Primera aproximación a Andrés Di Tella
Javier Benítez Láinez
A menudo el talento, la sensibilidad para captar la belleza de un paisaje, o la capacidad para la crítica y para la denuncia a través del arte son facultades que ciertas personas adquieren en un momento concreto de sus existencias y que desarrollan luego a lo largo de sus vidas. Sin duda alguna, tales facultades vienen determinadas en muchas ocasiones por las circunstancias familiares, las cuales marcan de manera tajante e indeleble la historia personal de cada individuo. Porque ¿cómo habría sido, por ejemplo, la poesía de Jaime Gil de Biedma sin su infancia burguesa? O más aún, ¿hubiera llegado a ser poeta?
En el caso del documentalista argentino Andrés Di Tella (Santiago de Chile, 1958), son varios los hechos que influirán o marcarán su forma de ver la vida y de hacer cine, comenzando con la anécdota de su propio nacimiento en la capital chilena, en cuya universidad su padre había sido contratado ese mismo año. Andrés Di Tella, desde que era un bebé, se acostumbró a llevar una vida errante, la de sus padres. Pero algo trascendente que dejó impronta en su todavía universo infantil de los nueve años, fue el que sus progenitores tuvieran que emigrar a Londres entre 1968 y 1973, empujados por los acontecimientos políticos de la siempre convulsa Argentina. Allí, la clasista sociedad británica, por medio de los compañeros de colegio de Di Tella, se encargó desde el principio de dejarle las cosas claras al identificarlo como indio y no como el argentino que él creía ser. Esta pérdida de identidad y de inocencia le hizo experimentar, de repente y por primera vez, lo que era el racismo. Pero la creación artística tiene la virtud de poder equilibrar la balanza a favor de quien escribe, o pinta, o hace cine contra sus demonios. De esta manera, el cineasta consigue exorcizar sus angustias (el peso insoportable de la identidad, la familia, el país, la sangre, la raza…) con sus películas.
Aunque en 1985 ya dio sus primeros pasos en el mundo cinematográfico y continuó desde entonces colaborando en diversas producciones y dirigiendo sus primeros trabajos, no es hasta diez años después cuando dirige sus dos primeros largometrajes documentales: Montoneros, una historia (1995) y Prohibido (1997). En Montoneros, Ana, una ex-montonera, evoca la experiencia de los años violentos de la Argentina en el movimiento montonero con los ojos del presente y con los interrogantes que aún no ha podido responderse. Historia personal y colectiva a la vez, evoca los días tumultuosos de su juventud enhebrando testimonios e imágenes de noticieros y grabaciones de vídeo que reproducen rostros y episodios claves de aquellos años. En Prohibido, Di Tella muestra varios apuntes sobre el miedo bajo la dictadura, el exilio, la identidad, la censura, la búsqueda de desaparecidos y la elaboración artística del duelo por parte de los hijos. Prohibido está realizada por medio de un sistema de collage, en el que se mezcla material de archivo, entrevistas puntualizadas por retratos en blanco y negro, y fragmentos de películas.
Filmada en primera persona, La televisión y yo (2003) es una película-ensayo audaz, extraordinariamente aventurera, que entrelaza la génesis de la TV con tres tramas paralelas: el imperio del pionero Jaime Yankelevich, el imperio industrial de la familia Di Tella, y el imperio endeble, permeable y amenazado de la memoria argentina. Di Tella, que pasó siete años de su infancia ausente del país, intenta reconstruir qué pasó durante ese período con la televisión argentina. La evocación de la figura de su abuelo lleva a Di Tella a reencontrarse con su padre. «Tal vez hice toda la película para poder hablar con mi padre», dice Andrés Di Tella desde el off de La televisión y yo.
En Fotografías (2007) Di Tella viaja por primera vez a la India en busca del pasado indio de su madre, y se encuentra con una serie de hechos inesperados. Dice el cineasta: «Comencé rastreando el pasado de mi madre, que nació en India, un hecho bastante inusual en Argentina. Además, mi madre, como suele pasar con los que emigran, cortan de alguna manera el vínculo con su patria de origen y no suelen transmitir a los hijos muchos de su cultura. Pasó en mi caso. Yo no sabía nada de India hasta que ella murió y fue la motivación para viajar con mi propia familia, mi mujer y mi hijo, para indagar en ese pasado un poco enigmático de mi madre y al mismo tiempo una parte de mi propia identidad.»
El país del diablo (2008) retrata un viaje que Andrés Di Tella realiza por La Pampa, tras los pasos de Estanislao Zeballos. Escritor, periodista y geógrafo, Zeballos era un típico erudito del siglo XIX. Fue el principal ideólogo de la Conquista del Desierto -el exterminio de las tribus originarias de La Pampa por parte del Ejército Nacional- pero también el primero en rescatar la cultura e historia de los indios argentinos, los mismos que él propuso exterminar. Empezó a desarrollar su investigación durante ese viaje que hizo en 1879, apenas unos meses después de la «conquista», para confeccionar el primer mapa científico de la región. De su extraña toponimia, que mezcla nombres de caciques mapuches y coroneles expedicionarios, salió el título de la película: «Antiguo País del Diablo».
En su último trabajo, Hachazos (2011) un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja maleta de cuero comprada en la India. Son los originales de sus películas, todas en super-8, un formato obsoleto, en vías de extinción, que no permite copias. Esa maleta es como el manuscrito de su autobiografía. Se trata de Claudio Caldini, luthier y realizador cinematográfico, quien habría de convertirse en un autor emblemático, polémico y todavía hoy transgresor. El de Caldini no es un cine experimental, es radiográfico. «Caldini hace cine solo, sin dinero, sin nadie. Ata la cámara a una soga y la revolea por encima de su cabeza, pinta o perfora el celuloide, monta la cámara encima de una bicicleta, filma sombras, crea animaciones con la luz que entra por una ventana, amplía las posibilidades del cine hasta hacer lo imposible», recuerda Di Tella. «Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín. Escapó a la India detrás de una utopía y perdió casi todo, hasta la razón. Fue expulsado de un ashram e internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década, tuvo 36 domicilios provisorios y abandonó el cine. En los últimos años, recaló como cuidador de una quinta. Allí vive, humildemente.» En su cine, Di Tella acostumbra a relacionar lo expuesto con su propia vida, y el caso de Hachazos no es una excepción a esa regla no escrita. «Hablar de Caldini es también hablar de mi propia relación con el cine. La primera vez que estuve en una filmación, o algo parecido, fue cuando todavía estaba en la escuela. Se trataba de una performance en la que la artista Marta Minujín, amiga de mi madre, se enterraba viva. Yo tiraba la tierra, Caldini filmaba en Súper 8. No lo volví a ver durante muchos años.»