En 2007 el historiador y arqueólogo Juan Cañavate Toribio publicaba una serie de artículos en Granada Hoy que hacía memoria de los finales de los 70 e inicios de los años 80 del siglo XX en Granada. olvidos. es recupera aquí uno de esos artículos.

Me pregunto en ocasiones qué hubiese ocurrido si Távora no hubiese montado aquel espectáculo vibrante, Palos creo que se llamaba, en el crucero del Hospital Real. Fue más o menos por la fecha en la que un joven gitano, Mario Maya, estrenaba en el auditorio de la Facultad de Ciencias otro espectáculo no menos vibrante –Camelamos naquerar- y que otro, con una mata de pelo que aún envidian muchos, empezaba a cantar bulerías por San Juan de la Cruz.
Habla también por aquel tíempo, «poetas andaluces» que cantaban y «canciones del sur» que se manifestaban y habla además nombres como Carlos Cano o Juan de Loxa o Enrique Moratalla y una inacabable serie de luces espontáneas de creatividad que nacían en un ambiente de cierto desorden, aunque bastante menos del que pudiera deducirse de la inexistencia de teléfonos móviles o conexiones a webs.
Yo creo que todo funcionaba por Bruno Alcaraz; cuando el caos amenazaba, allí aparecía Bruno y todo el mundo se tranquilizaba pensando que, más o menos, todo funcionaría.
La verdad es que lo que me pregunto es si aquello tuvo o no tuvo algo que ver con que hoy se diga que Andalucía es una «realidad nacional». A mí me suena bien pero, sobre todo, sigue persiguiéndome la duda de si aquello, lo de entonces y lo que después vino, tuvo algo que ver con esto aunque fuera a su pesar.
Todos sabían que Andalucía estaba detrás de aquellas luces, de aquellos nombres, de aquellos lugares que fueron diseñando una geografía de la cultura en Granada. Incluso aquellos que ni siendo granadinos ni andaluces hicieron parte del camino con nosotros para simplemente procurar que nos sintíéramos más acompañados. Lluís Llach cantaba en el Isabel la Católica entre banderas, señeras y ya sí, blancas y verdes, aunque ellos seguían vestidos de gris y Juan Luis Álvarez se preocupaba de reservar entradas en la primera fila del teatro para los de siempre.
Y con Lluís Llach siguieron llegando Serrar, Joan Font, Dagoll Dagom … y junto a ellos, sigo preguntándome si fuimos haciéndonos cada día más realidad nacional. Rafael estuvo en Granada, ¡por fin llegó a Granada! Y, sin móviles, todos sabíamos que iba a estar en la Puerta de Elvira y luego en Bib-Rambla. Bueno, todos no; algunos preferían hacer pasadas en avioneta para asustar a la muchedumbre que quería escuchar a Rafael en la plaza y que tenía que ir algo más tarde a sentarse en un improvisado escenario con Luis García Montero, con Mariano Maresca, con Juan Carlos Rodríguez, con Javier Egea, con José Carlos Rosales … Con una larga lista de hombres y mujeres que habían buscado asilo en la taberna que un argentino exiliado había montado con los restos de mobiliario que habla podido transportar en una camioneta desde Suecia y a la que le puso el imposible nombre de «La Tertulia» y que la primera que descubrió fue Concha Félez.
Tato nos trajo tango y tertulia y un rincón amable en el que todos cabíamos, incluso Alfredo que vendía libros en una mesa del establecimiento haciendo competencia al Azpitarte en Teoría, a Rafa Juárez y Pepe Culturas en al-Ándalus y a Moi Salama en D’itaca. Algo más, mucho más que librerías, donde la cultura iba fraguando un no se qué que sigo preguntándome si tiene algo que ver con eso que ahora se dice en llamar realidad nacional.
Los de siempre, estaban, estábamos, en casi todos los lados. Los sábados por la mañana, cuando la cosa empezó a ponerse algo más transparente, por D’ítaca iban apareciendo personajes que se entremezclaban por circuitos conocidos de la ciudad creando una trama que era Ia trama de cultura, el tejido necesario para que Ia ciudad siguiese construyéndose en conocimiento, en debate, en crítica… Por allí andaban desde la sesuda sabiduría de Pepe García Leal hasta In creativa inventiva de Emilio de Santiago o el inefable glamour de Miguel A. Revilla que preparaba, como siempre, alguna exposición que fuese, que tenía que ser siempre especial.
Allí se fraguó la primera de López Mezquita en el Carmen de la Fundación Rodríguez Acosta que más tarde se colgaría en el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla; allí se trabajó en la primera de dibujos de Lorca; allí se fueron congregando, a medida que las horas de los días se alargaban en un horizonte cada día más nítido, hombres y mujeres que hacía acopio diario de libertad y cultura.
A dos pasos, Frasco montó la galería Laguada, y con la fuerza que se saca de la misma lucha, tuvimos la ocasión de ver, colgadas en sus paredes, las primeras piezas de Pepe Guerrero que se escapaban de su galería neoyorquina. Gradas a él, a Frasco y a María Luisa, “la condesa», que luego montó La Palace, probablemente uno de los proyectos más importantes del renacer del arte en nuestro país. Y si otros lo hicieron en Sevilla —como Juana de Aizpuru, Fausto Velázquez, Pepe Cobos… — o en Madrid, La Palace, hoy Sandunga, lanzó a esta ciudad, con Julio Juste, Juan Vida, Valentín Albardíaz, Pablo Sycet o Pedro Garciarias y muchos y muchas más, de cabeza a la modernidad. Años de ARCO, de Bienales, de Venecia o de Berlín.
