Un camino más para el cine

Andrés Di Tella

El documental y yo*

El texto El documental y yo, que publicamos en esta segunda entrega sobre Andrés Di Tella, es una lúcida reflexión, escrita con una agudeza nada común, sobre las fronteras de lo real y lo ficticio, lo personal y lo objetivo. Cerramos el espacio dedicado al cineasta argentino con una completa filmografía suya.

Andrés Di Tella

1

Tres rabinos van en un taxi. El primero suspira y dice:
-Cuando pienso en Dios, me digo que realmente soy muy poca cosa.
El segundo rabino le dice al primero:
-Si tú eres muy poca cosa, entonces ¿qué soy yo? Yo no soy nada.
El tercer rabino le dice al segundo:
-Si tú no eres nada, entonces ¿qué soy yo? ¡Soy menos que nada! ¡Estoy por debajo de todo!
En ese momento el taxista, que es negro, se da vuelta y les dice:
-Pero, si hablan de esa forma, si dicen que no son nada, que incluso son menos que nada, entonces, ¿qué soy yo? ¡No hay ni palabras para describirme! ¡Yo no existo!
Entonces los tres rabinos lo miran y dicen:
-Pero ¿éste quién se ha creído?

2

En 1953, Witold Gombrowicz empieza su diario, escrito para ser publicado en una revista polaca de París mientras él vivía en la Argentina, con una respuesta anticipada a la misma pregunta de los rabinos. En su primera entrada, correspondiente al lunes, anota simplemente: «Yo». Y sigue así: Martes: «Yo». Miércoles: «Yo». Jueves: «Yo». Recién el viernes pasa a otro tema.

Más adelante, un miércoles, responde a una mujer que lo acusa de egocéntrico: «Esa mujer exige que me olvide de que soy yo, y sin embargo sabe perfectamente que cuando yo tenga un ataque de apendicitis, seré yo quien va a gritar, y no ella. La enorme presión a la que estamos sometidos actualmente desde todos los lados – para que renunciemos a nuestra propia existencia -, como todo postulado imposible de realizar, conduce sólo a la deformación y el falseamiento de la vida. (…) En particular, un artista que se deje embaucar y dominar por este convencionalismo agresivo está perdido. No os dejéis amedrentar. La palabra yo es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más palpable y por tanto la más honesta, tan infalible, como guía y tan severa como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de rodillas.»

3

Mi última película, La televisión y yo, tiene la particularidad de ser un documental en primera persona, lo cual todavía es considerado entre nosotros como una contradicción. En el documental, partiendo de mis primeros recuerdos de la televisión, voy de la historia nacional a la historia familiar, ida y vuelta, de lo público a lo muy privado. Ya son dos los críticos (se ve que hablan entre ellos) que me han dicho que les parecía «muy temerario» que yo aparezca tanto en la película y que me haya expuesto tanto en lo personal. No era necesariamente una crítica pero yo lo interpreté como una variante del «¿éste quién se ha creído?»

Uno de los primeros documentales en primera persona que vi era el de un joven cineasta japonés (no me acuerdo el nombre) que luego de estudiar en Londres volvía a Japón para enfrentar a su familia con su recién asumida homosexualidad. Era una primera película incómoda y no del todo lograda, pero el evidente riesgo personal puesto en juego le daba mucha fuerza. No me acuerdo (tampoco) qué cineasta norteamericana decía que el documental personal, para tener legitimidad y no ser una simple expresión de narcisismo, debe representar una especie de «coming out» del documentalista, como se dice de los homosexuales que se atreven a salir del ropero. Es decir, no debe ser un gesto gratuito para la persona del cineasta, debe haber algún riesgo, debe implicar una actitud que a un crítico pacato le resulte «temeraria». De cualquier manera, supongo que detrás de la censura a la expresión personal – tan argentina también -, detrás del miedo a hablar en nombre propio, hay una inquietud válida. ¿Por qué tiene que hablar en primera persona un documentalista? ¿Qué necesidad tiene de contarnos sus problemas?

Después de haber trabajado durante más de diez años en documentales, aquí y en el exterior, empezé a chocarme con las paredes del género. Me frustran cada vez más las limitaciones que los documentalistas nos imponemos a nosotros mismos para expresar nuestras preocupaciones a través de la palabra y las historias de otros. Cuando hice Prohibido, en 1997, que era una investigación sobre lo que pasó con la cultura argentina durante la dictadura militar de 1976-83, me vi en grandes dificultades para obtener testimonios de parte de aquellos periodistas, intelectuales o artistas que hubieran colaborado de alguna forma con el régimen.

