Cuando la derecha se disfraza de izquierda

Javier Benítez Láinez

    El peligro no está en la ultraderecha que grita, sino en quienes repiten sus consignas y su discurso creyendo que siguen siendo progresistas.

    La derecha se disfraza

    En los últimos años se ha vuelto frecuente encontrarse con personas que aseguran ser “de izquierdas de toda la vida” o te dicen aquello de “si yo voté a Felipe; ese sí que era socialista” mientras repiten, palabra por palabra, los mantras mediáticos de la derecha. Es una mutación ideológica, al menos, curiosa: se declaran progresistas, pero su discurso suena a tertulia de sobremesa en cualquier plató donde la realidad se reduce a buenos y malos.

    Hace unos días mantuve una conversación de WhatsApp que podría servir de ejemplo perfecto. Todo empezó con humor, hablando de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” por un montaje que compartí en redes donde los jinetes son Vladimir Putin, Donald Trump, Benjamin Netanyahu y Xi Jinping. Pero bastó mencionar a Pedro Sánchez o a Maduro para que la charla se convirtiera en un campo de batalla político. Lo interesante no es la discusión en sí, sino los mecanismos que se activan cuando alguien intenta sostener una posición sin tener conciencia de desde dónde habla.

    El espejismo del desencanto

    La persona en cuestión decía: “Soy de izquierdas desde siempre, pero el PSOE ya no me representa”. Esa frase, tan extendida, actúa como salvoconducto para justificar un desplazamiento ideológico hacia la derecha sin asumirlo. Es una fórmula cómoda: permite conservar la “identidad progresista” sin cargar con la incomodidad del pensamiento crítico. De alguna manera, funciona como una coartada –que no argumento– moral. No se abandona la izquierda –se la “depura”–, mientras se adopta el lenguaje de sus adversarios.

    El “ya no me representa” suele ir seguido de una retahíla de mensajes calcados de los medios conservadores: que Zapatero y Monedero son “extrema izquierda”, que “hay fascismo también en la izquierda”, que “Pedro divide España”, que “esto ya no es socialismo, es populismo”. Es un catecismo que se repite con naturalidad, como las oraciones en la iglesia, casi con alivio, como si pronunciar esas frases otorgara una sensación de lucidez o independencia intelectual a quien las pronuncia, una especie de “salvación ideológica”. Pero lo que en realidad se reproduce es el marco mental del adversario: el discurso del miedo a lo colectivo, al cambio, a la memoria.

    Todo ese argumentario se presenta con tono afectado, apelando a la emoción, como si el razonamiento brotara del corazón y no de la propaganda. Y sin embargo, basta rascar un poco para descubrir que no hay pensamiento propio detrás, sino un eco de tertulias y titulares cuidadosamente diseñados para convertir el descontento en resignación, algo también muy cristiano. Es el viejo truco de la equivalencia moral: poner en el mismo plano al fascismo y a cualquier movimiento progresista incómodo, borrar las fronteras entre víctima y verdugo, entre quienes construyen democracia y quienes la erosionan.

    Se dice “todos son iguales” para no tener que posicionarse, y en ese vacío se cuela el discurso de la ultraderecha, vestido de sentido común. Ese “todos son iguales” es la frase más peligrosa de nuestra época: suena prudente, pero es profundamente reaccionaria. Sirve para intentar neutralizar la crítica, para desactivar la responsabilidad política, para que nadie mire hacia arriba, para que se enfrenten entre sí quienes sufren las deficiencias del sistema –la clase trabajadora– y no responsabilizar a quienes las provocan. Y así, poco a poco, quienes se creen equidistantes acaban empujando el tablero hacia un solo lado, sin darse cuenta de que el desencanto, cuando no se analiza, se convierte en la herramienta más eficaz del poder.

    Las trampas del victimismo y la emoción

    Otra constante en este tipo de discursos es el refugio en el victimismo. Cuando las ideas se tambalean, aparece la queja: “Me da pena que no podamos opinar”, “ya no se puede decir nada”, “enseguida te llaman facha”. Son frases que no buscan abrir un diálogo, sino brindar una postura. Funcionan como escudos retóricos: no defienden una verdad, sino el derecho a no ser cuestionado. Ese sentimiento de agravio, tan eficaz emocionalmente, convierte el debate político en un melodrama. Se reemplaza el razonamiento por el orgullo herido, el argumento por la ofensa. Quien se siente víctima se sitúa por encima del análisis: no tiene que demostrar nada, porque “ya ha sufrido bastante”. Y ahí radica la trampa: el victimismo da la ilusión de autoridad moral mientras anula cualquier posibilidad de pensamiento crítico.

