Vidas explotadas, vidas desahuciadas
José Antonio Navarro
A finales del siglo XIX se creó la Comisión de Reformas Sociales, con objeto de analizar y atender las reivindicaciones de las clases obreras. Los delegados sindicales fueron oídos en aquellas Cortes, plagadas de oligarcas y caciques. Allí expusieron las condiciones de vida y trabajo de los obreros. Una de las cuestiones más importantes hacía referencia a la vivienda. Se daba el caso de que con los míseros salarios percibidos, lo habitual es que dos familias ocuparan en régimen de alquiler, un angosto apartamento en el que compartían cocina y comedor, disponiendo sólo de una habitación para cada familia. Cuando sobrevenía una enfermedad o un accidente no se cobraba el salario, y no se podía pagar el alquiler, con la consiguiente exposición a un desahucio fulminante. Ante esa situación se ponía en marcha la solidaridad y la indignación para tratar de impedir el desahucio.
Con el crecimiento de las ciudades se disparaba al alza el precio de los alquileres, por lo que los impagos y la avalancha de desahucios extendieron el conflicto. En los años veinte del siglo pasado se promulgan las primeras disposiciones de carácter especial en materia de arrendamientos urbanos, que se fueron desarrollando con posterioridad, hasta llegar a la legislación de los años cuarenta y cincuenta. Se consolida entonces la prórroga indefinida, se congelan las rentas, y se mitiga la dureza de los procedimientos de desahucio.
Pero del mismo modo que H. Ford comprendió que si sus trabajadores no disponían de dinero suficiente para adquirir un coche, el negocio no prosperaría, los ministros de vivienda de la Dictadura franquista, comprendieron que con el régimen de alquiler, la prosperidad del negocio inmobiliario –hipotecario no se produciría. Entonces lanzaron la consigna: ningún español sin vivienda en propiedad. La legislación de arrendamientos favorecía la compra de vivienda nueva, ya que los propietarios de viviendas no las ofrecían. La construcción de vivienda nueva se dispara al mismo tiempo que se produce un éxodo rural de tres millones de persona en la década de los sesenta, y comienzan a acudir en masa los turistas. Se consolida entonces el lobby inmobiliario-financiero, y el sector de la construcción, como uno de los más importantes de la economía.
Los obreros no disponían prácticamente de otra opción que la compra de vivienda nueva acudiendo a la financiación de una entidad financiera. Cambia el acreedor. Ahora no es el propietario rentista sino la entidad financiera. El obrero ha de trabajar duramente para hacer puntualmente los pagos de la hipoteca durante quince o veinte años, con la aspiración a formar parte de la “comunidad de propietarios”.
Tantas fueron las viviendas que se construyeron que ya en los años setenta quedaban sin vender cientos de miles. Y ya entonces eran muchos los que trataban de orientar las políticas de urbanismo y ordenación del territorio hacia la rehabilitación de los cascos históricos en situación de abandono y ruina. Tal cosa se hizo en alguna medida con destrozo de edificios y construcción de verdaderas monstruosidades. Pero la lógica del crecimiento y acumulación de capital no se detuvo, ni entonces, ni después de los recurrentes estallidos de las burbujas inmobiliarias.
El desarrollo del crédito hipotecario, acompañado ahora del crédito al consumo, ya formaba parte de la España modernizada. España ya había entrado, como dicen muchos sociólogos, en la sociedad de consumo. Las clases acomodadas comienzan a adquirir segundas residencias, y el ministro Boyer liberaliza el mercado de alquileres. Un mercado que apenas crece porque la cultura del yo-propietario había calado hondamente. En los noventa del pasado siglo se fijaban carteles que decían:”aunque no necesite una vivienda haga una buena inversión”. El virus de la cultura del ladrillo no paraba de expandirse. Entre 1990 y 2010 se construyeron en España más viviendas que en toda la historia precedente, al mismo tiempo que se hundía buena parte de la industria y la agricultura.
Entre 2001 y 2010 se construyeron en España casi cinco millones de viviendas, pasando el precio del metro cuadrado de 967 a 1843 euros. El PIB había experimentado un crecimiento importante y se pensaba que todo el mundo tomaba una parte de aquella rica tarta. Los estímulos a la compra de vivienda y coche provenían tanto desde los gobiernos como desde las promotoras y las entidades financieras. El crédito hipotecario llegó a sus cotas más altas. La gente había aprendido a vivir a crédito.
Cuando estalla la burbuja y se desata la crisis económica en 2008 millones de “propietarios” hipotecados se quedan sin trabajo, sin salario, y no pueden hacer frente al pago de la deuda. Al mismo tiempo descubren que las viviendas hipotecadas estaban sobrevaloradas, y que las escrituras estaban plagadas en su mayor parte de cláusulas abusivas, en las que, al parecer, ni notarios, ni registradores, ni jueces habían parado mientes, a pesar de toda una profusa legislación sobre tutela de los consumidores.
En pocos años cientos de miles de hipotecas son ejecutadas, y entonces se generan movimientos de apoyo y defensa de los desahuciados. Gracias a esas luchas, en buena medida, se consigue que los bancos acepten en algunos casos la dación en pago o la renegociación de la deuda, al tiempo que los sucesivos gobiernos adoptan medidas paliativas, y hasta una ley de tutela de los deudores hipotecarios que pone límites a las situaciones de abuso. También se promueve el alquiler social. No podía ser de otra manera, porque está en juego la credibilidad y “legitimidad” de la dictadura del capital. Pero tales medidas constituyen “una aspirina para un cáncer”, puesto que la inmensa mayoría de los desahuciados, siguen siendo deudores, parados y/o precarizados. Es decir, siguen siendo explotados y/o desahuciados.
La crisis no ha sido provocada por un grupo de empresarios y banqueros codiciosos. Es una nueva y devastadora crisis de sobreproducción y de subconsumo, dada la enorme desigualdad en la distribución de la renta. Es una crisis inherente al despliegue del capital, que la aprovecha para seguir explotando con más intensidad. Y lo seguirá haciendo mientras los ciudadanos no pongan en cuestión el orden establecido y tomen nota de que la libertad que reina en el capitalismo es la libertad para explotar.
Vivimos en un sistema que profesa libertades, pero que no ha dejado de perfeccionar los dispositivos de explotación y devastación. Un sistema que desde hace lustros no para de producir desechos humanos, es decir, muertos civiles y nuevas formas de esclavitud. Es urgente prescindir de amos y tribunos, pero tal cosa no será fácil sin cambiar de cultos.