Finalmente conseguí dos o tres testimonios valiosos, por ejemplo el de Kive Staiff, quien tuvo la valentía de defender su controvertida gestión al frente del Teatro San Martín, el principal teatro oficial del país, confesando que había perdido amigos que lo acusaron de «colaboracionista». Mi intención no era la de «escrachar» a Staiff, o a algún otro, sino más bien examinar las decisiones que tomó cada uno para seguir trabajando y produciendo en circunstancias desde luego difíciles. Yo de hecho lo que hago cuando recojo testimonios es tratar de ponerme en el lugar de esa persona que me está trasmitiendo su experiencia, tratar de comprender, hasta de preguntarme qué hubiera hecho yo. Mis «entrevistas» son verdaderas conversaciones, intercambios en los que yo hablo tanto como el que está del otro lado de la cámara. Sólo que, hasta ahora, dejaba caer mi parte de la conversación al piso de la sala de montaje.

De cualquier manera, en Prohibido casi nadie quería dar la cara. Las llamadas telefónicas, los mensajes en contestadores, las negociaciones con secretarias o allegados, las garantías exigidas y ofrecidas, la intermediación de terceros para convencer a un posible entrevistado, las esperas y las citas fallidas, los encuentros casi clandestinos, off the record, las conversaciones sesgadas, las preguntas indirectas, las mentiras decorosas… En fin, las peripecias y tribulaciones de la investigación y de los intentos frustrados por conseguir testimonios que no conseguí, todo eso quizá habría sido más interesante como relato que simplemente ofrecer – como hice – los magros resultados que obtuve, por más valiosos que éstos fueran. Todo documental sobre el pasado nos habla, más que nada, del presente. Contar mis problemas para hacer la película – mi fracaso – también hubiera sido revelador de por qué, tantos años después, la sociedad argentina se resiste a dar cuenta de lo que realmente sucedió en esos años. Pero sólo se me ocurrió esa posibilidad después de terminada la película.

4

Cualquiera con alguna experiencia de hacer documentales tiene conciencia de que frente a la cámara del documentalista hay actuaciones. Sin querer entrar en una discusión complicada, se podría incluso aceptar el argumento de que en la vida cotidiana todos actuamos y asumimos identidades más o menos ficticias, de acuerdo a las circunstancias. Sería raro que no lo hiciéramos delante de una cámara. Esta es una discusión vieja como el documental. En mi propia experiencia, filmar a alguien es caminar sobre un piso bastante resbaladizo, donde la presencia de la cámara puede suscitar cierta falsedad en el comportamiento pero también dar lugar a revelaciones que sin la cámara no se producirían. Toda mi «técnica» documental tiene que ver con saber jugar en un vaivén entre conciencia y olvido. La conciencia de que estamos filmando genera en el sujeto una entrega de sí difícilmente obtenible sin el compromiso con el acto documental. Por otro lado, hay que conseguir olvidar por momentos la cámara, de lo contrario el peso de ese compromiso puede resultar inhibitorio. Y en ese vaivén entra en juego la actuación.

Probablemente haya sido Robert Flaherty, uno de los pioneros del género, el que inauguró la práctica del documental «actuado». Flaherty no sólo no tenía reparos en pedirle a Nanook el Esquimal que repitiera para la cámara situaciones de su vida cotidiana, sino que tampoco se privaba de pedirle que interpretara actividades que nunca había hecho ni visto, como ir a cazar un lobo marino con harpón, o de inventar relaciones entre los personajes que no eran las reales (la «mujer» de Nanook parece que en realidad era una amante esquimal de Flaherty). No es un dato menor el hecho de que Flaherty había filmado un documental anterior en Alaska cuyo material se quemó en un incendio. O sea que de alguna manera todo era como una repetición o reconstrucción. Nanook el esquimal (1922) no deja de ser un testimonio histórico de una forma de vida que ya en tiempos de Flaherty estaba en vías de extinción.

