Este artículo amplía la tesis de Mariano Maresca en «La restauración de la razón de Estado», analizando cómo gobiernos, corporaciones y élites económicas operan sin control democrático. Desde la guerra en Ucrania hasta el poder tecnológico y la crisis valenciana, se muestra cómo la legalidad cede ante la conveniencia del poder.

En su artículo “La restauración de la razón de Estado”, publicado originalmente en Izquierda y futuro en 2003 y reeditado en Olvidos de Granada en 2025, Mariano Maresca advertía sobre el resurgimiento de un paradigma político en el que la seguridad y la estabilidad del poder se anteponen a la legalidad y los principios democráticos. Analizando la invasión de Irak en 2003 y la política posterior al 11-S, sostenía que las grandes potencias habían restaurado una lógica predemocrática, donde los gobiernos se erigen en jueces supremos con derecho a actuar por encima de la ley cuando lo consideran necesario. Dos décadas después, sus ideas siguen vigentes; sin embargo, la razón de Estado ha evolucionado y se ha extendido más allá de las estructuras políticas. Hoy, no solo las potencias nacionales reivindican facultades excepcionales, sino que también corporaciones tecnológicas, élites económicas y actores transnacionales han adoptado mecanismos de poder que les permiten operar al margen de las normas jurídicas tradicionales. Este artículo no busca contradecir aquella tesis, sino extenderla y actualizarla. A modo de apostillas, se plantea una reflexión sobre cómo la razón de Estado ha dejado de ser una herramienta exclusiva del poder político para convertirse en un principio rector en la geopolítica, la economía y el control tecnológico. El poder se justifica cada vez más en nombre de la seguridad, la estabilidad o el interés estratégico, con el riesgo de que el marco legal quede subordinado a la conveniencia de quienes detentan la autoridad real en el mundo actual.
Históricamente, la razón de Estado permitió a los soberanos actuar sin restricciones cuando la estabilidad del gobierno estaba en juego. Durante siglos, fue el argumento con el que monarcas y autoridades consolidaron su dominio sin que el derecho representara un límite real a sus decisiones. Sin embargo, en el siglo XXI esta lógica ha trascendido a las estructuras gubernamentales. La Guerra de Irak marcó un punto de inflexión, ya que evidenció que las potencias podían actuar unilateralmente, al margen del derecho internacional, con justificaciones construidas para la ocasión. Esta lógica no se limitó a la política exterior: en el ámbito interno, numerosos países implementaron políticas de vigilancia masiva, tortura e incluso detenciones indefinidas sin juicio, normalizando prácticas que antes habrían sido consideradas inaceptables. Hoy, no solo los gobiernos operan con una mentalidad de excepción permanente, sino que las grandes corporaciones y élites financieras han adquirido un nivel de influencia que les permite actuar con la misma lógica, aunque sin estar sujetas a los mismos controles. Las decisiones que afectan a naciones enteras pueden quedar en manos de individuos y empresas que, sin haber sido elegidos democráticamente, poseen los recursos necesarios para configurar el mundo a su conveniencia, del mismo modo que se ajustan los parámetros de un ordenador o se entrena una inteligencia artificial para que responda según los intereses de quien la programa. Lo que antes servía para justificar guerras, intervenciones y medidas extraordinarias ahora es utilizado por nuevos actores que operan fuera del alcance de las leyes tradicionales, no por ideales o razones de seguridad, sino con el único propósito de llenarse los bolsillos y perpetuar su dominio.
La geopolítica reciente ha dejado en evidencia que la legalidad es solo un marco de referencia cuando resulta conveniente. La invasión rusa de Ucrania es un claro ejemplo de cómo la lógica del poder está por encima del derecho internacional. El Kremlin ha justificado su agresión apelando a la seguridad nacional, ignorando la soberanía de Ucrania y violando tratados fundamentales. Pero esta actitud no es exclusiva de Rusia: las grandes potencias occidentales han aplicado la ley de manera selectiva, sancionando a sus rivales por violaciones que ellas mismas han cometido en otros escenarios. El discurso de la legalidad y los principios democráticos se invoca cuando conviene, pero se ignora cuando resulta incómodo. Estados Unidos, que históricamente se ha presentado como defensor del orden internacional basado en normas, ha adoptado una política exterior en la que la legalidad se subordina a los intereses estratégicos. Se condena la anexión de territorios por la fuerza, pero se apoyan acciones que desafían este principio. El presidente Donald Trump ha manifestado intenciones expansionistas que ilustran esta contradicción. Por ejemplo, ha insistido en la necesidad de anexionar Groenlandia a Estados Unidos, argumentando razones de seguridad nacional, e incluso ha sugerido el uso de la fuerza militar para lograrlo. Asimismo, ha expresado deseos de recuperar el control del Canal de Panamá, lo que ha generado tensiones con Panamá y otros países de la región. Además, Trump ha insinuado la posibilidad de que Canadá se convierta en el estado número 51 de Estados Unidos, algo que ha sido rechazado contundentemente por el primer ministro canadiense, Justin Trudeau.
Recientemente, la administración Trump ha mostrado interés en el Estrecho de Gibraltar, un enclave estratégico clave para el comercio marítimo global, lo que ha generado preocupación en la región sobre posibles intervenciones estadounidenses. Estas acciones ponen de manifiesto el cinismo de la política exterior de Washington, que se presenta como defensor de un orden internacional basado en reglas, pero que, en la práctica, persigue objetivos expansionistas que dinamitan dichos principios. La Unión Europea, por su parte, se enfrenta a un dilema similar. Su intento de mantener un marco de cooperación internacional y respeto al derecho se ve desafiado por una realidad en la que la fuerza y la seguridad han vuelto a convertirse en los factores determinantes de la política global.

