W.G. Sebald, destrucción y melancolía

Victoriano Alcantud

Melancolía y trabajo de la memoria

Todos estos procedimientos se ordenan siempre con un mismo fin: realizar un trabajo de memoria, traer a la superficie lo que quedó oculto, borrado. Para ello contribuyen todo tipo de materiales: hoteles abandonados, ciudades en decadencia, objetos en desuso, parajes idílicos devastados. A veces la memoria se impone por ella misma: “Sin embargo, cada vez me doy más cuenta de que ciertas cosas tienen como un don de regresar, inesperada e insospechadamente, a menudo tras un larguísimo periodo de ausencia” (“Dr Henry Selwyn”, Los emigrados). Otras es un trabajo de duelo consciente, como cuando hace hablar a Chateaubriand que lamenta la pérdida de su amor de juventud: “En mi fuero interno quedaba irremisiblemente la duda de si, escribiendo, no habría traicionado y perdido otra vez, y ésta de forma decisiva, a Charlotte Ives. También es cierto que no soy capaz de preservarme de mis recuerdos, que con tanta asiduidad y de improviso me subyugan, si no es escribiendo. Si permanecieran aprisionados en mi memoria, con el paso del tiempo se tornarían más y más pesados, de modo que yo acabaría por desmoronarme bajo su carga en constante aumento. Durante meses y años los recuerdos reposan adormecidos en nuestro interior y siguen proliferando en silencio hasta que son evocados por una fruslería cualquiera, y de una forma extraña nos ciegan para toda la vida” (Los anillos de Saturno).

En cualquier caso la memoria siempre es concreta, es la memoria de alguien. Y ese alguien coincide la mayoría de las veces en Sebald con un tipo muy especial de “sujeto histórico”: aquellos que sufrieron un perjuicio, que fueron víctimas de una injusticia y a los que nunca se les dio la palabra para poder defenderse. En ese sentido el trabajo de Sebald está muy cerca del de Benjamin: darle voz a los que no la tuvieron, reparar así en lo posible una injusticia, volver sobre esos derrotados en la historia que claman que se les reconozca no solo su dignidad, sino su razón. Según cuenta Sebald el punto de partida de Los emigrados fue una llamada telefónica de su madre comunicándole el suicidio de su antiguo maestro al que Sebald tenía un especial aprecio. “Vi entonces, dice Sebald, dibujarse una especie de constelación a propósito de la manera en la que se puede sobrevivir durante un cierto tiempo  a una injusticia que nos fue infligida, hasta que llega un momento, muy alejado, en la que termina por engullirnos”. A partir de esta noticia Sebald reconstruye lo que fue la vida de este maestro excepcional quien, por tener “un cuarto de judío”, fue expulsado de la enseñanza. Intenta explicarse por qué volvió después de la guerra al mismo pueblo a ejercerla y por qué, tras jubilarse, la existencia se le volvió intolerable y sucumbió.

Este tipo de caso de la memoria del superviviente obsesiona a Sebald que lo trata en varios ejemplos como si cada vez intentara arrojar una luz nueva sobre lo sucedido. Porque esta experiencia de anamnesis no tiene nada de simple ni de potencialmente liberadora. La recuperación de la memoria es a veces una auténtica experiencia abismal. Es el caso de Austerlitz, cuando en sus noches de insomnio se dedica a recorrer Londres y vuelve una y otra vez sin saber por qué a la Liverpool Street Station hasta que una noche, siguiendo a un empleado, se adentra en la zona abandonada de la Ladies waiting room y ahí, de pronto, como en una alucinación, se ve, con cuatro años y medio, llegando con otros niños a la misma estación para ser recibido por el pastor anglicano y su mujer que serán a partir de entonces sus padres adoptivos. El recuerdo enterrado surge como una revelación que aboca al sujeto a la angustia radical. Es tal vez por eso que algunos de sus personajes buscan acabar con toda capacidad de reflexión y de memoria pues en un momento empiezan a darse cuenta de que con la edad tardía los recuerdos toman a veces un peso específico difícil de gestionar y pueden arrastrarles hacia el abismo. Es el caso del relato de Los emigrados “Ambros Adelwarth”, quien, atormentado por los recuerdos, decidió pasar voluntariamente sus últimos años de vida en una clínica en la que le administraron una serie de electrochoques que lo anularon por completo como persona.

