
En la convulsa Granada de los años 70, entre la represión franquista y los encauces democráticos, emergió una efervescencia cultural única. Poetas como Javier Egea, inicialmente distantes de las corrientes vanguardistas, se sumaron luego a los movimientos de arte y libertad. La institucionalización tras la Transición apagaron ese impulso. Hoy, revisitar aquella década revela no solo los cambios estéticos de Egea, sino también las heridas aún abiertas de una ciudad que soñó ser otra. Jose Carlos Rosales recuerda aquella época con motivo del 73 aniversario del nacimiento de Javier Egea.
Tanto en Granada como en el resto de España, la década de los años setenta del pasado siglo fue una década prodigiosa. Una más. Pues frente a otras décadas semejantes, esta de los años setenta fue algo más que una década; aquellos diez años, recordados ahora, me parecen (y no solo a mí) que duraron un siglo: encierran etapas o fases que, sumergidas bajo el cómodo epígrafe de los años 70, no alcanzan una individualidad suficiente como para poder hablar de cada una de ellas de manera autónoma, tratarlas de una en una. Baste un solo ejemplo: los años inquietos que van del 70 al 74, precisamente el año en el que Javier Egea publicó Serena luz del viento[1], nada tienen que ver con el vertiginoso periodo que va del 74 al 76, año en el que publica A boca de parir. Pero esas dos fechas -1974 y 1976- establecen fronteras muy visibles[2], un antes y un después, no solo para los que las protagonizaron o las sufrieron, sino también –o sobre todo– para los que intentábamos cambiar las cosas en nuestro país, también en Granada, una ciudad que seguía siendo más o menos la misma que vio Gerald Brenan cuando la visitó en 1949: «era una ciudad triste; las caras de los transeúntes eran unas caras largas y lúgubres»[3]. La misma ciudad a la que Egea se refería en su poema «Ciudad del asedio», de A boca de parir: «Acuartelaba mudos la ciudad del asedio. / Los ciegos acusaban los golpes de los muros / y no podían abrirse las granadas / en lo huertos de siempre. / Hacía tantos años de la alondra / que el sol alzaba un gesto de cenizas / como lágrimas grises. // Difíciles murallas para este pueblo mío. // Falta el aire de entonces en las plazas de siempre / y los hombres se ahogan.»
Sin embargo, a pesar de aquella atmósfera cerrada, tan inundada de elipsis y silencios, hubo lugares amables, canciones y risas, sitios donde conversar, espacios donde era posible construir la feliz «certidumbre de que la libertad y la belleza no podían –ni debían– tener límites».[4] Pienso en las tiendas de discos, en algunos bares, en la cafetería y en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, entonces situada en la calle Puentezuelas, y pienso también en otras calles y plazas adyacentes o próximas, un microcosmos de librerías, pensiones de estudiantes, bares, tabernas y bodegas con máquinas de discos y carteles de música o de cine, lugares que nos traían la palpable hipótesis de que podían existir otras formas de ser o de relacionarse. Aquel microcosmos urbano se extinguió a finales de los años 70 cuando la Facultad de Letras fue desplazada a la colina de Cartuja, hoy llamada pomposamente Campus de Cartuja. Las consecuencias culturales de aquel desplazamiento fueron desastrosas para la vida cultural y literaria de Granada; y, aunque ahora no todos las percibamos de la misma manera o con la misma intensidad, aquellas calamitosas consecuencias todavía las padecemos hoy. No sé si alguna vez se hará un riguroso inventario de aquel despropósito que despobló cultural y artísticamente el eje de la calle Puentezuelas y de la plaza de la Trinidad, como tampoco sé si ese viejo desaguisado podría remediarse de alguna manera, ya se sabe, las planificaciones universitarias (locales, autonómicas o nacionales) son francamente inescrutables.
Conocí a Javier Egea, a finales de los años 60, en aquel microcosmos que se derramaba también por otros lugares de Granada. No sabría precisar el lugar o la fecha, pero supongo que sería en una de las veladas literarias, recitales poéticos o citas amistosas, tan frecuentes en aquella época. Pero en aquellos años nunca sentí una gran proximidad vital o artística con Javier: él se movía en otros ámbitos, tenía otros gustos y costumbres y frecuentaba con naturalidad a los poetas mayores de Granada, poetas como Rafael Guillén, Ladrón de Guevara, Juan J. León y tantos otros. A los que nos movíamos alrededor de Poesía 70, como Justo Navarro y yo, aquel ambiente de los poetas mayores de Granada nos parecía algo muy lejano, una atmósfera más propia de otra época, sus actitudes vitales o sus modos de ser no encajaban del todo con las nuestras. Y, aunque algunos de ellos fueran personas valiosas y poetas muy respetables, eso no nos impedía sentir cierta extrañeza o lejanía con sus maneras de estar o de vivir. A mí me gustaba bastante el blues o el rock and roll y nunca me tropecé con Javier Egea en ninguna tienda de discos de rock ni tampoco en los bares más modernos de la ciudad.
