La prostitución, un debate para el siglo XXI

¿Qué pasa con la prostitución de las mujeres?

FOTOGRAFÍA DE GEOVANNY GUTIÉRREZ

Hace unos pocos años se promovió en el Congreso de los Diputados un importante debate acerca de la situación de la prostitución en el Estado español. La iniciativa pretendía revisar el vacío legal existente en relación al trabajo sexual y denunciar la invisibilidad de las personas que lo ejercen y su vulnerabilidad en una sociedad que no quiere reconocer su existencia. Se proponía la regulación de esa actividad, dándoles a ellas el control real de su propio cuerpo y reconociendo su  libre ejercicio, con los derechos y deberes que le son inherentes. En estos términos quedó planteada la propuesta parlamentaria de regulación del trabajo sexual y abierto el debate que duró algo más de un año.

María Luisa Maqueda Abreu
Catedrática de Derecho Penal Universidad de Granada

A MODO DE RESUMEN[1]

Hace unos pocos años se promovió en el Congreso de los Diputadosun importante debate acerca de la situación de la prostitución en el Estado español. La iniciativa pretendía revisar el vacío legal existente en relación al trabajo sexual y denunciar la invisibilidad de las personas que lo ejercen y su vulnerabilidad en una sociedad que no quiere reconocer su existencia. Se proponía la regulación de esa actividad, dándoles a ellas el control real de su propio cuerpo y reconociendo su libre ejercicio, con los derechos y deberes que le son inherentes. En estos términos quedó planteada la propuesta parlamentaria de regulación del trabajo sexual y abierto el debate que duró algo más de un año.

En junio de 2007 se publicaba el informe resultante de ese debate desde la Comisión Mixta de Derechos de la Mujer y sus conclusiones eran abiertamente contrarias a cualquier posibilidad de regularización. El discurso de los derechos se vio desplazado por un discurso ideológico de signo abolicionista que, en nombre de la igualdad y  de la dignidad de la mujer, confundía bajo una sola voz la prostitución voluntaria y  la coercitiva, cualquier migración autónoma y la trata sexual de personas. Todas eran consideradas atentatorias de los derechos humanos de las mujeres y todas compartían su condición de prácticas ética y jurídicamente intolerables.

A partir de ese momento, se han desarrollado en el Estado español numerosas estrategias institucionales que tienen como signo común  el acoso y la discriminación sistemática de las trabajadoras del sexo, especialmente de las extranjeras y de las que  captan a sus clientes en las calles, parques y polígonos de las ciudades, que obviamente son las más visibles y las más vulnerables. Hacia ellas hay un creciente hostigamiento policial y se están generalizando las ordenanzas municipales que persiguen a los clientes y que sancionan económicamente la prostitución que se ejerce en el espacio público.  En muchas ciudades, los insultos, las amenazas y las multas están a la orden del día, incrementando el estigma, la pobreza y la exclusión social de las trabajadoras sexuales. Las detenciones arbitrarias y la aplicación – “negociada”- de medidas de expulsión cuando se trata de mujeres extranjeras, completan este panorama desolador.

La salvaguarda de la ley y el orden es la consigna de las nuevas políticas normalizadoras que se manifiestan en ese control exhaustivo del espacio público y de la inmigración ilegal. Tratándose de  mujeres, el vector de opresión y persecución tenía que venir representado, una vez más, por la sexualidad. Es su comportamiento desviado en el ejercicio de una sexualidad  “ilegítima”, el que las hace indeseables o peligrosas o, simplemente, propicias a  ser víctimas de un potente sistema sancionatorio de carácter social y legal. Hay toda una suma de prejuicios morales, de clase, colonialistas y de género que  favorecen esa afirmación de una sexualidad marginal y estigmatizada, que es la que opera aquí como justificación de la exclusión y de la negatividad que arrastra el trabajo del sexo.  La total vulnerabilidad frente al estado de un grupo social que está siendo  constantemente cuestionado, permanentemente bajo control y, por tanto, socialmente precario funciona como garantía segura de su victimización. 

LAS VOCES QUE SE CONFUNDEN BAJO EL ABOLICIONISMO

En sus orígenes la ideología abolicionista se propuso abolir la reglamentación estatal de la prostitución, vigente en casi todo el mundo a partir de la segunda mitad del siglo diecinueve. De ahí toma su nombre y su historia, que es inseparable de los primeros movimientos feministas que se desarrollaron en Europa.

