La compenetración estética

Alfonso Salazar

    La compenetración estética como experiencia estructurante de sentido, por Alfonso Salazar, se centra en este fenómeno expuesto en Por qué nos creemos los cuentos de Pablo Maurette. ¿Qué significa compenetrarse con una obra de arte? Este artículo aborda la compenetración estética no como un simple acto de creer en la ficción, sino como un fenómeno complejo, intermitente y profundamente afectivo. A partir de las ideas de Pablo Maurette, se analiza cómo el sujeto entra y sale de la experiencia estética sin perder el vínculo con su propia realidad, construyendo sentido en ese ir y venir. La compenetración se presenta como una forma de interacción química y simbólica entre espectador y obra, facilitada por contextos rituales, hábitos de recepción y una disposición subjetiva específica. Lejos de ser excepcional, este fenómeno puede darse a diario, transformando breves encuentros con el arte en espacios intensos de reconocimiento, emoción y pensamiento.

    Le faux miroir. René Magritte

    En su obra Porque nos creemos los cuentos, Pablo Maurette propone una relectura radical del fenómeno estético de la lectura a partir del concepto de compenetración, que se distancia de nociones clásicas como la «suspensión voluntaria de la incredulidad». Esta última, formulada en el siglo XIX por Samuel Taylor Coleridge[i], reposa en una confianza excesiva en el poder de la voluntad del espectador, como si la experiencia estética dependiera simplemente de una decisión consciente de “creer” en lo que se presenta. Frente a esto, Maurette plantea que la compenetración no es un acto voluntario ni una evaluación estética, sino un proceso horizontal, que acontece en el espacio que separa —y simultáneamente une— al sujeto-testigo con la obra.

    En ese espacio intermedio se abre, de forma súbita, una nueva dimensión de la realidad, no imaginaria ni ilusoria, sino efectivamente existente y operativa. Esa irrupción constituye, para Maurette, el mayor misterio de la experiencia estética. Lo notamos cuando, leemos y dejamos de sentir el cuerpo, o cuando en el cine, la sala desaparece y no recordamos en qué fila estamos sentados. Surge la ilusión: una operación real sobre la conciencia, en la que la obra nos arrastra hacia su lógica interna sin romper la nuestra. Al compenetrarse, el sujeto se entrelaza con el tejido simbólico de ese mundo intangible y participa activamente en la producción de sentido. La compenetración, así entendida, no es una forma de recepción pasiva sino una forma de co-creación.

    Para ilustrar su funcionamiento, Maurette recurre a una analogía con la química orgánica: en ella, se habla de compenetración cuando dos o más sustancias, tras una aleación, se penetran mutuamente hasta constituir una nueva entidad. De manera análoga, al percibir el mundo de la obra como algo real y coherente, el espectador (sujeto-testigo) entra en él, se somete a sus reglas, lo interpreta y, al hacerlo, lo transforma.

    Este proceso no es uniforme ni universal: depende de los rasgos singulares del espectador, como sus asociaciones conscientes e inconscientes, sus afinidades, recuerdos, fantasías y todo su campo connotativo. La compenetración, conforme a estos criterios, creo que puede extrapolarse a otras experiencias culturales como el deporte, el juego, el sexo, el ilusionismo (sobre todo el ilusionismo) e incluso a otras formas de ceremonial simbólico, donde la sustitución momentánea del mundo cotidiano por otro alternativo permite una reorganización del sentido.

