cuya fuerza, cada vez con más frecuencia, estallaba en manifestación pública.
Pero mientras España iba ganando día a día terreno a la esperanza, en las salas oscuras de las comisarías, el curso de las horas seguía pesando como plomo en quienes, desgarrados, esperaban los golpes del siguiente interrogatorio. Los muros exteriores simulaban edificios cuando, en realidad, eran cajas mortuorias repletas de siniestros deseos y abominables actos. En esos espacios tenebrosos, el cuerpo atrapado se hacía más real y buscaba fuerzas en el conjuro del compromiso político para resistir. La sangre de los otros y la propia, se agolpaba latiendo violentamente en el cerebro.
A comienzos de la década de los sesenta, todavía las comisarías no dejaban ver sus características arquitectónicas al viandante, simplemente lo disuadían para dar un rodeo y evitar la mirada torva de algún guardia. La sede del terrible Roberto Conesa y de su mano derecha Antonio González Pacheco (Billy el Niño) mantenía también sus paredes sórdidas y mudas. A ellas sólo se acercaban los adictos al régimen, o aquellos otros que tenían la desgracia de caer en sus manos. Tras la “Victoria”, un miembro de la Gestapo y de las SS, Paul Winzer, les había adiestrado meticulosamente en su ominosa dedicación. Billy el Niño era por entonces demasiado joven, pero pronto se entusiasmó y aprendió a la perfección ese arte. Tanto, que llegó a superar en soltura a su propio maestro Conesa.
Muchos años más tarde, en 2013, una jueza argentina, María Servini, juzgó a González Pacheco y cursó orden de búsqueda y captura contra él bajo la acusación del delito de tortura. Las torturas fueron perpetradas por el comisario contra trece personas entre 1971 y 1975. La reacción del gobierno y de la Audiencia Nacional española fue decepcionante. Un año más tarde, en abril de 2014 esta audiencia rechazó la extradición de González Pacheco alegando que los delitos de torturas cometidos, ya estaban “ampliamente prescritos”. Una revista jurídica argentina amplía esta información:
La Fiscalía de la Audiencia Nacional de España se opuso hoy a la extradición del ex inspector Antonio González Pacheco, alias «Billy el Niño», reclamado por la Justicia argentina por delitos de torturas cometidos durante la dictadura franquista.
En el marco de la misma causa, la Justicia española debe resolver también la extradición del ex guardia civil Jesús Muñecas Aguilar, imputado por hechos similares, pero el Ministerio Público aún no se pronunció, si bien se prevé que lo hará en el mismo sentido.
El Ministerio Público español ya se había expresado en contra de la extradición de ambos ex agentes de seguridad españoles, a los que la jueza argentina María Servini de Cubria imputó en septiembre de 2013, en una decisión histórica a raíz de la querella presentada en Argentina por familiares y víctimas de la guerra civil (1936-1939) y la dictadura franquista (1939-1975).
Esta vez, por medio de un escrito, el Fiscal Pedro Martínez Torrijos argumentó que los delitos que se le imputan a «Billy el Niño» tienen «un plazo de prescripción de 10 años», según el Código Penal de 1973, lapso que «se habría superado con creces», ya que los hechos investigados ocurrieron entre 1968 y 1975.
El Procurador analiza también la prescripción de los delitos y asegura que aunque España firmó tratados internacionales que reconocen la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, como es el caso de las torturas, éstos acuerdos entraron en vigor en 1999 y, por lo tanto, no pueden aplicarse de forma retroactiva.
Asimismo, Martinez Torrijos señaló que en estos casos la Justicia española es la jurisdicción de «preferencia» frente a la argentina, porque se trata de «hechos cometidos en territorio español, por ciudadanos españoles y con víctimas españolas».
El pasado 5 de diciembre, el juez de Instrucción Pablo Ruz tomó declaración a Gonzlez Pacheco y a Muñecas Aguilar, y ordenó que se les retirara el pasaporte y prohibiera salir del país. También los obligó a comparecer semanalmente en el juzgado más cercano a su domicilio.
La juez argentina imputó a Billy El Niño, de 67 años, por torturas contra 13 víctimas, que aún recuerdan su brutalidad durante las detenciones que tuvieron lugar entre 1971 y 1975.[2]
Por aquellos años, quienes eran testigos de una detención solían avisar rápidamente a la familia del detenido o de la detenida, para limpiar su casa de “papeles comprometidos” y evitar así una represión más severa. La noticia corría entonces de boca en boca, hasta que la prensa clandestina relataba la caída. Aquí o allá, se trazaban planes y urdían estrategias para liberar a los detenidos. Las manifestaciones, los panfletos, las asambleas, encontraban su cauce en los puestos de trabajo o en la universidad, y arrancaban gritos de libertad para los detenidos. Mientras, en la radio del coche –quien lo tenía- o en la vieja radio de la casa, a eso de las diez de la noche, muchos españoles tratábamos de sintonizar Radio Pirenaica. Los oyentes solíamos creer que esta emisora libre se hallaba en algún lugar del Pirineo y no, como sucedía en realidad, en un viejo edificio oficial de Bucarest.