Es posible argumentar que Flaherty fue, en realidad, un precursor del neorrealismo, pero sus métodos «inescrupulosos» cayeron en desgracia dentro de la tradición documental. El momento fundacional del documental moderno fue alrededor de1960 en Estados Unidos, cuando surgió la utopía del direct cinema, que se proponía reducir al mínimo la intervención del cineasta y reflejar la realidad tal cual es. La fantasía fue posible por la creación de nuevos equipos portátiles más livianos y una película más sensible, que permitían filmar cámara en mano con sonido sincrónico y menos luces artificiales en casi cualquier lugar. En esa fantasía, la cámara del documentalista se transformaba en una «mosca en la pared», capaz de observar y registrar los acontecimientos como si no estuviera allí.

Pero al mismo tiempo que creaba el mito de la objetividad y la no intervención del equipo filmador en la práctica del documental, el cine directo tuvo el efecto paradójico de estimular la actuación en los documentales. En su versión más rigurosa, el cine directo no permitía interrogar o dar indicaciones a los sujetos del documental, por lo que los incitaba a tomar la iniciativa. La elección de protagonistas para documentales empezó a tener visos de casting donde lo que se buscaba eran personalidades extravertidas que se comportaran espontáneamente delante de la cámara y actuaran motu proprio, sin necesidad de ser dirigidos. Como mínimo, tenían que poder hacer de cuenta que la cámara no estaba allí.

Y en realidad, algunos de los films más memorables de esa escuela tienen como sujetos a «performers», como Bob Dylan, que con sus provocaciones y ocurrencias hace su propia puesta en escena en Don’t Look Back de D. A. Pennebaker. O como John Fitzgerald Kennedy y su hermano Robert que, cada uno en su película (Comicios y Crisis de Robert Drew), prácticamente inventaron el prototipo del político mediático telegénico que no para nunca de actuar para las cámaras. O personajones como las dos excéntricas damas de sociedad, que también montan su propio show en el clásico de los hemanos Maysles Grey Gardens. La ausencia de entrevistas y la reducción o eliminación de la narración en off también obligó a los cineastas a narrar con secuencias de imágenes, con el mismo lenguaje del cine de ficción, armando en el montaje situaciones dramáticas de acciones y reacciones, a base de planos y contraplanos que no siempre correspondían estrictamente a la misma situación real. De ahí que las mejores películas del direct cinema se parezcan mucho a ficciones, no obstante la declaración de fe documental de sus creadores.

Es como el cuento de Groucho Marx del tipo que va al psiquiatra porque su mujer está loca y cree que es una gallina. El psiquiatra le dice que le mande a la mujer y que él le va a solucionar el problema. Pasa un tiempo y el hombre vuelve al médico.
-¿Qué pasa? ¿No se curó su mujer?
-Sí, se curó. Ya no se cree más una gallina.
-¿Y entonces cuál es el problema?
-El problema es que necesito los huevos…

Los métodos de Flaherty habían caído en desgracia, pero como en el cuento de Groucho, los documentales seguían necesitando de actuaciones.

6

Casi al mismo tiempo que aparecía el direct cinema en Estados Unidos, en Francia se daba a conocer el cinéma vérité. Los dos términos se han confundido con posterioridad y muchas veces se denomina a uno con el nombre del otro. Pero en un principio se trataba de dos ideas bien distintas. En el cinéma vérité no se juega a la invisibilidad de la cámara, sino que se parte del principio que un documental no es otra cosa que un encuentro entre los que filman y los que son filmados. La figura clave del cinéma vérité es Jean Rouch, un etnógrafo marcado por el ejemplo de Flaherty, que como hemos visto no tenía reparos en mezclar registro y recreación en el documental. Pero Rouch también era aficionado al surrealismo (fue amigo de Breton y Buñuel), y a su manera llevó a la práctica cinematográfica la creencia surrealista en el poder expresivo de la improvisación y el azar, de los sueños y las fantasías.

En Yo, un negro (1958) los sujetos documentales eran amigos africanos de Rouch que se inventaban un personaje e improvisaban situaciones a partir de esa identidad: el protagonista, por ejemplo, es un muchacho que trabaja en el puerto pero que asume la identidad de Edward G. Robinson, el actor de Hollywood. Al visionar el material filmado, el muchacho fue improvisando un monólogo que funciona como la voz en off de sus pensamientos. Este juego, extremadamente simple y sofisticado a la vez, que mezcla actuación y registro cotidiano, revela mucho más sobre la existencia y la subjetividad de estos jóvenes africanos de lo que hubiera resultado de un tratamiento más objetivo. Para Rouch, lo que revela un documental no es «la realidad» en sí sino la realidad de una especie de juego que se produce entre unas personas delante – y detrás – de una cámara. Es por eso que Godard, gran admirador de Rouch, señaló a propósito de Yo un negro que «todo gran film de ficción tiende hacia el documental, así como todo gran documental tiende hacia la ficción».