Pero la cultura no era sólo eso, un universo de palabras y música y arte y teatro. Y ya desde unos pocos años antes, el Departamento de Historia del Arte, con Concha, siempre con Concha a la cabeza y con Pepe Álvarez Lopera y con Ignacio e incluso con aquel Pita que luego fue catedrático en Madrid, salía a la calle a hacer evidente la barbarie de los ayuntamientos y de los gobernadores de entonces que malvendían el Carmen de los Mártires y que talaban sus árboles, casi como ahora, que des destruían el hermoso bulevar de Calvo Sotelo y talaban sus árboles, casi como ahora, y que empezaban a invadir la vega con construcciones que iban poco a poco eliminando el cinturón verde que refrescaba en verano la ciudad. Hubo batallas con palabras, que es como la cultura hace siempre las batallas, por el edificio de los nuevos juzgados en la Plaza Nueva, también las hubo por el intento de destrucción de la Alcaicería en la que un ingenioso rentista introducía por la noche albañiles con piquetas para ir deconstruyendo nuestro patrimonio. ¡Casta ingeniosa la de los rentistas granadinos!
Tampoco faltó en aquellas primeras luchas por el patrimonio el Colegio de Arquitectos y nombres que se hacían familiares en la boca de todos mientras se organizaban asambleas en el salón de actos de la Facultad de Ciencias para parar el proyecto de remodelación de San Matías que simplemente pretendía hacer desaparecer el histórico barrio. Yo no sé si hoy sería la ciudadanía capaz de hacer lo mismo …
Ya para antes de aquellas fechas, Javier Torres se habla ido a Sevilla y habla sido y era consejero de Cultura de un Gobierno andaluz que cabía en el Pabellón Mudéjar del Parque de María Luisa y, desde allí, desde ese humilde espacio, tuvo que crear una Consejería que, a pesar del tiempo, sigue teniendo su sello.
Por D’Ítaca andaba también Javier requiriendo, en un rincón de la librería, en la esquina de los libros de arte donde era habitual encontrarlo, a Mateo Revilla, para invitarle a un viaje de ida y vuelta que concluyó en la Alhambra moderna que con él se quitó de en medio la caspa que atesoraba de siglos. Hubo algunos más en esos viajes de ida y vuelta…
Me sigo preguntando si algo tiene que ver aquella historia con lo de Andalucía y todo eso. Pero, mientras tanto, recuerdo al primer ayuntamiento democrático y a una de las personas a las que más debe esta ciudad y su cultura, Mariló, incansable, siempre pensando el siguiente paso a dar para que la ciudad se convirtiese en una permanente máquina de generar cultura. En un despacho de su Concejalía, cuando estaba en la Plaza de los Campos, se sentaba un Muñoz Molina funcionario que iba desgranando los días en la prensa en una colección de artículos que luego serían el «Robinsón urbano».
Podía andar por allí o podía esconderse en alguna mesa frente al pequeño escenario del Centro Artístico cuando la acera del Casino pasó a llamarse la jazzera del casino y el Club de Jazz, con César, Leonés y otros empezaba a hacer del jazz una «seña de identidad» de esta ciudad. ¡Cuántas señas de identidad se van perdiendo en la memoria de estos años y cuántas nos quedan por ver perderse! Como aquella que resultó cuando, un bigote ilustre, Manolo Llanes, intentaba convenir los esfuerzos iniciales de gente como Ramón Aparicio, Pepe Cantero, Alfonso Alcalá, Pepe Torrecillas… de Teatro para un Instante, de Arquitrabe… en un sólido espacio Internacional para el teatro que fuera referente en toda Europa de rigor y seriedad. Así nació el Festival Internacional de Teatro, al amparo de una Universidad que continuaba sus propuestas con Nacho Mendiguchía programando cine, Enrique Gámez en la música, Margarita Caffarena en el teatro, con Manolo, Trigueros y algunos otros en las salas de arte que la modestia me hace silenciar.
Eran los tiempos de Juan José Ruiz Rico y, mientras tanto, funcionaba uno de los proyectos más valiosos de la historia de la cultura de Andalucía: Olvidos de Granada, la revista que sacaba la Diputación, junto a colecciones como Maillot amarillo y en la que todos o casi todos tuvimos un espacio para escribir, para opinar, para contar, cantar, reír e incluso llorar adivinando la que se nos venía encima.
Que conste que nunca estuvimos solos. En el Ideal, en el Día de Granada, en el Diario de Granada, en el Granada 2000, en todos tuvimos siempre nuestros cómplices que fueron, que fuimos, en cada edición construyendo un poco más de esa realidad nacional de la cultura.
Eduardo Castro, Antonio Ramos, Alejandro Víctor, Ramón Ramos, Jesús Arias, Romacho… y muchos y muchas más que no caben y ellos saben de sobra que no se pueden alargar las páginas escritas.
Publicado en Granada Hoy el 25 de marzo de 2007