La primera Federación abolicionista, liderada por Josephine Butler y su movimiento nutrido de mujeres respetables de clase media,  veía en la tolerancia estatal de la prostitución –propia del reglamentarismo- una estrategia que condenaba a las prostitutas a una vida de pecado que las estigmatizaba y las hacía esclavas de la sexualidad y del vicio masculinos. Su liberación se proclamaba en nombre de la moral y de un patrón único de castidad que concebía la prostitución como una envilecida alternativa sexualizada a la feminidad materna y doméstica. Las prostitutas eran la “otra” degradada (Walkovitz), mujeres “caídas” que iban a ensayar por primera vez, bajo el feminismo incipiente,  su reconocimiento como víctimas vulnerables cuya opción por el trabajo sexual debía explicarse por el efecto de patologías o situaciones económicas extremas o bien, de su debilidad psíquica, su inmadurez y su fragilidad ante engaños y presiones (Juliano).  Un pretexto que resultó muy útil al abolicionismo para mantenerlas al margen. Con su victimización se las hacía agentes involuntarios de su propia historia.

Pero la ideología abolicionista no podía olvidarse de sus transgresiones al orden  moral establecido. Las nuevas empresarias morales debían velar por su salvaguarda y la misma hermandad entre mujeres quedó marcada, desde el principio, por un discurso fuertemente disciplinario: “las hermanas mayores del mundo queremos la oportunidad de proteger a las hermanas pequeñas y más débiles, rodeándolas de las leyes adecuadas para que las obedezcan para su propio bien” (DuBois y Gordon). Se habían sentado las bases para una supuesta solidaridad entre mujeres que aparecía regida por leyes de obediencia y discriminación. Son la esencia del abolicionismo: mitad tutela, mitad prohibición.   

Desde entonces las políticas abolicionistas están contagiadas de esa dualidad –mujer víctima/mujer desviada–  que sigue presente en un sector del pensamiento feminista y en el lenguaje de las leyes.

En cuanto a esto último, el ejemplo español es muy significativo.  Una vez abandonado el reglamentarismo existente en torno a la prostitución con el cierre de las mancebías y casas de tolerancia y definitivamente implantado el abolicionismo hacia los años sesenta del pasado siglo, nuestro país se hizo también prohibicionista.  Al mismo tiempo que la prostitución era declarada legalmente tráfico ilícito por virtud de un “interés moral social” en velar por la dignidad de la mujer, se desarrolló un fuerte impulso criminalizador que alcanzó a las mujeres que ejercían la prostitución: podían ser detenidas hasta quince días en los calabozos sin cargo alguno; o llevadas a una prisión especial o a un reformatorio a cargo del Patronato de Protección de la Mujer para su “redención”; o ser acusadas de delito de escándalo público; o, por último, ser privadas de libertad como sujetos presuntamente peligrosos por la Ley de Vagos y Maleantes primero y más tarde por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, que estaría en vigor durante veinte años más (Nicolás).

Hoy su situación legal no ha cambiado sustancialmente. El Código penal protege supuestamente a las mujeres en prostitución, aún si la deciden en libertad, cuando castiga a los que se lucran con ella (art. 188,2º CP) pero, al mismo tiempo, existe un amplio espacio disciplinario para combatir su ejercicio más visible, el que se realiza en las calles. Bajo el pretexto de salvaguardar el orden público,  las nuevas Ordenanzas Municipales sancionan con multas a prostitutas y clientes implicados en cualquier negociación sexual. Tratándose de inmigrantes ilegales, el discurso oficial se hace aún más confuso porque invoca la supuesta protección de unos derechos que son, a la postre, los que resultan vulnerados.  Y es que las políticas estatales son  tanto más eficaces cuanto menores son los recursos de poder de que disponen sus destinatarios.  Estoy pensando en políticas de control de la inmigración claramente restrictivas de los derechos de las mujeres extranjeras, por ejemplo, en cuanto a un insidioso acoso policial, frecuentes detenciones o  una generalizada aplicación de medidas de expulsión. Varios estudios en el contexto español nos dan cuenta de experiencias de redadas policiales en la calle o en clubes bajo el pretexto de detener a proxenetas y chulos supuestamente sospechosos de explotación sexual y quienes resultan detenidas y expulsadas son las supuestas “víctimas”: doblemente víctimas, por cierto, según el abolicionismo oficial, de la explotación sexual y de las redes migratorias que, sin embargo, son tratadas como culpables en virtud de su entrada al país “ilegalmente” o de permanecer en él “irregularmente” (Casal y Mestre).