En Crónica de un verano, realizada en 1961 con los nuevos equipos que permitían grabar en la calle con imagen y sonido sincrónicos, Rouch dió un paso más. Ahora es el propio cineasta el que aparece en pantalla, aunque tímidamente, en conversaciones «previas» con los sujetos del documental, en este caso jóvenes parisinos que se preguntan por la felicidad (también se trata de amigos y allegados de Rouch y de su coequiper Edgar Morin). En la primera conversación, Rouch y Morin le proponen a una muchacha participar de «un experimento de cine verdad» (otro juego). Al finalizar el rodaje, Rouch y Morin proyectan el material compaginado para los participantes, que se muestran poco conformes con su actuación en el film o, tal vez, con sus propias vidas. Después de la proyección, realizada simbólicamente en el Museo del Hombre de Paris, templo de la antropología, vemos a los cineastas que se pasean por el museo mientras Rouch concluye: «El problema es que nosotros también estamos con ellos en la bañadera». Es decir, la mosca no está en la pared sino en la sopa.

6

De Crónica de un verano a esta parte, se podría decir que los documentalistas hemos terminado por perder la timidez. (Un amigo documentalista, sin embargo, sostiene que hacemos documentales porque somos tímidos y preferimos mezclarnos con la gente y manejarnos con equipos mínimos en situaciones íntimas, en un rincón oscuro, en vez de estar en medio de un set iluminado, con docenas de técnicos, actores y equipos pendientes de nuestras órdenes). Hablaba antes de la actuación de los sujetos documentales. Se podría pensar ahora que el documentalista también ha empezado a actuar.

Ciertas intervenciones de Claude Lanzmann en Shoah, su monumental indagación sobre el exterminio de los judíos, hacen pensar en una forma de actuación, cuando provoca a un entrevistado o se enoja con otro, cuando interrumpe un relato para generar suspenso, o cuando le miente a un ex oficial nazi a quien está filmando con cámara oculta («Le doy mi palabra que no usaremos su nombre,» le miente). En la práctica, lo exhiba en la película o no, siempre hay un grado de actuación en el documentalista, que actúa para producir en los personajes del documental efectos que le permitan contar su historia. La actuación es parte esencial de la puesta en escena del documental. Basta pensar simplemente en la práctica habitual de la entrevista, donde el documentalista finge ignorar lo que ya sabe para permitir que se lo cuente el protagonista o testigo de un hecho «por primera vez».

Michael Moore se hace el tonto muchas veces en Roger and Me, en aras de conseguir su objetivo que es dejar en evidencia a los responsables del desempleo en los Estados Unidos, simbolizados por el «Roger» del título, el inaccesible gerente de General Motors. A menos que el objetivo de Moore a veces sea simplemente hacer reir al espectador, al punto que se lo critica por haber inaugurado el género del «stand-up documentary», en referencia irónica a los stand-up comedians tipo Seinfeld. Sea como fuera, se trata de un documentalista que actúa. Los espectadores sabemos que Michael Moore no es ningún tonto. Ross McElwee, en la inclasificable Sherman’s March, hace de cuenta que está buscando novia mientras investiga la historia del General Sherman y el legado de la guerra civil en la cultura del Sur americano donde él nació. ¿O será al revés? De hablar de la presencia de la historia en el presente, el tema de la película pasa a ser el de su relación con las mujeres y, al mismo tiempo, el de la relación de alguien que filma con aquellos que filma. (McElwee después continuó el experimento en Time Indefinite, donde finalmente se casa… ¡con su asistente!)

Avi Mograbi es otro documentalista que actúa de provocador, en sus crudas vivisecciones de la sociedad israelí contemporánea (Happy Birthday, Mr Mograbi!, August). Cuando Mograbi deliberadamente enciende una violenta discusión respecto de a quién le toca el turno en una sala de espera, cuando se pelea con un policía que no lo deja cruzar la calle porque está por pasar un auto oficial, o cuando filma a un adolescente palestino que le tira piedras, busca revelar realidades conflictivas que no podría registrar sin su actuación. Y cuando, en su monólogo a cámara, se pone una toalla en la cabeza y hace la imitación de su mujer diciéndole lo que tendría que estar filmando, da a entender por la vía del humor que él ya no puede creer ingenuamente en los mandatos del documental.