    Desde el punto de vista estructural, Maurette concibe la compenetración como un proceso tripartito. Un objeto A es presentado a un sujeto B como prueba de un evento C. En una primera instancia, se produce un encuentro entre el objeto y el sujeto. Pero es solo si aparece el sentido —es decir, cuando la obra adquiere un significado autosuficiente para el sujeto— cuando la compenetración se realiza plenamente. Este “sentido” no debe entenderse como una interpretación racional, sino como una manifestación súbita de realidad, un “espacio de sentido” que emerge desde la obra misma y se impone sobre la sensibilidad del espectador. Sucede a menudo sin que lo advirtamos. Vemos una película, o leemos un libro, que no nos dice nada durante los primeros veinte minutos o veinte páginas, hasta que un gesto, una toma, una melodía, una frase nos interpela. Algo en nosotros —una emoción previa, un recuerdo, incluso una distracción— actúa como catalizador: el evento C. Entonces la obra se abre como un espacio con sentido y entramos en ella: nos compenetramos.

    Se debe subrayar que no se trata de “creer” en la obra en los términos del mundo empírico, sino de creerla de otro modo, de otorgarle un estatuto de existencia válido dentro de su propia lógica interna. La compenetración no anula el mundo del sujeto, sino que convive con él; el sujeto conecta con el mundo propuesto por la obra sin perder de vista su propio horizonte de realidad. Este fenómeno de sustitución temporal encuentra un paralelo en el ritual religioso, donde se habilita un espacio simbólico otro sin anular el espacio de lo cotidiano. Algo parecido ocurre cuando, al leer una novela, sentimos que nos trasladamos a otra época o paisaje sin dejar de estar en nuestro sillón. Escuchamos la lluvia caer afuera, nos llegan ruidos desde la cocina, pero al mismo tiempo caminamos con el protagonista por una ciudad remota, anticipamos sus dilemas, empatizamos con sus pasiones. Esa doble conciencia —estar aquí y allí— es la marca de la compenetración.

    El ejemplo de Don Quijote es revelador en este sentido: Alonso Quijano no se limitó a jugar con el mundo de los libros de caballería, sino que se compenetró con ellos en el sentido más profundo, hasta tal punto que surgió una nueva sustancia: el Quijote. Se produjo así una sustitución ontológica de un mundo por otro. Este nuevo mundo, aunque no posee el mismo grado de realidad empírica, comparte su densidad y textura, lo que permite al sujeto habitarlo, interpretarlo y emocionarse en él.

    Sin embargo, siempre se mantiene una distancia estructural entre el sujeto y la obra, y dicha distancia es imprescindible. Esta permite el extrañamiento, habilita la apreciación y sostiene la construcción de sentido. El sujeto, en tanto testigo, acepta provisionalmente la realidad alternativa propuesta por la obra, la utiliza como receptáculo de su emocionalidad, y construye sentido dentro y a partir de ella, sin renunciar a su apoyo en el mundo cotidiano.

    Sería pertinente, propongo, considerar la locura como justificante motor creativo bajo este mismo prisma: no como una ruptura del vínculo con la realidad, sino como una reorganización alternativa del mundo, guiada por otros criterios de verosimilitud. Devendría también en el mundo de los sueños y el surrealismo.

    Desde esta perspectiva, pues, la compenetración produce una nueva sustancia anímica, una trama de sentidos, recuerdos, asociaciones y emociones, que puede persistir en el tiempo incluso después de haber concluido el encuentro estético. A menudo, después de cerrar un libro o abandonar la sala de cine, seguimos pensando en aquello que hemos leído, visto, como si la obra se hubiera instalado en nuestra memoria, removiendo emociones. Esa persistencia revela que la compenetración no termina con la experiencia inmediata, sino que continúa acompañando en nuestra vida cotidiana y forma parte de nuestro acervo experiencial.

    Aquí es útil incorporar la perspectiva de Paul Ricoeur, quien sostiene que el fenómeno literario resulta del desfase entre dos ámbitos referenciales: el del texto de ficción, que crea una nueva esfera de referencialidad, y el de la realidad empírica. Ambas esferas comparten el lenguaje ordinario, lo que permite su comunicación, pero es precisamente la conciencia de su separación lo que produce el distanciamiento estético.

