La construcción íntima de una forma
Es evidente que este nudo temático en torno al poder de destrucción y a la ausencia de memoria, capaz de dar cuenta de los hechos para así contribuir a impedir su repetición y matriz de la obra de Sebald, va conformándose de alguna manera en su obra hasta volverse inevitable. En realidad, el primer tema se inscribe en la historia del joven Sebald, lo marca de manera imperceptible hasta que el segundo tema, el de la Historia, se manifiesta como el revelador de la destrucción total: el intento de borrar del mapa a todo un pueblo. La obra es pues el fruto del anudamiento de la historia con la Historia. Algunas notas sobre la historia del propio autor se imponen.
Winfried Georg Maximilian Sebald (que se hará llamar Max de adulto para evitar la resonancia aria de su nombre) nace en 1944 en un pueblecito de Baviera, Wertach. Su nacimiento se inscribe bajo el doble signo de Saturno y de la destrucción: su madre, que se encontraba en 1943 en Bamberg, en el norte de Baviera, ante la intensificación de los bombardeos aliados tiene que huir y recorrer embarazada el camino que la lleva hasta el sur, sorteando Núremberg arrasada y en llamas. A pesar de este tormentoso debut prenatal, su infancia en Baviera le mantendrá al abrigo de la devastación absoluta de los últimos años de la guerra. Sebald pertenece a una familia de la pequeña burguesía que vio su nivel de vida aumentar con la llegada del nazismo. Su padre, al que no conoció hasta 1947 al volver del campo en el que estuvo prisionero, aunque suboficial de la Wehrmacht desde poco antes del inicio de la guerra, había sido elegido en dos ocasiones consejero municipal por el partido social-demócrata. De la campaña de Polonia, en la que participó, Sebald recuerda algunas fotos extrañas en el álbum familiar. Una familia puro producto del fascismo, dirá. Del pasado, ninguna referencia, un pacto implícito hacía que nadie se refiriera a aquel periodo, lo mismo en la escuela. Su educación de niño corrió más bien a cargo de su abuelo, que falleció cuando tenía doce años; un hombre afable, ferroviario y sindicalista, que dejó una huella imborrable en Sebald que lo recuerda en varias ocasiones en su obra. Más tarde, estudiante en la universidad de Friburgo, comprueba que sus profesores, que hicieron sus tesis en los años treinta, eran todos demócratas, por supuesto, y tampoco hablaban del pasado. Huyendo de un medio que le resultaba insoportable consigue un puesto de lector en la universidad de Manchester a los veintidós años y, tras algunos intentos infructuosos de establecerse en los países de lengua alemana (cuyo ambiente le resultaba irrespirable al cabo de un cierto tiempo), se establecerá en 1970 en la universidad de East Anglia, en Norwick, al sureste de Inglaterra, en donde leerá su tesis y desarrollará una labor de docencia en literatura alemana, siendo nombrado profesor en 1984. Allí desarrollará una obra considerable de crítica de literatura en lengua alemana y comenzará tardíamente a escribir sus “prosas” no académicas.
Personaje desarraigado pues, expatriado primero por una fuerza difusa, después por la revelación de las atrocidades que Alemania cometió, Sebald trata de reflexionar y luchar contra la terrible fuerza del olvido que se abate sobre ciertas circunstancias y que hay a toda costa que hacer aflorar a la conciencia. De ahí la necesidad de una nueva forma que se adapte a la dificultad del tema tratado. Sebald rechaza el término de novela para definir sus libros. Los denomina simplemente “prosa” o “prosa narrativa”. Para Los emigrados utiliza “realismo ficcional” o “ficción realista”; a veces habla de “ficción documental”. Aunque se confiesa ajeno a la mayor parte de la literatura de su tiempo en lengua alemana salva algunas las excepciones sobre las que escribirá: Franz Kafka, Robert Walser y Thomas Bernard, sobre todo. Sus influencias las reconoce más bien de los autores alemanes del siglo XIX (Heinrich von Kleist, Jean-Paul Richter, Gottfried Keller, Adalbert Stifter), autores periféricos que utilizaban un ritmo prosódico muy marcado y concedían más interés a la labor de escritura que al tema o la intriga. De estos autores la escritura de Sebald hereda un gusto por la hipotaxis que se va acentuando con el tiempo, lo que se traduce por frases largas que, encadenándose, nos trasportan en un ritmo pausado que va hilvanando las ideas y como envolviendo al lector. Si analizamos la escritura de Sebald y la arquitectura de sus relatos veremos que utiliza varios procedimientos. Nos detendremos en tres: el desplazamiento, el montaje y la “anacronía”.
