Javier Calderón
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Pelamos mandarinas
con la torpeza propia de los enamorados.
La quietud de los chorros
hilvana indiferente el tiempo en la piscina.
Juegas a provocar pequeñas ondas
sobre la superficie, a remover
las horas con tu pie derecho, recostada
boca abajo, mirando tus manos y mis manos
ácidas; y también de vez en cuando
tanteas en el agua los destellos del sol.
De fondo ladra Toby y cloquean las gallinas.
Voces de hombres curtidos se imponen con violencia,
pero qué lejos…
Se inventan otras músicas ―mientras me tarareas
esa canción que tanto nos gustaba―:
un higo que se acaba de caer
sobre la tierra oscura,
el zumbido cansado de una abeja,
la explosión de los gajos al morderlos.
La quietud de los chorros nos invita
a llenarnos de amor y fruta los estómagos,
a rozarnos, tan juntos, las sienes sin querer,
a dormir por fin la siesta que ningún futuro nos promete.
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5
Desvío-tránsito y chirapa
asomado a la nada de dióxido al balcón.
Atreverse desnudo a la esquirla
a la costilla prehistórica de amor
y decirte amor amor
me sabe el paladar a asfalto tras tu beso.
Aire gas intervenido. El megáfono
acaricia los billetes y las cartas
mismo papel de sueño y dogma.
Chirapa y tormenta en este joven valle
de cemento y corazón en sótano.
Duérmeme amor-amor con tus uñas
hasta insertar las cuentas del rosario
en la vena más grande de mi agenda
lluvia y pronto el arcoíris.
Queda decir el nombre del nombre
prestar atención al silencio
y rezarle con sudor de piel cartón
al son de cúbitos que nos lanza la bocina.
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4
Flores silvestres ay si tú me quisieras
qué feliz sería entre las briznas
y el barro con rocío por los labios
entre las briznas y tú flor silvestre
crece un par de zapatos con sus piernas
todo un cuerpo ay si me quisieras
y una carta en su mano sin abrir
una carta que contiene un campo
el rumor a lo lejos de la lluvia-lluvia
el olor a futuro predecible sin sus márgenes
un campo de flores silvestres y tu pelo
arriba arriba como la noche cubriendo ay
este amor-amor fotosintético este
cuerpo nonato en bandolera quemado por el sol
con una carta y un campo y el recuerdo de tu cara
ay
arrugada en la mano
si me quisieras.
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Poemas de Los adioses del trigo (Hiperión, 2020)
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Javier Calderón (Benidorm, Alicante, 1995)
Voy a ser escueto. Siempre he sido reacio a los modelos. Pero sería ingenuo no reconocer la huella de Javier Egea en, al menos, mi punto de partida. El otro día, en la proyección de un par de reportajes sobre Egea, un muchacho desconocido que tenía al lado me dijo: «Hey, ¿qué tal? ¿Conocías de antes a Quisquete?» (Creo que me lo preguntó porque me había escuchado quejarme a una amiga de la impostura que caracteriza muchas actividades poéticas.? «Bueno», le dije, «realmente es imposible dar dos pasos en Granada sin leer o escuchar el nombre de Lorca o de Egea.» «Uhm… No sé», murmuró, y ya no volvió a hablarme.
En cierto modo, la importancia deJavier Egea en mi biografía productiva, como persona que trata de escribir y de estudiar la literatura, ha sido inevitable. Me quedo, aun así, con inmenso agrado y alegría, con su tratamiento del amor y con su imagen —qué remedio— de galán canallita trasnochado (no soporto los modelos, pero soy adicto a los mitos). Ah, y me apropio gustoso de este verso:
Hoy solo sé que existo y amanece.
