Desahucios

Juan Medina, Raúl Quinto, José Antonio Navarro

Breve historia bajo las cifras (sobre burbujas y desahucios)

Raúl Quinto

Supongamos que la vivienda es un derecho reconocido y que hay una constitución que incluso protege dicho derecho de la especulación y su ansia infinita. Supongamos pues que el artículo 47 de la Constitución Española tuviera la misma redacción que tiene, y que a pesar de eso el mapa del país tenga la forma de un ladrillo pintado de oro, o la de una cerradura sellada. Supongamos que desahucio no es sólo una palabra, sino miles de hechos. Eso, supongamos que tras el hielo de las cifras se escondieran personas, familias con rostros y miedos concretos, nombres y carne real. Sepamos entonces que la pobreza y el pánico inducido es el alimento para el hambre que no cesa de los pocos: el capitalismo mórbido devorando a sus hijos pequeños. A ti mismo.

Y así, despertar de un embrujo y reconocer la mentira, y ver que debajo de ella lo que queda es la vergüenza, o la lucha. Que lo que permanece una vez arrinconado el miedo es la dignidad y un pueblo tirando puertas abajo.

Lo contaré, aunque esta historia es vieja y ya ha sido narrada muchas veces. Empiezo con algo frío como una estadística, una gráfica obscena que lo explica todo: una línea representa el crecimiento medio de los salarios desde 1985 hasta 2007, y otra representa el crecimiento medio del precio de la vivienda en esos mismos años. La primera crece lenta y poco, la segunda abandona a la primera a partir de 1997 y se dispara, casi saliéndose del cuadro. A eso llamaron burbuja inmobiliaria. Eso significa que tú no puedes pagar una casa con el dinero que ganas trabajando y que tienes que ir a un banco para que te lo preste si es que quieres tener la llave de un sueño, o de un hogar. Porque hay que comprar. Nos dijeron que pagar un alquiler era tirar el dinero, que una casa es una inversión segura porque su precio siempre crece, y a alguno incluso le entró la fiebre especulativa y compró para vender, y lo hizo a crédito. Y el monstruo siguió engordando, insaciable. Thomas Wolfe tiene una pequeña novela llamada Boom Town donde cuenta eso mismo, pero en los EEUU de 1929, justo antes de que el mundo entero saltara en pedazos. Los libros están llenos de advertencias, pero no importa. Que la Historia se repita no quiere decir que se aprenda de ella, o sí, algunos errores siempre son un acierto en forma de mucho dinero para los pocos, los mismos que sobreviven a todos los desastres que provocan y vuelven del polvo para conspirar en aras de otras burbujas y negocios. El capital, lo llaman, y también tiene sus nombres y sus apellidos.

Así que no puedes comprar una casa con tu propio dinero, y eso que hay trabajo para todo el mundo, porque una burbuja significa que la pasta fluye y que el futuro sólo puede ser mejor. Debes comprar. Hay una voz y mil señales que te obligan. Es lo que hay que hacer, lo que todo el mundo hace. Entonces fuiste al banco y el banco te dijo que tomaras no sólo la parte que necesitabas sino más: para un viaje, para amueblar el piso, para la entrada de un coche. No temas, sólo firma aquí. Hipotécate, átate. Mensualidades que implicaban el 70% o el 80% de tu sueldo, en cómodos pagos durante los próximos cuarenta años de tu vida. Tranquilo, firma ahí, tienes trabajo y la cosa va bien, si te ves agobiado vendes la casa y aún puedes hasta ganar dinero. Son todo ventajas. Firma. Y firmamos millones.

Y se firmaron condenas, ahora lo sabemos bien, pobreza, cláusulas abusivas y engañosas, cadenas. Y llegó la crisis y dejó en los huesos a los perros de la avaricia. O a quienes bailaban al son de sus ladridos que fuimos casi todos. Llegó el paro masivo y probablemente tú estás sin trabajo o cobrando mucho menos, y tu hipoteca es la misma. La crisis se lo come todo, pero la banca recuerda que ella siempre gana, y ejerce su derecho de conquista sobre nuestras vidas, y nos exprime.