Como vimos las “prosas” de Sebald suelen construirse a partir de un narrador/sujeto que se desplaza. Si nos fijamos en el comienzo de los relatos que componen Vértigo observaremos lo siguiente: en “Beyle o el singular fenómeno del amor”, que trata en realidad de Stendhal, es un ejército el que se desplaza: “A mediados de mayo de 1800, Napoleón cruzó el Gran San Bernardo con 36.000 hombres, empresa que hasta aquel momento se había tenido casi por imposible”. En “All’Stero” es el propio narrador/Sebald el que nos conduce a un viaje por Europa: “En aquel entonces, hablo de octubre de 1980, con la esperanza de salir de una época especialmente mala mediante un cambio de lugar, había partido de Inglaterra, donde llevo viviendo desde hace casi veinticinco años en un condado casi siempre gris, cubierto de nubes, con dirección a Viena”. El tercer relato (”Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva”) nos conduce de la mano de Kafka: “El sábado 6 de septiembre de 1913, el doctor K., vicesecretario del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo de Praga, se encontraba camino de Viena para participar en un congreso sobre socorrismo e higiene”. Una cita similar podríamos extraer del inicio del último relato que lleva el elocuente título italiano de “Il ritorno in patria”. El desplazamiento continuo confiere a la prosa una fluidez tranquila, alejada de la aceleración contemporánea. Desplazarse es encontrar(se), confrontarse a la presencia de una alteridad con la que entenderse y experimentar la existencia. El modelo por supuesto es el del propio narrador quien, con su mochila a cuestas, recorre un espacio que lo transporta también por una temporalidad no lineal. Los Anillos de Saturno, prosa situada bajo el signo de la melancolía, es un recorrido por una región inglesa cercana al lugar de residencia de Sebald: “En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra…”. Sin salirse de su recorrido Sebald nos hablará del científico y escritor del siglo XVII, originario de Norwich, Thomas Browne o del delirio arquitectónico de Somerleyton, de la pesca del arenque en el Mar del Norte, del Congo de Leopoldo II y del testimonio de Casement sobre el exterminio de la población autóctona, de Cixi, Emperatriz de China, del amor de juventud de Chateaubriand o de la industria de los gusanos de seda. Todo ello mientras camina por lugares inhóspitos, sufre visiones y angustias inexplicables, o visita a otros personajes que nos introducen en sus historias sin mediar cuartel.