Como Benjamin, Sebald asume pues el proyecto de una historia de los vencidos consustancial con una crítica de la idea de progreso en tanto que mito de una humanidad autónoma de su condición natural que produce sus propias condiciones de existencia; mito que es además una manera de negar la destrucción y su manifestación irracional en la repetición. Para Benjamin una historia natural de la destrucción sería un relato que iría de calamidad en calamidad o que progresa por retornos de lo reprimido. El trabajo del historiador consistiría en reconstruir una cronología integrando el traumatismo como dato del actuar histórico con el fin de hacer historia desde esta aprehensión del tiempo. Lo que no está muy alejado de la tesis de Adorno: “En el pensamiento radical de la historia como historia de la naturaleza todo lo que existe es transformado en ruinas y fragmentos, en un calvario tal que solo se explica por la superposición dialéctica de la naturaleza y la historia”. La ruina se vuelve la alegoría por excelencia de la historia humana, en monumento que perdió toda significación. La historia natural según Benjamin designa la incesante repetición de los ciclos de emergencia y descomposición de los órdenes humanos de la significación, ciclos conectados con la violencia. La destrucción es el factor que transforma la historia en naturaleza. Constatación que acaba con la significación simbólica de los acontecimientos pero que abre el camino al desciframiento de los indicios dispersos. Es entonces cuando, para hacer aparecer la supervivencia del sentido, hay que proceder al montaje de fragmentos.

Descentrar la mirada de la historia sobre las vidas anónimas y excéntricas, o atacar de frente los tópicos de la historia de los vencedores es un proyecto común a Sebald y Benjamin. Pero a pesar de esta proximidad hay una diferencia fundamental entre ambos: en Sebald el horizonte mesiánico desaparece y con él el de una posible emancipación colectiva. Pareciera como si, contrariamente a Benjamin que articulaba catástrofe y nueva práctica de la historia, la melancolía pesimista del narrador de Sebald procediera de un sentimiento de impotencia ante el desastre. No solo el presente no pone un término a los procesos catastróficos, sino que el sufrimiento progresa bajo la ley del capital y su violencia. No solo, como dice uno de sus personajes mirando hacia atrás, “veía cómo la historia no se compone más  que de desgracias y tribulaciones que se precipitan sobre nosotros como una ola tras otra se precipita sobre la orilla del mar, de forma que, a lo largo de todos los días de nuestra vida en la tierra, decía, no experimentamos un solo instante  que verdaderamente esté libre de temor”, sino que “siempre que uno se imagina el futuro más hermoso está ya encaminado a la siguiente catástrofe” (Los anillos de Saturno).  La posibilidad de la política se aleja de la perspectiva histórica en provecho de una lógica del modelo de la historia natural en el que todas las civilizaciones están abocadas a la destrucción. Dicho esto, hay que señalar que, en ruptura con el modelo de la historia natural, el carácter contingente del desastre y su dimensión política son también evocados. En las proyecciones apocalípticas que acompañan “esta época cargada de amenazas” la fragilidad de las obras humanas se ve a veces reemplazada por la responsabilidad colectiva de los hombres en la edificación del infortunio. Este apocalipsis no tiene nada de una necesidad natural, es el término de un proceso de desarrollo del capitalismo. Si quisiéramos encontrar una crítica radical del capitalismo en Sebald habría que buscarla del lado de la concepción del tiempo, pues, como dice Austerlitz, de entre todos los inventos del capitalismo el más artificial es el del tiempo. No es extraño pues que una forma de escapar a su imperio sea la de esos personajes que se sitúan fuera del tiempo, que acumulan objetos anodinos, que son improductivos, exentos de necesidades, excéntricos y felices, que se dedican a actividades sin sentido como aquel que construye una maqueta del templo de Jerusalén, “un bricolaje a la vez absurdo e inútil”. Formas melancólicas de una utopía en miniatura. Si Sebald evita la melancolía reaccionaria es, en parte, porque preserva una escapatoria que es la de los individuos que resisten al tiempo. Ningún paraíso por venir sino lugares que resisten al tiempo del capital. Si la melancolía que surge del espectáculo repetido de las catástrofes invalida los marcos tradicionales de la acción revolucionaria o de la utopía, es al mismo tiempo el instrumento político esencial que se opone al imperio del tiempo y a las leyes del mercado que rigen la modernidad.

No obstante, la melancolía del individuo Sebald no escapa a una frágil Heimat idealizada, a pesar de la imposibilidad de una reconciliación con la historia y con el país de su infancia, y a pesar del desprecio que sentía por la lengua que allí se había impuesto. Es así que, apareciendo como una tenue luz en el giro de una frase o en el borde de un comentario, algo como un lugar idílico (los paisajes nevados de su infancia, la relación con su abuelo y a través de él con una lengua alemana del siglo XIX de antes del desastre), podría indicarnos lo que de paraíso perdido en donde agarrase puede subsistir a pesar de todo.


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