María Elena Higueruelo
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EN LA CERRADURA DE UN CANDADO
En la cerradura de un candado, otro
candado, y nunca, por ningún lado,
una llave.
Una puerta que no se abre
ni empujando ni tirando.
Una puerta que no es corredera,
con un cerrojo en ambas partes.
Una puerta por la que no se entra,
una puerta por la que no se sale,
una puerta que separa
una nada de otra nada
y solo dentro del candado
—aun tal vez otro candado—
esconde algo.
Y nunca, por ningún lado,
una llave.
(De El agua y la sed)
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FANTASMAS
Ya la luz hiriente de la tarde
atraviesa el cristal como un fantasma.
Miras: motas de polvo incandescentes
flotan en la estancia suspendidas
como en la respiración contenida
cuelga ingrávido el silencio.
A la sombra aciaga del crepúsculo
diseccionas con los ojos un recuerdo,
cadáver triste sobre la pared desnuda;
el pulso palpitante bajo el cuello,
el aliento quebrado en la mandíbula.
No existe esta sala que obstinada imagino
—como no existe aquel hilo concreto
deshilvanado del tapiz de la memoria—;
sin embargo, se asemeja a la infancia
y me persigue en cada hogar que habito.
Me lastra como un grillo bajo el agua.
(De Los días eternos)
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EL OTRO QUE YO SOY
Un lunes de invierno
en una terraza de Benidorm
También la duda vendrá,
como lo han de hacer todas las cosas,
y en la imposición de su sombra instará
a decidir, llegado el momento,
si por fin rendir la ciudad
o bien, henchidos de amor y bravura,
luchar contra los soldados del tiempo,
invasores intentando instalar
entre tu frente y la mía el absurdo.
Recordaré entonces tu voz
alzándose lenta sobre el mundo,
tus palabras de luz imponiéndo-
se sobre el vino y las frutas;
recordaré cómo el sol no pudo
brillar más fuerte que tu acierto
y sabré que mi yo auténtico
no existe y que en tal caso
me acompaña a todas partes.
Resolveré entonces pisar
a los fantasmas del futuro
y sostendré fuerte tu mano,
querido hacedor de miniaturas,
porque solo a tu lado puede
aflorar la otra que yo soy.
(De Los días eternos)
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María Elena Higueruelo (Torredonjimeno, Jaén, 1994)
La primera vez que leí a Javier Egea tenía 22 años; fue a comienzos de 2017. Era aquel un tiempo extraño: el pasado caducaba muy rápido y la inminencia del futuro daba miedo. Había que aprender a decir adiós a los seres queridos y comprender, como diría Egea, que siempre es tarde, siempre, para volver a casa. Era yo entonces un cuerpo alienado en la ciudad, repetido en portales, escaparates, brumas, usando de nuevo sus palabras. He de reconocer que no fue una lectura muy atenta; y sin embargo, un verso halló la fuerza suficiente para hablarme y, desde entonces, de vez en cuando me sorprendo repitiéndolo para mí misma: Qué luz extraña, dime, hay en la soledad y la memoria. Acaso una buena parte de los poemas que he escrito hasta ahora no han sido más que un intento de responder a esta pregunta.