Si el recorrido es sinuoso no lo es menos la temporalidad a la que nos arrastra. Mientras el relato fluye nos vemos embarcados en épocas más o menos remotas que afloran a la superficie de lo que se ve: una famosa estación balnearia al abandono, un pueblo costero erosionado por el mar que lo va engullendo poco a poco, temporal a temporal, o la decadencia de la ciudad de Manchester, otrora joya de la Corona industrial inglesa. Pero no solo son historias únicas que afluyen del pasado, a veces presente y pasado, o pasados distintos, convergen en el mismo relato creando un efecto de anacronismo creador de sentido. Gracias a las continuas analogías, semejanzas o correspondencias se construye una temporalidad compuesta de fragmentos inconexos. En ese continuo esfuerzo de rememoración el pasado se difumina y la memoria tiene que luchar para ordenar las imágenes de ese pasado en su sucesión exacta. Es a eso a lo que podemos llamar una “anacronía”, siguiendo la sugerencia de Jacques Rancière: “una anacronía es una palabra, un acontecimiento, una secuencia significativa sacados de ‘su’ tiempo, dotados al mismo tiempo de la capacidad de definir un cambio de agujas temporales distintas, de asegurar el salto o la conexión de una línea de temporalidad a otra”. Particularmente productoras de sentido son las anacronías que podemos rastrear en Austerlitz. Compuesto por los relatos de los múltiples encuentros entre el personaje y el narrador, la línea sinuosa del tiempo nos va conduciendo por los meandros de la conciencia de Austerlitz conforme va desvelando su historia. Distintos momentos de su historia y de la Historia convergen, se anudan y se desanudan en un relato que fluye sin cesar y en el que el lector se ve impulsado por una fuerza extraña. Los relatos se encajan unos en otros, los personajes que se cruzan en la vida de Austerlitz desarrollan sus historias particulares. Es constante en el texto el recurso a: “dijo (tal personaje), dijo Austerlitz”. El hilo de la narración se prosigue saltando de una historia a otra, de un tiempo a otro, a veces cambiando en un mismo segmento de frase sin que la continuidad se vea alterada.
El montaje temporal no es sino un aspecto del montaje general con el que Sebald organiza sus relatos. Su mecánica es la de un experto bricoleur que comienza por acumular una colección de objetos disímiles, que hace el inventario y que los va colocando conforme le van haciendo falta: “Yo trabajo, dice Sebald, de acuerdo al sistema del bricolaje, en el sentido de Lévi-Strauss. Una forma de trabajo salvaje y extraña, una suerte de pensamiento pre–racional: los hallazgos literarios se van acumulando accidentalmente, van cayendo por azar hasta que se acomodan y riman unos con otros”. Pero la aparente (y real) erudición de Sebald se asemeja a menudo más a la de Borges que a la del historiador. De hecho el argentino es convocado en dos ocasiones en Los anillos de Saturno. La primera es a propósito de El libro de los seres imaginarios y su referencia a Simplicius Simplicissimus; la segunda concierne la reflexión sobre el tiempo, o más bien sobre su negación en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. En realidad el montaje literario no demuestra nada, tan solo muestra, ya sea por disonancias, ya sea por semejanzas. Este último empleo es el que parece predominante en Sebald que suele utilizar una frase-imagen continua aunque parca en metáforas. Se trataría de partir de la paradoja del documento bruto (aunque sea inventado), nunca de la imaginación. La “monotonía” del tono narrativo viene de ese continuo desplazamiento en el que todo elemento se va encajando. El desplazamiento en el espacio y en el tiempo crea un continuum metonímico en el que las historias se van hilvanando por contigüidad. Lo que va apareciendo en el recorrido es una comunidad de sentido (negativo, de destrucción). La comunidad que desvela es la de cada elemento convocado a la destrucción. Términos aparentemente alejados aparecen iluminados por un sistema común de pertenencia secreta, pero no muy difícil de conectar una vez superpuestos. En este sentido no se trata tanto del acercamiento de dos elementos heterogéneos como del desvelamiento de dos realidades cercanas que estaban en espera de esa proximidad para adquirir sentido. El montaje concierne también a la lengua. Sebald escribe en alemán e introduce fragmentos en inglés (sin traducir) cuando cita las palabras de los personajes que encuentra. Algunos de esos personajes han perdido su lengua de origen y con ella sus recuerdos. A esto se