Llama la atención que estos excesos prohibicionistas no sean combatidos por el feminismo abolicionista en su afán por garantizar, a toda costa, la obediencia a un orden sexual que debe permanecer incuestionado. A su indiferencia ante los problemas humanos de las prostitutas y de insolidaridad con su lucha  se refería hace unos años Mathieu, cuando denunciaba el importante cambio de actitud que este movimiento había mostrado ante dos acontecimientos similares protagonizados por trabajadoras sexuales y sucedidos en Francia con veintisiete años de distancia: la ocupación de iglesias de Lyon en 1975 en protesta por la represión policial y en favor de sus derechos sociales y las movilizaciones de 2002 en contra del proyecto de ley Sarkozy  sobre la criminalización de actitudes meramente pasivas en el ejercicio de la prostitución en la calle y la política de expulsión de las prostitutas extranjeras. Nos cuenta la autora que, frente a la posición que adoptó el feminismo de entonces, de apoyo a las trabajadoras sexuales en una campaña solidaria por “la causa general de las mujeres”, el de hoy renunció a esa alianza contra la represión estatal por considerar que podía entenderse como “una empresa de legitimación de la actividad de la prostitución”. Y concluye Mathieu: “mientras que las feministas abolicionistas y las militantes de los derechos de las trabajadoras sexuales se enfrentaban, el Parlamento votaba la ley de seguridad interior que preveía una pena de prisión de dos meses y una dura multa por las referidas conductas”. El viejo lema de la campaña de 1975, “nos enfants ne veulen pas que leurs mères aillent en prison”, no sirvió esta vez para nada.

Seguramente merece la pena detenerse en analizar ese inquebrantable ideario feminista.

LA DUALIDAD MUJER VÍCTIMA/MUJER DESVIADA EN EL DISCURSO FEMINISTA ABOLICIONISTA.

A medida que el viejo argumento de la inmoralidad iba perdiendo toda su fuerza social con las transformaciones en la ideología y en la cultura de los tiempos –la liberación sexual, en particular-, se fue imponiendo en el pensamiento feminista abolicionista un nuevo paradigma enemigo de la prostitución: el de la violencia de género. En una primera Reunión celebrada en Madrid en los años ochenta acerca de las causas socioculturales de la prostitución y estrategias contra el proxenetismo y la explotación sexual de las mujeres, se inició en nuestro país ese proceso de identificación de la prostitución como “violencia sexista”. A juicio de los Expertos presentes en ese evento, la prostitución debía ser articulada a partir de las dos nociones que garantizaban el estatus de víctima de las prostitutas: de una parte, el “concepto del patriarcado” y de poder masculino atentatorio de la dignidad y la integridad de las mujeres  y, de otra, el de “la estratificación social”, definido a partir de dos claves importantes, la noción de pobreza  (diferencias de clase, división sexual del trabajo …) y de fragilidad femeninas (resultado de carencia afectivas o de violencias físicas y sexuales vividas en la infancia). En la prostitución, afirmaban, “el cuerpo de la mujer se asimila a una mercancía y la mujer es rebajada a la categoría de objeto. El sexo que el cliente compra transforma necesariamente su cuerpo en un instrumento para el uso de los hombres. Este intercambio mercantil trastorna violentamente la personalidad de la mujer y destruye en ella el sentido de su valor. Por ello es un atentado a la dignidad de las mujeres y constituye una forma de violencia sexual”.

La consecuencia obligada de este discurso victimista sobre la mujer, tenía que ser la negación de cualquier forma de prostitución libre y la prohibición del derecho a prostituirse: “la prostitución, concluían los Expertos, no puede existir como derecho, pues usurpa y niega otros derechos humanos reconocidos a la mujer: derechos a la dignidad humana, a la integridad corporal, a los bienes físico y mental. La prostitución niega la igualdad y constituye una grave discriminación sexual. La prostitución promueve el racismo y el sexismo por medio de estereotipos que afianzan la explotación sexual de las mujeres, todo lo cual evidencia la imposibilidad de subordinar la indemnidad de esos derechos a la instrumentalidad de una elección individual”. En esta última afirmación se encontraba ya el origen de  la desviación que se atribuye a quienes se deciden a favor del trabajo sexual. Se trata de un nuevo discurso moral, que se expresa en términos de defensa de la igualdad y de los derechos humanos, y que hace responsables a las trabajadoras sexuales de una especie de traición al género. Una afrenta a las otras mujeres por despreciar el orden sexual establecido: “la prostitución atenta contra la integridad de la identidad femenina y socava la propia estima de las mujeres, afecta a la mujer en su conjunto, afianzando la idea de que la mujer es un objeto, rebajando su condición humana y consolidando la inferioridad de la condición femenina en todo el mundo”.

