El pájaro, el olivo, la isla

Ernesto Pérez Zúñiga

    La destrucción del entorno natural avanza con una violencia silenciosa, disfrazada de progreso. En este texto, Pérez Zúñiga denuncia la desaparición de especies y paisajes milenarios como los olivares de Jaén, sacrificados en una «revolución» energética mal planteada. Frente a esta devastación, el autor reivindica una conciencia geohumanista que escuche de nuevo la voz de la Tierra.

    El ave, de plumas irisadas, se posa en el olivo. Estira las alas antes de plegarlas. Disfruta del calor del sol. Y emite un canto breve, antes de recibir un disparo. El ser humano va extinguiendo las especies de aves ya sea con armas de fuego, pesticidas o la destrucción mecánica de los hábitats: más de seiscientas a lo largo de 130.000 años. Parece mucho tiempo y muy pocas especies. Para quien tenga esta sensación, la siguiente noticia es noqueadora: la ciencia prevé que, a este ritmo de impacto humano, desaparezcan unas 6.000 especies en solo 200 años. Da igual el lugar del mundo. La destrucción se acelera porque nuestra acción se ha intensificado descomunalmente en la última centuria y se sigue acelerando cada día en nuestra desmesura tecnológica.

    Vivo en España, en el centro del país, en un lugar de estepa. Lo veo con mis ojos: cada vez menos avutardas entre los trigales. Me fascinaba descubrirlas a la puesta de sol, atentas ellas también al astro rojo que el horizonte iba cubriendo. Hijos todos del centro luminoso. Lo he visto en Senegal, en la península de Dakar casi por completo edificada a ritmo frenético, irregular, jerárquico, despedazado, donde apenas ya asoman los árboles. El lugar que antaño mereció el nombre de Cabo Verde es ahora el Cabo Gris de una espesa polución. Da la impresión de que el ser humano contemporáneo está empeñado en cometer los mismos errores en cualquier lugar del mundo.

     Nos queda el olivo. Erguido, pacífico, de raíces profundas, de tronco grueso, tiene más de mil años. Ha visto el arado de piedra y el de hierro. Ha visto mulas y hombres alrededor de él. Ha visto máquinas que le rodeaban para remover la tierra o recoger las aceitunas. Pero ahora la máquina, una excavadora, avanza hacia él con la pala dentada. El plan es arrancarlo junto al resto del olivar para sustituirlo por una planta fotovoltaica. 100.000 olivos están hoy en peligro en la provincia de Jaén, en España, uno de los lugares más importantes en la producción de aceite de oliva. Y de respeto por este árbol que hizo a Miguel Hernández cantar: «Aceituneros de Jaén/ aceituneros altivos/ decidme en el alma/ de quién son los olivos». La respuesta de hace cien años aludía a los terratenientes. Hoy los olivos son de las grandes empresas energéticas, con permiso del Estado. Lo mismo está pasando en la Vega de Granada, donde tenía su casa familiar otro de nuestros grandes poetas, Federico García Lorca. La llanura verde y cultivada desaparecerá bajo miles de espejos.

    La paradoja terrible es que se hace en nombre de la revolución energética verde, expropiando la tierra a los agricultores.  ¿Qué harán los aceituneros de hoy? Como los de antaño, migrar a las ciudades, donde se sigue aglomerando la población mundial en gigantescas estructuras cada vez más contaminantes, aunque también cada vez más sofisticadas en los lugares privilegiados del planeta; con una sostenibilidad más retórica que real, pues seguimos esquilmando los recursos naturales para nutrir todo nuestro universo tecnológico y lleno de comodidades. Mejor hacerlo del Sol, que del petróleo. Pero en riscos y páramos pelados y no en los cultivos fértiles ni en el hogar cada vez más escaso para otras especies.

    ¿Nos responde la Tierra? ¿Está diciéndonos algo cuando arroja riadas, inundaciones, terremotos, sequías?

    Cómo la escuchamos.

    Situar el planeta en el centro de nuestra conciencia: esa es la revolución mental más acuciante que necesita el ser humano hoy en todas las naciones del mundo. En la educación, en la política, en el arte y, desde luego, en la literatura. Por eso cuando he leído El roman de la isla Bararida de Juan Carlos Méndez Guédez, me ha sacudido una fuerte emoción de esperanza y de belleza.

    Literariamente, se trata de una obra suculenta, una celebración de la poesía y de la literatura, alquimia de géneros tan distantes como el cantar de gesta, el libro de caballería, la novela pastoril, la de aventuras, la fantástica, las vidas de santos,  alquimia contemporánea y armónica, donde todos esos elementos se vuelven coherentes y dóciles en las voces de esta novela pequeña de tamaño y maestra por invención y lenguaje, por la enorme sensibilidad en sus imaginaciones y diálogos, por el festival de hallazgos en tan pocas páginas, tan deslumbrantes que el lector vuelve a sentir la intensidad de un Pedro Páramo. Solo que ahora no se trata de una bajada a los infiernos, sino de una exploración del paraíso y su pérdida. Y todo sucede en una isla,  Bararida, donde se debate el destino de dos amantes, zarandeados por la oscuridad que les rodea pero impulsados por la luz a la que aspiran.

    Por su belleza, por la intensa sabiduría que alberga, es una novela que hay que leer con la urgencia que reclaman los libros imprescindibles. También por su visión de la naturaleza, que adquiere una dimensión central  no como escenario sino como generadora consciente de toda la realidad, como diosa suprema de la existencia.

    Sirva de ejemplo la oración que hace el protagonista, cuando, perseguido  por sus antiguos compañeros de civilización, con los que ha roto y para los que representa una amenaza, pide una escapatoria, una solución, una ayuda a la naturaleza misma:

    «Su ruego bajó a las raíces del árbol, y desde allí llegó a la tierra; desde allí alcanzó a un topo, desde el topo, alcanzó un rosal, desde el rosal a una abeja, desde la abeja llegó a la miel, desde la miel a los labios de una pastora, desde la pastora y sus canciones al aire de la tarde, desde el aire de la tarde hasta una cascada, desde la cascada hasta un vencejo sediento, desde el vencejo al primer árbol de la isla».

    Todo se enlaza. Todo se comunica. Todo nos socorre. Lo mismo que nos empeñamos en destruir es lo que puede ayudarnos. Necesitamos hacer  juntos una oración geohumanista. Pedir una salida a la misma Tierra, a Gea.  Y el milagro sucede. Los túneles en la selva se abren. Solo que la selva es de placas fotovoltaicas. Y los túneles son de árbol. Olivos. Olmos. Pinares. Sauces que saben de agua. Y, entre las ramas, el canto del pájaro.

    Porque los árboles saben de agua hay que repoblar la Tierra con ellos.

    Todo sucede en una isla.

    Publicado en papel en la revista 142

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    1 comentario en «El pájaro, el olivo, la isla»

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