añaden las citas de obras (reales o inventadas) o las imágenes incrustadas en la página, como huellas de lugares y pasados que convoca. Las citas son más o menos auténticas. Sebald puede utilizar un verdadero diario y añadir partes escritas por él. En tanto que “ficción realista” no solo no se atiene a ninguna erudición rigurosa sino que se otorga el derecho de inventar obras imaginarias. En cuanto a las imágenes o fotografías, sin leyenda, propias o ajenas, tienen ante todo una función documental de un estilo particular. En una de sus entrevistas sostiene que le sirven para « acreditar la veracidad del relato » o para « conferir una legitimidad a la historia contada ». Lo que es difícil de comprender cuando vemos que una de las pocas fotografías comentadas es la de una quema de libros en la Alemania nazi que resulta ser una falsificación. Más fácil de entender es su capacidad, sostiene Sebald, de detener el tiempo, el de la narración tanto como el de la lectura. La imagen serviría para ralentizar la huida del tiempo de la ficción que sigue una temporalidad que tiende hacia un final. Las imágenes serían como retenciones, presas que refrenan el caudal y ralentizan la lectura. Las imágenes detienen el tiempo suspendiéndolo a la visión, tienen así una función rítmica. Añadiremos una última función posible, la de ser capaz de crear epifanías: reviviendo fantasmas, le dan vida al pasado y hacen arrancar la historia. Sabemos, por ejemplo, que el origen del relato “Ambros Adelwarth”, tras el que se oculta un tío-abuelo del autor, es el descubrimiento de una fotografía de este vestido de árabe. Pero detengámonos en una fotografía en concreto e intentemos ver su función. Se trata de una imagen de Manchester contenida en el relato “Max Ferber” de Los emigrados.
Max Ferber es un personaje síntesis de dos personas conocidas de Sebald: su casero de Manchester, del que más tarde descubrió que era de origen judío alemán, y el pintor de la escuela de Londres Frank Auerbach, del mismo origen. La historia comienza con la llegada del narrador (que no se nombra nunca a sí mismo) a Manchester en 1966. Se suceden la visión desde el avión, la espera en la aduana, el recorrido en taxi en busca de un hotel barato a las cinco de la mañana (“Cabía pensar en efecto que la ciudad había sido abandonada tiempo atrás por sus habitantes y que ahora ya no era más que un inmenso depósito de cadáveres o un mausoleo”), la llegada al hotel y el extraño recibimiento de Mrs Irlam; la “teas-maid” (a la vez máquina para preparar el té y despertador) que la mujer le lleva al día siguiente, la rutina del hotel y sus primeros paseos por la ciudad. Los inmensos edificios vaciados de su función gloriosa y de sus empleados, los barrios obreros arrasados, los terrenos baldíos e inhóspitos le sirven para transmitir la decadencia del sueño industrial: “Durante aquellas caminatas, en las escasas horas en que verdaderamente lucía el sol y la luz del invierno invadía las calles y plazas desiertas, siempre me estremecía el desparpajo con que la ciudad del color de la antracita, desde la que se había difundido el programa de industrialización por todo el mundo, exhibía ante el espectador las huellas de su ruina y su decadencia que por lo visto habían devenido crónicas”. La foto viene entonces a insertarse durante el comentario de uno de esos paseos por los canales y los almacenes desafectados. Pues bien, el comentario textual que merece el momento (“Negra brillaba el agua en aquel día radiante sobre un lecho engastado entre grandes bloques cuadrados de piedra y reflejaba las nubes blancas que por el cielo flotaban a la deriva”) contrasta con lo que vemos en la foto en blanco y negro, con una luz espectral de fondo y unas aguas negras de una consistencia oleaginosa. La imagen traduce la decadencia del mundo industrial, y el “extraño silencio” que reinaba era el eco de una ausencia de humanidad que había desaparecido del decorado. No está de mal recordar, como lo hace Sebald, que en su momento de gloria la población de Manchester contaba con una importante comunidad de origen germánico y de judíos del este que habían contribuido a su esplendor y que habían desaparecido casi por completo tras la decadencia de la ciudad. La imagen es sin duda un documento, pero un documento fantasmático que añade a la descripción un tono aún más sombrío e inquietante. El lector no puede dejar de observarla y de compararla con lo que el relato está contando, para lo que tiene que hacer una parada, una “congelación de imagen” y componer una síntesis.