Reviso ahora algunas de las revistas de aquellos años -tan solo dos- y compruebo que su nombre no aparece ni en el primer número de Poesía 70 (1968) ni tampoco en el número doble que la revista Litoral publicó, en 1969, bajo el título de «Llanto de Granada por Federico». En ambas estábamos, entre otros, Juan de Loxa, Justo Navarro, Carmelo Sánchez Muros o yo mismo. Habría que añadir, en aras de la precisión, que en el número cuatro de la revista Tragaluz sí que apareció un poema suyo.[5] Ya sé que los datos de este tipo siempre son equívocos. Pero con ellos solo pretendo precisar esa distancia a la que antes me refería, pues Javier Egea era para mí en aquella época, a pesar de que tuviéramos casi la misma edad, una persona mayor que yo, no un poeta joven, más bien un poeta adulto, plenamente adulto, y no solo por sus conocimientos de la tradición lírica española, sobre todo la del Siglo de Oro, sino también por su físico, sus ademanes, el tono de su voz o la forma rotunda de leer sus poemas cuando coincidíamos en alguna lectura poética.
En aquellos primeros años de la década yo me sentía atraído por ciertas tonalidades poéticas que de algún modo remitían, en su más amplio sentido, a las vanguardias. Pienso en Arde el mar (1966), de Pere Gimferrer; en Blanco spirituals (1967), de Félix Grande; en Nueve rayas de tiza (1968), de Agustín Delgado; en Los espejos transparentes, de Gabriel Celaya (1968); en Así se fundó Carnaby Street (1970), de Leopoldo María Panero; o en Bajo tolerancia (1973), de José Agustín Goytisolo. De ahí que, en aquella época, me sintiera muy distante del clasicismo -tan en boga en ciertos sectores poéticos granadinos de aquel tiempo- de los poemas de Serena luz del viento y de toda esa simbología -más o menos modernista- que aparecía en sus versos y donde era muy fácil tropezarse con cisnes, gacelas, esquilas, alabastros, guirnaldas o faunos. Y, aunque ya era muy obvia su capacidad poética, es ahora -muchos años después y al releerlo desde otra perspectiva mientras escribo estas líneas- cuando percibo, al margen de su filiación estilística de entonces, que el mejor Javier Egea ya empezaba a perfilarse en estas páginas. Me parece que en el espléndido poema que cierra este libro –«Ella no sabía nada»–, así como en la «Canción del estabas tú en el humo», de A boca de parir, ya está el germen de Raro de luna, tal vez, uno de sus mejores libros.
Pero regresemos a las fechas y recojamos algunas que podrían facilitarnos la visualización de esos intervalos o periodos en los que yo dividiría la década de los años 70. Tras la presentación en París, en julio del 74, de la Junta Democrática, primera plataforma política que logró articular de manera unitaria a gran parte de la oposición a la dictadura franquista, en el mes de septiembre de ese mismo año, Justo Navarro, Mateo Revilla y yo mismo, constituimos la célula de arte y cultura del PCE con el objetivo, entre otros, de aglutinar en la lucha por las libertades democráticas a los poetas y artistas de Granada. Resumiré con rapidez algunos datos de esta pequeña historia.[6] Avanzada la primavera de 1975, se integraron en ella los profesores Alberto Prieto Arciniega y Juan Carlos Rodríguez. A los pocos meses, en noviembre de ese mismo año, tras la salida de Mateo Revilla por razones que no vienen al caso, se sumaron Eduardo Castro y Julio Juste. Y, un poco más tarde, a comienzos del 76, se incorporaron Javier Egea y Juan Vida. A partir de ese momento, y al calor de los preparativos del homenaje popular a Federico García Lorca que, bajo el lema de El cinco a las cinco, se celebró en Fuente Vaqueros en junio de 76, la célula Antonio Gramsci se transformó en agrupación e incorporó a otros artistas e intelectuales como José Manuel García Agüera, Juan de Loxa[7] o Rafael Torres. Meses más tarde, entre finales del 76 y principios del 77, esta agrupación quedó fatalmente disuelta cuando el PCE decidió reorganizarse en agrupaciones de carácter territorial. No entraremos ahora en lo que pasó después, esa sería otra historia; aunque sí habría que recoger que una -entre otras muchas- de sus consecuencias indirectas más perjudiciales fue el debilitamiento paulatino de los núcleos independientes de arte y cultura que habían surgido en la ciudad durante esa década. Tras las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, la aprobación de nuestra Constitución en diciembre de 1978 y con la instauración, en abril de 1979, de los primeros ayuntamientos democráticos, lo oficial y lo administrativo fue llenando poco a poco los espacios que antes habían ocupado los movimientos por una cultura independiente. Y ya nada volvería a ser como había sido antes: otros paradigmas trajeron otras luces, otras sombras, otros síntomas. Las relaciones entre lo público y lo privado dejaron de ser lo que habían sido hasta entonces.