Pero para mí, el premio a la Mejor Actuación de un Documentalista corresponde al inglés Nick Broomfield, que en una inolvidable escena de The Leader, His Driver & His Driver’s Wife hace enojar a un dirigente fascista sudafricano, Eugene Terreblanche, en las últimas épocas del apartheid. Broomfield obtiene la entrevista después de muchos avatares, gracias a su amistad con el chofer del líder, pero llega 5 minutos tarde a la cita. Ante las exageradas recriminaciones del sudafricano, Broomfield sale con la excusa ridícula de que llegó tarde porque estaba tomando el té, poniendo su mejor cara de inglés, lo cual solo hace que Terreblanche pierda los estribos. «Pero sólo llegamos 5 minutos tarde» insiste Broomfield… Nada en el discurso del dirigente fascista hubiera delatado tanto su autoritarismo y estupidez como la ira provocada por la actuación de Broomfield.

7

En el trabajo de estos documentalistas, como en el cinéma vérité de Rouch, aparece la idea de que la actuación, en vez de llevar para el lado de la ficcionalización o falsificación, puede por el contrario dejar ver un grado de autenticidad, o revelar una verdad, no menos válida que la «verdad» de una persona en ausencia de cámaras. Pero hay algo más en la actuación de Broomfield. Bn los últimos años, Broomfield se ha empecinado en mostrar cada vez más lo que otros documentalistas escondemos, y eso es, básicamente, nuestros fracasos. Sus documentales se convierten casi en un manual de todo lo que no debería haber en un documental: son películas constituidas casi integralmente por conversaciones telefónicas, discusiones previas y posteriores a las entrevistas, peleas entre el director y el equipo, escenas dilatadas con personajes secundarios que tratan de ayudar u obstaculizar su trabajo. (Es decir, justamente lo que yo no supe incorporar en Prohibido, y es quizás por eso que me impactó tanto la obra de Broomfield).

Lo que está haciendo Broomfield al mostrarse delante de la cámara y al contar sus problemas, es una actuación. Pero podría decirse que lo que está «actuando», en cierto sentido, es nada menos que la realización de un documental. Su actuación nos muestra que quiere hacer un documental, de acuerdo al concepto tradicional de dar cuenta, en forma transparente, de una serie de hechos reales. Realmente quiere contarnos la verdadera historia del lider sudafricano, o la de Kurt Cobain y Courtney Love en Kurt & Courtney, o la de Margaret Thatcher en Tracking Down Maggie. Pero al mismo tiempo, mediante su propia intervención, da cuenta del inevitable fracaso de esa empresa, revelando todas las negociaciones que siempre tienen lugar entre el documentalista y la realidad que quiere filmar. La verdad del documental, en todo caso, no es otra cosa que el resultado de esas negociaciones. La actuación se convierte así en una táctica que pone en duda las pretensiones del documental, la fantasía de la mosca en la pared, y ofrece a cambio una actitud más honesta, y a esta altura del partido, tal vez más creíble.

De cualquier manera, escandalizarse por la presencia del director y su expresión personal en una película documental, en una época en que la combinación de lo autobiográfico y lo documental representa una de las corrientes más vitales de la literatura y el arte – baste pensar en WS Sebald o Tracy Emin – da una pauta de lo poco que se reflexiona entre nosotros sobre este maltratado género, que en mi opinión, dicho sea de paso, está ofreciendo de lo mejor que tiene para ofrecer el cine hoy. Pero esa es otra historia.

8

Una fábula hindú cuenta la historia de un hombre de horrible fealdad que atravesó a pie el desierto. Vio algo que brillaba en la arena. Era un trozo de espejo. El hombre se agachó, agarró el espejo y lo miró. Nunca antes había visto un espejo.
-¡Qué horror! – exclamó -. ¡No me extraña que lo hayan tirado!
Tiró el espejo y siguió su camino.

Buenos Aires, 2004

*Publicado originalmente en Paulo Firbas y Pedro Meira Manteiro (eds.), Andrés Di Tella: cine documental y archivo personal. Conversación en Princenton, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.
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