Cuaderno de notas
En Avenida de la Constitución, a la altura del Parque Fuentenueva, me cruzo cada día con una mujer que vive en la calle. Su cara está surcada por arrugas y siempre lleva la misma toalla negra enrollada en la cabeza, a modo de turbante. Por las mañanas amanece hecha una bolita, con las rodillas dobladas y los pies encima de un banco de madera; sus ojos sisean en un estado de duermevela. Desde que ha caído el otoño, una manta de terciopelo la cubre.
Cuando vuelvo de trabajar, me la encuentro en el mismo banco, esparcida sin complejos y con la chaqueta abierta, como un lagarto que hincha el vientre al sol; a veces, en esa postura, la he visto acariciarse la tripa con gusto. Lo más sorprendente —y esta es la primera imagen de ella que guardo en mi retina— es la placidez con la que duerme la siesta, con la manta a modo de almohada, sobre un reborde elevado de la avenida; la mujer coloca la cabeza en la parte superior de ese trapecio inclinado y los pies en la inferior y así, con los bracitos enroscados alrededor del bulto blando, sonríe en sueños.
¿Qué verán sus ojos entre la niebla? ¿Me distinguen al pasar?
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Tiro de un hilo y termino con veinte mil pestañas abiertas en el navegador. Agustina González López, Milagro Almenara Pérez, Remedios Varo, Eudoxia Píriz, Faustina Rodríguez, María de la O Lejárraga, Zenobia Campubrí, María de Maetzu, Victoria Kent, Elena Fortún, Clara Campoamor… Leo sus biografías, un hipervínculo me lleva de una página a otra casi como si estuviera disputando una partida de parchís conmigo misma; comparo fechas de nacimiento y muerte, hitos reseñables en la vida de cada una. Sus atrevimientos, los castigos. ¿Por qué nadie me habló de vosotras?
Escritoras, pedagogas, políticas, artistas, farmacéuticas, abogadas, médicas; humanistas integrales, pensadoras visionarias, también putas, rojas, locas, histéricas… Me invade la rabia, una frustración sorda, un sentimiento de orfandad compartida. Somos analfabetas forzadas de nuestra propia historia. «History», en inglés. His-story. Her-story. ¿Quién nos descubrirá los relatos enterrados?
Miro el reloj. ¡Qué tarde se me ha hecho…!
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La cara de la mujer de Fuentenueva está abrasada por el fuego de la intemperie. Cuando otra señora de una edad similar pasa por delante de ella, resulta aún mayor el contraste; de color, de vidas, de suerte. Me imagino a mi abuela atravesando la calle, con la cara intacta, tersa, jugosa, como un melocotón en pleno agosto; veo su pelo esponjoso, teñido con esmero, los pendientes en las orejas, ese caminar derechito, las manos cruzadas con cuidado por delante del bolso.
¿Qué es echarse a perder?
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En la Antigüedad, grandes filósofos como Platón ocuparon parte de su pensamiento en teorizar sobre el útero. Lo describieron como un animal errante que vagaba por el interior de las mujeres desencadenando un sinfín de estragos fisiológicos, psíquicos y emocionales. La histeria. Un término que etimológicamente proviene de la palabra griega ὑστέρα /hystéra/, que significa «útero» y que, según Wikipedia, abarca un amplio abanico de síntomas, que incluyen desfallecimientos, insomnio, retención de fluidos, pesadez abdominal, espasmos musculares, respiración entrecortada, irritabilidad, fuertes dolores de cabeza, pérdida de apetito y «tendencia a causar problemas».
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Tomo un atajo y paso por delante de la clínica dental a la que suelo acudir. De repente, una palabra del rótulo se me clava como un disparo en la nuca. «Trescastro». Contemplo con asombro los guiños de la vida, las casualidades. Cuantos más códigos desentrañamos, su simbología, las palabras que resuenan, mayor es nuestra capacidad de comprensión, reflexiono. Bendita curiosidad que me permite descifrar lo desconocido.
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En su ensayo autobiográfico «Caliente», Luna Miguel resume con acierto el surgimiento del consolador, la evolución de los juguetes eróticos y la autoexploración del placer femenino. Escribo deliberadamente «consolador» y no «vibrador» pues, como bien explica la autora, este instrumento surge en el siglo XIX, en plena época victoriana, con el fin médico de aliviar la histeria femenina. Médicos y comadronas aplicaban masajes curativos a aquellas mujeres desquiciadas untándose los dedos con aceites esenciales.
Me resulta terriblemente fascinante la correlación entre la sintomatología descrita y la represión del deseo femenino. Escribo deliberadamente «deseo» y no «deseo sexual» o «sexualidad» porque, como teoriza Elisa Coll en su libro «Resistencia bisexual: mapas para una disidencia habitable», el deseo traspasa todo, la fantasía, la curiosidad, el disfrute solitario y compartido. A través de la prescripción médica, la sociedad nos dosifica lo que nos pertenece por naturaleza: la búsqueda del placer. ¿Hay algo más descorazonador que hablar de consuelo en el deseo?
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Hoy la calle Mesones se me antoja diferente. Entre la multitud uniforme, distingo a dos mujeres que se cruzan y, en un instante de suspensión, se intercambian un sobre. Son Agustina González López y Milagro Almenara Pérez, estoy segura. El encuentro es mínimo, casi circunstancial. Después, cada una prosigue su camino en dirección opuesta; la zapatera se dirige al número 6 de la misma calle, mientras que la boticaria roja emprende la marcha hacia La Compañía-Almenara.