Pero sigamos con las fechas. En diciembre del 74, gracias a la labor de la célula mencionada, se celebraron en el Colegio Mayor San Jerónimo, hoy también desaparecido, los Coloquios sobre la Expresión Artística, que, en cierta medida, funcionaron como la presentación pública de la Junta Democrática de Artistas e Intelectuales de Granada, una entidad política -como otras semejantes de aquellos años- de límites imprecisos. En aquellos coloquios participaron, además de Justo Navarro, Mateo Revilla o yo mismo, los poetas José García Ladrón de Guevara, Juan de Loxa, José Tito Rojo o Álvaro Salvador; y los pintores, profesores o arquitectos Cayetano Aníbal, Juan Manuel Brazam, José Miguel Castillo, Pedro Salmerón o Claudio Sánchez Muros. Junto a diversos manifiestos y cartas colectivas en las que se pedía libertad, amnistía y reconciliación, habría que citar, entre otros acontecimientos significativos vinculados con dicha célula, la salida del primer número de la revista clandestina KaMeh (abril de 1975, editada por Justo Navarro, Mateo Revilla y yo).
Durante estas últimas semanas he revisado aquellos manifiestos, algunas de aquellas cartas públicas en las que nos mostrábamos a favor de las libertades democráticas o, también, la convocatoria de El cinco a las cinco, y he comprobado que la firma de Javier Egea no aparece en ninguna de estas declaraciones o manifiestos. Su nombre comienza a figurar, a partir de la primavera del 75, en algunos de los materiales preparativos del frustrado Colectivo/1 (ciclo de exposiciones, conferencias y mesas redondas) que, del 5 al 16 de marzo del 75, hubiera tenido lugar en el Colegio Mayor San Jerónimo, pero que, como consecuencia de las movilizaciones universitarias en Granada durante aquellos meses, y del consiguiente endurecimiento de la represión gubernativa, hubo que aplazar sine die. Considero imprescindible recoger aquí que Javier Egea era uno de los veinticinco poetas que firmaban, con motivo de las jornadas fallidas de Colectivos/1, el «Primer poema colectivo granadino» publicado en el diario Ideal de Granada el 30 de marzo de 1975.[8]
En este sentido no ha de extrañarnos el nuevo lenguaje poético utilizado en A boca de parir, publicado en 1976, ni las referencias literarias ampliadas que aparecían en sus páginas, ni las inquietudes cívicas que circulaban por algunos de sus poemas: «Conozco yo los aires de este mapa sin vida, / de este campo / cuyo nombre es el fruto más granado, / cuyo silencio es tumba por la nieve, / muerta ya la garganta de otros días, / rota la voz más pura sin posible remedio / como se quiebra un pájaro en el vuelo / o se duerme la luz» (de «Noticia»). Leído ahora, ese libro me merece una valoración muy superior a la que entonces le pude conceder. Consecuencias del tiempo, de la edad o del peaje -no solo juvenil- que pagamos cuando solo nos parece aceptable aquello que coincide con nuestras posiciones estéticas o vitales. En fin, mi relación con Javier Egea, a partir de esas fechas, cae ya fuera de la intención de este rápido esbozo, aunque no quiero dejar de recordar el curioso viaje que, dentro del proyecto Juan de Mairena de la Junta de Andalucía, hicimos juntos a Aguilar de la Frontera (Córdoba), en mayo de 1991, para leer nuestros poemas en el Instituto de Bachillerato Vicente Núñez: fue un viaje memorable, una larga conversación entre Javier Egea y yo. Pero esta también sería otra historia.[9]
Dado el lugar donde se leerán estas líneas,[10] terminaré con unas palabras que Juan Carlos Rodríguez pronunció, en la primavera del 73, en la Escuela de Artes y Oficios de Granada, con motivo del homenaje a Pablo Picasso, fallecido semanas antes. Palabras que generaron conversaciones intensas en el seno de los círculos en los que yo me movía por aquel entonces. No necesitan comentario alguno, y más ahora, en el marco de este homenaje a Javier Egea cuando se cumplirán, en breve, veinteiséis años su muerte: «Todo culto a la muerte supone siempre un vacuo intento de inmunización. La necrofagia es inseparable del homenaje. Nos alimentamos de los muertos, como es bien sabido, porque en ese momento parecen ya indefensos […] y, por tanto, manipulables en la más triste de las digestiones: el masticamiento académico».[11] Muchas gracias.