    Este distanciamiento es una condición de posibilidad tanto para la emoción como para la compenetración. Ambas se sostienen en la aceptación tácita de que existen múltiples esferas de realidad, ninguna de las cuales debe entenderse como superior a las demás. A partir de esto, podemos plantear una hipótesis provocadora: ¿es posible que ciertos lectores —por ejemplo, el lector maduro y masculino que se refugia en el ensayo y la prensa frente a la figuración literaria— rechacen esta forma de compenetración y distanciamiento, y por ello se limiten a lecturas más “empíricas”?[ii]

    A esta altura, la metáfora del puente adquiere valor: construir sentido implica tender puentes entre mundos. Pero ¿qué es un puente sino una estructura que marca y permite salvar una distancia?

    Un rasgo central de la compenetración es su intermitencia. Según Walter Benjamin[iii], esta oscilación entre concentración y distracción no empobrece la experiencia estética, sino que la enriquece. La entrada y salida del estado de absorción reafirma la condición del sujeto como testigo y acentúa la intensidad emocional del encuentro. En este vaivén se consolida una experiencia significativa que depende, más que de la permanencia absoluta, de la posibilidad del retorno. Entramos y salimos del texto, nos entretenemos, mientras leemos por la noche, pensamos en lo doméstico, en el día de mañana y sus tareas, nos perdemos, volvemos, entramos de nuevo en el texto, sin perder el vínculo. si el vínculo no ha fraguado, abandonamos el libro y se puede dar por fracasada la compenetración.

    Esta dimensión intermitente encuentra un correlato en la estructura ceremonial del consumo artístico. Toda apreciación estética —incluso en su forma más íntima y privada— participa de un rito que facilita la compenetración. La disposición del sujeto, el contexto, los hábitos y la actitud de recepción conforman un espacio simbólico apto para el encuentro con la obra. Paseamos un museo, miramos, apreciamos, obviamos, pensamos en otra cosa, buscamos el servicio, proseguimos la caminata.

    Contrario a lo que podría pensarse, plantea Maurette, la compenetración no es una experiencia excepcional: puede ocurrir cotidianamente, con múltiples obras, o incluso acumularse de manera violenta, como en el llamado síndrome de Stendhal[iv].

    En todos los casos, plantea como remate, la compenetración representa una forma de absorción moderada, intermitente y replicable, un mecanismo mediante el cual el sujeto acondiciona su espacio interior para abrir otro espacio, compartido con la obra. Ese espacio liminar, en donde el mundo de la obra y el mundo del espectador se cruzan, es precisamente lo que Maurette llama compenetración.


    [i] «Esta idea dio origen al proyecto de Lyrical Ballads; en el cual se acordó que debería centrar mi trabajo en personas y personajes sobrenaturales, o al menos novelescos, transfiriendo no obstante a estas sombras de la imaginación, desde nuestra naturaleza interior, el suficiente interés humano como para lograr momentáneamente la voluntaria suspensión de la incredulidad que constituye la fe poética.» Samuel Taylor Coleridge, Biographia Literaria

    [ii] Por sexos, el estudio de hábitos de consumo determina que entre las mujeres es mayor la afición por la escritura, 9,2% frente al 8,1% observado en hombres, y por la lectura, 69,4% frente al 62,0%, con excepción de la lectura profesional y la prensa, actividades a las que son más asiduos los hombres. https://www.elindependiente.com/tendencias/cultura/2019/09/30/el-consumo-de-cultura-las-mujeres-leen-mas-libros-y-los-hombres-mas-periodicos/

    [iii] Pensar es, para Benjamin, pensar intermitencias, pues los fenómenos no ingresan al mundo de las ideas como si ostentasen una entidad plena.

    [iv] La psiquiatra italiana Graziella Magherini observó y describió más de cien casos similares entre turistas y visitantes en Florencia, la cuna del Renacimiento, y escribió acerca de este fenómeno, al que dio nombre en honor al escritor francés quien fue el primero en dejar constancia de los síntomas del mismo.

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