    Esta estrategia, que los grandes medios y ciertos partidos han perfeccionado con precisión quirúrgica, sirve para consolidar un relato emocional de la política. No importa qué se diga, sino cómo se sienta. Así, los hechos se relativizan, la memoria se diluye y la discusión se reduce a un intercambio de emociones. El resultado es una ciudadanía desarmada intelectualmente, pero convencida de tener razón porque “habla desde el corazón”.

    El problema es que la emoción, sin reflexión, se vuelve fácilmente manipulable. Cuando alguien se indigna por todo, acaba siendo dirigido por quien decide de qué debe indignarse. Parece un galimatías, pero cuando esto ocurre la empatía se transforma en combustible para el odio. Quien antes se dolía por las injusticias sociales, termina enfadado por las banderas, por los símbolos o por un titular adulterado. La derecha, maestra en manejar los resortes del miedo y la nostalgia, sabe convertir esa energía emocional en obediencia política. Así, muchos de los que se creen “libres pensadores” acaban repitiendo las consignas que les dictan los mismos poderes económicos y mediáticos que antes criticaban. Se sienten rebeldes, pero están domesticados. No defienden una idea: defienden la emoción de creerse distintos.

    Y ese es quizás el triunfo más perverso del discurso Neo-reaccionario: haber conseguido que el descontento, en lugar de convertirse en conciencia, se convierta en resentimiento.

    Fascismo no es una opinión

    Cuando uno menciona la palabra fascismo, aparece enseguida la réplica automática: “también hay fascismo de izquierdas”. Esa frase, tan ligera y tan peligrosa, resume la confusión moral de nuestro tiempo. Se pronuncia con la seguridad de quien cree haber encontrado una verdad neutral, pero en realidad solo reproduce una falsedad cómoda: que todos los extremos son iguales, que todo fanatismo se parece, que la historia puede borrarse con un gesto de falsa neutralidad, esa que pretende situarse por encima del bien y del mal, pero acaba justificando al más fuerte.  

    Pero el fascismo no es una opinión, ni una exageración ideológica, ni un exceso de entusiasmo patriótico. El fascismo es un sistema organizado de dominación, una maquinaria que se alimenta del miedo y necesita destruir la disidencia para sobrevivir. Es, además, una estructura emocional: convierte la frustración en odio, el miedo en obediencia, y la ignorancia en virtud. 

    En 1946, la Asamblea General de las Naciones Unidas

    definió el régimen de Franco como fascista, no por capricho ideológico, sino por su origen, estructura y alianza con Hitler y Mussolini. Negar eso o disolverlo en un “los dos extremos son iguales” es un modo de blanquear el pasado y preparar el terreno para que vuelva a repetirse, ya que la impunidad del pasado se traduce hoy en normalización del discurso reaccionario. Aquel franquismo que se extinguía entre torturas y silencios dejó, sin embargo, una semilla más duradera: la del miedo y la obediencia.

    El fascismo no se presenta ya con camisas azules ni desfiles marciales. Hoy llega envuelto en banderas, en discursos patrióticos, en memes y tertulias. Se disfraza de libertad de expresión, de sentido común, de indignación legítima; florece, maquillada de sentido común, en el discurso de quienes se creen moderados. Su éxito radica en hacerse pasar por lo que no es: una voz del pueblo. Y lo consigue porque hemos dejado que la memoria se oxide, que las palabras pierdan su peso, que las heridas se maquillen como anécdotas. 

    Conclusión

    Desenmascarar el disfraz ideológico no es una tarea menor, que diría aquel. Es una forma de resistencia cultural. Devolver a las palabras su sentido, a la memoria su lugar y al pensamiento su dignidad. Porque la manipulación empieza cuando aceptamos que la verdad depende del tono en que se diga. Llamar fascismo a lo que no es puede ser un error; pero negarlo cuando reaparece, reconocible y cínico, es una forma de complicidad. El fascismo no es una ideología del pasado, sino una pulsión que sobrevive en el presente, esperando el cansancio de las democracias para volver a ocupar su lugar. Por eso no basta con decir “soy demócrata”, hay que sostenerlo con la verdad, con la memoria y con la responsabilidad de las palabras. Porque cada vez que alguien pronuncia “también hay fascismo de izquierdas”, un revisionista se frota las manos porque sabe que ha conseguido su objetivo: que la historia vuelva a ser un terreno disponible para el olvido.

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    1 comentario en «Cuando la derecha se disfraza de izquierda»

    1. Comparto y comparto.
      Se debería leer esto en los institutos y en las universidades, aún a riesgo de que los padres del alumnado digan eso » No estamos en este centro para que se adoctrine a nuestros hij@s»

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