¿Habré presenciado un momento de complicidad, un hilo de tantos en la urdimbre? Mi mente sitúa ese choque providencial en la antesala a la colaboración, la potencial unión entre la Agrupación Femenina Socialista fundada por la una y la Juventud Universitaria Feminista coordinada por la otra. ¿Cuáles son sus postulados? ¿Qué les podría acercar? ¿Y alejar? Me gustaría saber tanto…
Camino pensativa; de mi bolso emana el aroma a té paquistaní que acabo de comprar.
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La escritura es colectiva, una respuesta incesante a lo que pensaron otras.
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En su novela gráfica «La zapatera de las estrellas», Ina Gámez ilustra uno de los episodios más revolucionarios que se atribuyen a la figura de Agustina: el instante en el que muestra los pechos durante una de las manifestaciones estudiantiles de 1919 en Granada. A pesar de que no existan claras fuentes biográficas que contrasten dicho hecho (como apunta la propia ilustradora en su nota final), me despierta una suerte de orgullo colectivo el hecho de que pudiera ser verdad; especialmente si tenemos en cuenta que, todavía en el siglo XXI, el escándalo está servido si una mujer muestra los pechos en público, sea por disfrute o por reivindicación.
Arden las redes sociales con desprecio si Lastesis enseñan las tetas en su performance «Un violador en tu camino» durante las protestas sociales en Chile; algunas personas se replantean la trayectoria de una cantante reputada como la vocalista de Amaral si ésta exhibe su desnudez (escandalosa) en el Sonorama de 2023 o si la artista Rocío Saiz se quita la camiseta durante el Orgullo LGTBI de Murcia ese mismo año…
«¡Basta ya, hombre! ¡Viva la anarquía, Amelia!» Buena consigna para la próxima ‘mani’.
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Sigo indagando. Leo algunos alegatos feministas de la época, discursos elevados que buscan movilizar a la mujer española. Hablan de «victoria», «glorioso», «patria», «alzamiento», «españolismo». Me resultan términos tan beligerantes… ¿Quizá solo sea a mis oídos sensibles de la actualidad? ¿Puede la ternura ser combativa?
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Paso el sábado escalando con unos amigos en la zona de Alfacar. Un territorio al que solo atribuía recuerdos tiernos y salvajes al aire libre, cuerpos entregados a la roca, paredes inmensas a las que enfrentarse con una cuerda y las manos. ¿Cuánto pasado esconde el presente?
Cuando llego a casa, llamo a mi padre y le cuento, entusiasmada, sobre Agustina, sus opúsculos filosóficos, la eskritura futurista, sus tetas insumisas… A través del hilo telefónico, saboreo el silencio atento de papá, disfruto una de las pocas ocasiones en las que yo le explico a él. Colgamos y todavía resuena en mi cabeza su última reflexión: «Este país está construido a jirones».
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Me apropio de la premisa de Hannah Arendt y la reformulo: poner el cuerpo siempre es político. Y dicho posicionamiento siempre acarreará un coste que variará en función del espacio y de los cuerpos. Dos mujeres besándose bajo las farolas solitarias; un cuerpo gordo que se pasea por las calles, coqueto, en tirantes y mini falda; la discapacidad y la raza enarbolados como un alegato a la opresión… Exponer, interponer, imponer, pero siempre el cuerpo a modo de escudo, la piel como campo de batalla, las mujeres reducidas a armas de guerra.
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En 1933, Agustina se presentó a las elecciones generales de España por el Partido Entero Humanista, una formación política fundada por ella misma en base a unos principios absolutamente humanistas, generosos, apuntalados en la confianza en el ser humano. Leo en varias fuentes (probablemente un «copia y pega») que fue avalada por dos miembros reputados del Partido Socialista Obrero Español: Alejandro Otero Fernández y Rafael García Duarte Salcedo. Y, en todas ellas, me da rabia esa necesidad de mención a terceros, el adjetivo «reputados», como si la candidatura de Agustina no se sustentara por sí misma.
En dichos comicios, y también por la circunscripción de Granada, acudió a la cita electoral María de la O Lejárraga. Agustina reunió 9 votos en la capital y 6 en los pueblos; María, a través de la sólida candidatura del PSOE, obtuvo 900.000 votos.
¿Cuál es el coste de ver más allá? ¿Es posible confiar a la bondad humana asuntos como el sufragio femenino, la educación igualitaria, la revisión de los Códigos Civil y Penal, el debate abolicionista-regulacionista de la prostitución?
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Esta noche camino o reviento. Salgo de casa propulsada por el fuego de la indignación, corro, corro y corro como una loca, y acabo en la Alhambra. Me arden los pulmones cuando me siento en el murete al lado de la entrada de la Alcazaba. Cierro los ojos, me concentro en la canción que suena en el aleatorio, pero hasta eso me molesta. Me quito los cascos y escucho. Unos ladridos dispersos en el aire, algún grito, el canto de los grillos constante… Murmullos de vida que, sin embargo, parecen inventados en una ciudad que tampoco me resulta real. ¿Quién ha colocado el decorado?
Me maldigo. Si tan solo pudiera mandarlo todo a la mierda, pronunciar un simple «no, hazlo tú», quedar mal por una vez… Mis propios reproches me acucian cuesta abajo, se me van las piernas en la pendiente, encuentro un placer oculto en la posibilidad de caer. Soy imparable.
A la altura de mi casa, me asusta un estruendo que se arrastra por la acera. Me fijo y es la mujer de Fuentenueva, que ha decidido colocar una decena de contenedores verdes en una hilera y los remolca calle arriba. Dudo si preguntarle o no, pero finalmente me inclino por callar: sus razones tendrá. Además, me gusta cómo le está quedando. Cuando por fin encajo las llaves en la cerradura del portal, me pregunto si eso de la locura no será un mal que diagnostica la mirada ajena.