Ahora en tu casa entra poco dinero, pero tus hijos necesitan comida y ropa, como los hijos de los demás. Ahora pides dinero a amigos y familiares, pero el orgullo y sus propias dificultades económicas te lo ponen difícil. Y sigues sin trabajo, y el barrio se llena de comercios cerrados y de vecinos con la misma angustia en la mirada que tú. El aire se convierte en miedo, y lo respiras a cada momento. Miedo a no poder pagar, miedo y culpa. Derramándose por debajo de la cama de tus hijos, mezclado en el cajón con la ropa interior de tu pareja, miedo ensombreciendo las fotografías de las últimas vacaciones, hace ya demasiado. El miedo te pone delante del espejo y te dice: has fracasado. En este mundo el que pierde es porque no vale. Eso dicen, y eso escuece demasiado dentro del miedo. El recibo de la luz sube, los precios de las cosas que necesitas suben, y tú sigues en el paro, y la cifra de tu hipoteca sigue invariable. La pobreza es esto. Y ser pobre es algo sucio, te han dicho. Y el miedo va cogido de la mano de la vergüenza. Así sucede que un día tienes que elegir si compras comida o pagas la hipoteca, y decides lo primero, y esperas que vuelvan los buenos días. Pero no vuelven.

Esto es un retrato de millones.

Unos meses más tarde te viene la notificación y te dice que tu casa siempre ha sido del banco y que quiere recuperarla. Te echan de tu casa. Tacha la palabra hogar. La puerta se cierra contigo fuera. Ese sonido es una vida cayendo contra las rocas. Te acaban de arrojar a la calle, y, para colmar el delirio, una ley hipotecaria tan vieja como obscena te obliga a seguir pagando parte de la deuda, aunque ya no tengas casa. Es una estafa, pero es la ley. Resumo: Debes comprar una casa y para ello debes endeudarte de por vida + No puedes pagar pero seguirás pagando aunque ya no tengas casa. De la ilusión al miedo y la vergüenza, y después a la desesperación o a la rabia.

Porque resulta que muchos se han quedado en el camino y han escogido la salida de la soga o del balcón abierto al asfalto. Eso son crímenes a anotar en la cuenta de resultados de cada banco estafador y de cada gobierno que ha legislado, y legisla, a su favor. No son suicidios, son asesinatos. Eso es la desesperación, y quien la fomenta no debería tener perdón. Por eso también la rabia. Y la verdad. Y la verdad y la rabia organizada. La gente normal mirando al poder a los ojos, con la razón y con la justicia de su lado.

La Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha dado lecciones de dignidad y ha hecho que el problema de la vivienda y de los desahucios sea portada de periódicos y se introduzca, mal que les pese a algunos en la agenda política. La PAH es gente que ha conseguido que se moderen algunas leyes y ha transformado la desesperación en una admirable fuerza de cambio.

Sin la PAH, o el 15M, no se habría roto el silencio cómplice de los medios y de los políticos de los dos grandes partidos (siempre prestos a defender los intereses de la banca) sobre este tema. Porque no es un tema, sino una realidad afilada y dolorosa, una estafa. Eso: que la vergüenza es la de un sistema que potencia el crimen y echa a su gente a la calle. Pero la gente se ha organizado y ha paralizado centenares de desahucios, han renegociado miles de hipotecas y conseguido sin el ruido de las cacerolas y los titulares, cientos de daciones en pago. La gente se ha organizado y ha recogido más de millón y medio de firmas al Congreso para cambiar una ley injusta, y aunque la ley siga siendo injusta hemos podido ver el rostro del cinismo y algunos han reconocido al enemigo. La gente ha señalado a los responsables y lo han bautizado como escrache a cambio de que los responsables los llamen terroristas o nazis, porque la irresponsabilidad consiste en invertir la culpa y que la víctima parezca el verdugo. El miedo ha cambiado, por momentos, de bando. La gente ha ocupado viviendas que los bancos han dejado vacías para seguir especulando con ellas, hay cientos de miles de casas vacías, cientos de miles de desahuciados. Casas sin gente, gente sin casas. La gente que somos también tú y también yo. Porque resulta que hoy todavía, a pesar de que la prensa mire a otro lado, sigue habiendo desahucios, suicidios e hipotecas oscilando como cuchillas sobre demasiados cuellos. Sigue el miedo, la vergüenza y la rabia. Y se sabe que cuando habla Ada Colau es sólo la voz de lo que muchos dicen y de lo que todos necesitan oír, que la razón está de nuestra parte. Todo eso. Que la vergüenza es la del sistema, que el miedo debe ser el de los banqueros y los políticos que le rinden pleitesía.

Se trata de eso, al cabo.

De la estafa consentida a la movilización popular atravesando los caminos del miedo. Podría ser el título de esta historia. De los que siempre pierden y los que pueden empezar a ganar. De ese dolor y esa victoria que es mirarse al espejo y decir: soy la gente, y no me rindo.

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