[1] Javier Egea firmaba por aquellas fechas Francisco Javier Egea.
[2] Por ejemplo, y como ya señalaremos más adelante, en julio de 1974 se presentó en París la Junta Democrática de España, organización política clandestina que agrupaba a la mayor parte de la oposición antifranquista de aquella época. Y en septiembre de ese mismo año, Justo Navarro, Mateo Revilla y yo mismo formamos la célula de cultura del PCE en Granada, la célula Antonio Gramsci, germen y origen de la Junta Democrática de Artistas e Intelectuales de Granada. Y el 5 de junio de 1976, a las cinco de la tarde, tuvo lugar en la plaza principal de Fuente Vaqueros (Granada) el homenaje popular a Federico García Lorca, homenaje conocido desde ese momento como El cinco a las cinco, una conmemoración que, bajo el patrocinio de la Diputación de Granada y el Ayuntamiento de Fuente Vaqueros, continúa celebrándose ininterrumpidamente desde entonces.
[3] Gerald Brenan, La faz de España, edición de Carlos Pranger, prólogo de Alfredo Taján, Renacimiento, 2019, pág. 167.
[4] José Carlos Rosales, «La presencia de José Guerrero en Granada», en El efecto Guerrero: Jose Guerrero y la pintura española de los años 70 y 80, Centro Guerrero, Diputación de Granada, 2006, pág. 150.
[5] Este poema se titulaba «…Si supieras la noche que me llena» (Tragaluz, Granada, núm. 4, 1969-1970, pág. 18).
[6] Esta pequeña historia puede consultarse en el trabajo ya citado de José Carlos Rosales («La presencia de José Guerrero en Granada», op. cit., págs. 145-159). En este sentido resultan extrañas las siguientes aseveraciones que hizo Julio Neira en uno de sus trabajos sobre la influencia de los poetas del 27 en la poesía de la transición («Magisterio y legado de los poetas del 27 durante la transición», Letras Hispanas: Revista de literatura y de cultura, vol. 17, núm. 1, 2021, pág. 95): «Juan Carlos Rodríguez […] en torno a sí había formado […] una célula comunista, la “Antonio Gramsci,” a la que pertenecieron poetas y estudiantes como Javier Egea, Juan Vida, Luis García Montero, José Carlos Rosales, Álvaro Salvador o Antonio Jiménez Millán». Y más, conociendo bien Julio Neira todos los datos de esta pequeña y olvidada aventura local, no solo a través de sus conversaciones conmigo sino también leyendo el artículo aludido sobre la presencia de José Guerrero en Granada, artículo que yo le facilité en cierta ocasión. Subrayémoslo: ni Juan Carlos Rodríguez formó ninguna célula de arte y cultura del PCE, sino que se integró en ella cuando ya estaba organizada; ni Luis García Montero (por razones de edad: nació en 1958), ni Álvaro Salvador, ni Antonio Jiménez Millán pertenecieron a dicha célula o agrupación; otra cosa es que alguno de ellos colaborara en las actividades que se impulsaron desde ella: por ejemplo, Antonio Jiménez Millán formó parte de la comisión organizadora (la llamada Comisión de los 33) de El cinco a las cinco.
[7] Juan de Loxa, aunque no asistiera a sus reuniones por razones obvias de precaución, se vinculó secretamente desde muy pronto a la célula Antonio Gramsci y colaboró con Justo Navarro y conmigo en multitud de citas, panfletos y reuniones, clandestinas o no.
[8] Esta exposición frustrada estaba en el origen de la que dos años más tarde, cuando ya casi no existía la agrupación Antonio Gramsci, se organizó en el Club Larra, en febrero de 1977, bajo el título de Arte / Cultura / Derechos Humanos. En ella participó Javier Egea.
[9] De aquella experiencia quedó un breve cuaderno de poemas de Javier Egea y de José Carlos Rosales, un cuaderno con el que la Junta de Andalucía buscaba familiarizar a los jóvenes alumnos andaluces de aquella época con la poesía contemporánea andaluza (Egea, Javier; Rosales, José Carlos, Poetas en el Aula. Cuaderno de los poetas…, Junta de Andalucía, Consejería de Educación y Ciencia, Sevilla, 1991).
[10] Dada mi configuración ética y anímica, y por razones que son bien conocidas, mi presencia en el Homenaje a Javier Egea celebrado en la Facultad de Letras en febrero de 2020 resultaba absolutamente inviable; en consecuencia, la primera versión de este artículo la leyó Eduardo Castro, al que agradezco ahora (y siempre) su generosa amistad y camaradería; y al que dedico con cariño profundo estas páginas.
[11] Juan Carlos Rodríguez, «Sobre la práctica artística: Picasso», Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, nº 11, 1974, pág. 192.