Este planteamiento, tan expresivo del carácter coercitivo del estigma que se asocia al trabajo sexual  y de su efecto expansivo (Osborne),  ha estado presente en los debates que se iniciaron en 2006 en torno a la situación de la prostitución en el Estado español y se ha convertido en la posición oficial del feminismo. A partir de él, las trabajadoras del sexo no sólo deben asumir la devaluación que se les impone –de personas a cosas, a mercancías susceptibles de venta o arriendo- sino, además, su responsabilidad por la devaluación de su género. Es el signo característico de las ideologías discriminatorias que sirven para rotular a las personas sancionadas como distintas e inferiores en razón a la defensa de una determinada norma, legitimando  opciones de control siempre excluyentes (Juliano). Aquí, el mensaje normativo es claro y tiene un fuerte efecto pedagógico: la sociedad debe oponerse al sexo por dinero porque es el símbolo de la opresión patriarcal y de la objetivación y victimización femeninas.

La clave se encuentra en una determinada perspectiva de género. Conforme a ella, la prostitución se considera parte del ejercicio de la ley del derecho sexual masculino, uno de los modos en que los varones se aseguran el acceso al cuerpo de las mujeres y obtienen reconocimiento público como amos sexuales de las mujeres (Barry). Por ello, su defensa como liberación sexual humana se interpreta como  defensa no sólo de la fuerza y del terrorismo sexual, sino de la subordinación de las mujeres (Mackinnon).

Esa llamada al esencialismo femenino y a la sacralización de la sexualidad de la mujer impide valorar datos tan relevantes como la existencia de un importante sector de la prostitución masculina o transexual en aumento, o la búsqueda de  placer sexual o la obtención de dinero como valores defendibles, e incluso reivindicables y confunde la libertad sexual con un contrato de subordinación o de esclavitud.

No es de extrañar que, bajo estos presupuestos ideológicos, se confundan tan a menudo prostitución y trata, cuando quienes prestan los servicios sexuales son inmigrantes. A la vulnerabilidad simbólica que arrastra el género –mujeres “debilitadas” por abusos en la infancia, mujeres “inocentes y sumisas”-, se asocian ahora otras desvalorizaciones por razones de  etnia –mujeres “atrasadas e ignorantes” – o económicas – mujeres “pobres y sin recursos”,  que favorecen su victimización (Agustín). Los medios de comunicación y muchos informes “bienintencionados” contribuyen a esa “mirada colonial” que pone en marcha todo un dispositivo tutelar que les perjudica, porque su efecto es el control y la opresión estatal.

Son, parece, males menores para el feminismo abolicionista. En su afán por erradicar la violencia de género que se asocia al sexo por dinero –léase prostitución y todo lo que tenga que ver con ella-  olvidan la premura de una ciudadanía laboral para las mujeres en nuestro mundo globalizado. La vieja idea de salvación, de rehabilitación -para borrar el signo de la degradación- sustituye al necesario empoderamiento de las trabajadoras sexuales para  decidir el rumbo de sus vidas.  En definitiva, por defender a la Mujer (en mayúscula) sacrifican a las mujeres concretas (Molina), negándoles el reconocimiento de su libertad para prostituirse –y, desde luego, para emigrar con ese fin-, criminalizando su entorno en aras de una protección que nadie les demanda. Ellas menos que nadie. Porque el precio es el estigma y la exclusión social.

A cambio se impone una visión trafiquista que simplifica la realidad en una suerte de dicotomía entre malos y buenos: de una parte, las mafias criminales que engañan y explotan; de otra, las inocentes  víctimas, presas del engaño y la explotación. No se admite prueba en contrario, ni de lo uno ni de lo otro porque se trata de una estrategia interesada. Bajo ella se silencian las raíces económicas, legales, sociales y políticas de una inmigración legítima que buscan ser ocultadas a toda costa. Las  verdaderas perdedoras son las mujeres que quedan a merced de mitos populares –como  “esclavas sexuales” -y de la falta de reconocimiento de su autonomía y capacidad de decisión (Doezema).

ALGUNAS REFLEXIONES FINALES

No es verdad que la regulación del trabajo sexual incremente el tráfico y la explotación y favorezca la expansión de la industria del sexo. Es un tópico más que la realidad  desmiente. Un  estudio  de 2005 sobre las políticas relativas a la prostitución en veinticinco Estados miembros de la Unión Europea y su impacto sobre la trata de seres humanos reconoce al modelo laboral de reconocimiento de derechos un efecto minimizador del daño y protector de las garantías de quienes se prostituyen. Es también la posición de la OIT:  “Guste o no, sea legal o no,  la prostitución es una actividad económica … y la misión de la OIT es mejorar las condiciones laborales y promover los derechos humanos de todos/a los/as trabajadores/as”

Lo que asegura la continuidad del mercado del sexo, hoy crecientemente internacionalizado, es a cambio una compleja red de intereses creados, tanto privados como gubernamentales, en torno a una industria fuertemente organizada y de enorme magnitud en la economía mundial (Lean Lim). La regulación de la prostitución contribuye a visibilizarlos y a perseguirlos. Su desregulación –y más aún la criminalización de su entorno- los oculta  como parte de la economía sumergida  y los hace resistentes a cualquier forma de control, financiero o penal, favoreciendo  un imparable enriquecimiento ilegal de esa industria a costa de las personas traficadas y explotadas. No es un secreto que la criminalidad organizada obtiene sus mayores beneficios en situaciones  de clandestinidad y  prohibición.

No son mejores las consecuencias que se siguen de una política abolicionista severa en cuanto al entorno más próximo de la prostitución. Los informes más fiables que nos llegan del ejemplo abolicionista sueco, tan admirado por el oficialismo feminista de nuestro país, ponen de manifiesto una realidad muy parecida: las trabajadoras del sexo no desaparecen ni tampoco los proxenetas ni los clientes pero se invisibilizan, las relaciones  se despersonalizan y cambian de lugar y de vías de contacto,  haciendo más inseguras y más penosas las condiciones de existencia de quienes prestan los servicios sexuales (Kulick y otros).

Es el precio de la opresión. La respuesta no puede ser otra que la desrepresión y el reconocimiento de derechos como exigencia ineludible de nuestro amenazado estado social.

¿Qué derechos?: derecho al trabajo y a unas condiciones laborales dignas, garantías jurídicas de protección frente a la patronal, inclusión en el Estatuto de los Trabajadores, libertad de asociación y sindicación, abolición del trabajo infantil, eliminación de la discriminación respecto al empleo, descansos semanales, horarios limitados, vacaciones pagadas, horas extraordinarias, plus de nocturnidad, protección frente al despido, salud e higiene en el lugar de trabajo, prevención de riesgos laborales y derecho a la seguridad social con prestaciones tan importantes como desempleo, incapacidad laboral temporal o permanente por enfermedad o  jubilación (ESCODE).  Es un dato indicativo que dos sindicatos representativos del Estado español –CC.OO. y CGT-, lleven estas reivindicaciones en sus programas.  Optar simplemente por la desrepresión, esto es, por negar reconocimiento jurídico al trabajo sexual y reivindicar para quienes lo realizan una libertad de hecho, marcada por la resistencia a cualquier práctica disciplinaria es, desde luego, sugestivo, todavía más si se plantea como una vía posible para un proceso de emancipación femenina no excluyente para las trabajadoras del sexo migrantes, como propone Covre. Es cierto que, a falta de un estatuto de ciudadanía universal y bajo el restringido concepto de ciudadanía impuesto en nuestras sociedades capitalistas que lo  supedita al mercado laboral formal, el reconocimiento legal de la prostitución como trabajo permite acceder a los derechos sociales básicamente a las trabajadoras autónomas. Pero entiendo que es una estrategia, hoy por hoy más realista, para la conquista de indispensables derechos económicos y sociales. El recurso al Derecho es aquí útil, siquiera sea estratégicamente, para deconstruir su ilegitimidad en la exclusión de esos derechos básicos: para las prostitutas autóctonas y para las extranjeras porque, unas y otras, están fuera del concepto de ciudadanía, a merced de políticas neoliberales, cada vez más invasivas, de contención y de control. Quedarse fuera de la lógica del derecho sólo atrae debilidad y continuismo en la desprotección de uno de los colectivos que más desprotegidos están.


[1] El texto de este epígrafe fue asumido en 2010 por la Plataforma por una Justicia garantista y no discriminatoria  de los derechos de l@s trabajador@s del sexo

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