Sin embargo, este uso flexible del poder no siempre es negativo. La «excepción permanente» ha permitido respuestas rápidas en situaciones de crisis. La actuación internacional tras el terremoto de Haití en 2010 o la cooperación tecnológica en la pandemia de COVID-19 mostraron cómo la coordinación entre gobiernos y empresas privadas puede ser crucial en momentos de emergencia. Empresas como SpaceX, con sus satélites Starlink, han proporcionado conectividad en zonas devastadas, facilitando la asistencia humanitaria y la comunicación en conflictos. No obstante, cuando esta lógica se normaliza fuera del contexto de crisis, el riesgo es que el poder deje de estar sujeto a reglas y se convierta en un espacio reservado a quienes pueden permitirse imponer sus propias normas. Elon Musk, al igual que ha puesto a disposición su tecnología para ayudar, ha tenido la capacidad de influir en el desarrollo de la guerra en Ucrania, decidiendo unilateralmente cuándo y cómo las fuerzas ucranianas pueden acceder a sus servicios. Este episodio no es una excepción, sino una muestra de cómo los magnates tecnológicos pueden condicionar eventos internacionales sin estar sujetos a controles democráticos. Las plataformas digitales, que dominan el flujo de información en el mundo, han consolidado un poder que antes solo estaba en manos de los Estados. Google, Meta y X (antes Twitter) controlan el acceso a la información y pueden influir en procesos electorales, modelar la opinión pública e incluso censurar a gobiernos. Los algoritmos que determinan qué discursos se amplifican y cuáles se silencian no responden a principios de transparencia, sino a decisiones empresariales y políticas que, en muchos casos, se toman sin que la ciudadanía tenga acceso a sus fundamentos.
A nivel internacional, organismos como la ONU y la UE han intentado frenar estas dinámicas, con resultados dispares. La ONU, que ha sancionado a gobiernos autoritarios en numerosas ocasiones, ha sido incapaz de evitar intervenciones militares ilegales, como la invasión de Irak en 2003, ni de frenar el actual recrudecimiento de la ofensiva israelí sobre Gaza, donde los bombardeos han causado la muerte de más de 500 palestinos en los últimos dos días. A pesar de sus resoluciones y llamamientos al alto el fuego, el organismo se enfrenta a su propia impotencia estructural: su papel en la mediación de conflictos se ha visto erosionado por la falta de mecanismos coercitivos efectivos y por el bloqueo sistemático de medidas clave en el Consejo de Seguridad, donde las potencias con derecho a veto han convertido la legalidad internacional en una cuestión de conveniencia geopolítica.

El caso de la Comunidad Valenciana y la crisis de Carlos Mazón muestra cómo la razón de Estado se manifiesta en decisiones políticas que favorecen la estabilidad gubernamental a costa de principios democráticos. La crisis política en la Comunidad Valenciana, donde el presidente Carlos Mazón ha sido objeto de duras críticas por su ausencia en los actos de las Fallas (no se ha atrevido a salir a la calle por temor a los abucheos) y su gestión de la DANA de 2024 es un claro ejemplo de ello. Su estrategia ha sido consolidar el poder mediante pactos con Vox, adoptando políticas de extrema derecha que incluyen la restricción a la inmigración y recortes en derechos fundamentales. Este acuerdo con Vox ha permitido la aprobación de los presupuestos autonómicos, pero al costo de legitimar medidas que socavan la cohesión social y los valores democráticos.
Frente a estos desafíos a nivel global, surgen interrogantes sobre cómo revertir esta tendencia. A nivel político e institucional, organismos como la ONU y la UE deben asumir un rol más activo en la defensa de los derechos humanos y la legalidad democrática, sancionando a aquellos gobiernos que recurren sistemáticamente a la razón de Estado para justificar la represión y la concentración de poder. Es necesario reforzar la independencia judicial, garantizar la transparencia en la toma de decisiones y fortalecer el control parlamentario para evitar que los ejecutivos actúen con impunidad. A nivel ciudadano, la movilización social y el activismo digital juegan un papel clave en la denuncia de abusos y en la creación de mecanismos de resistencia frente a los retrocesos democráticos.
En última instancia, lo que presenciamos no es solo una transformación del poder global, sino un cambio de paradigma que trata de imponer un nuevo orden internacional. En este nuevo orden, el derecho internacional se vuelve irrelevante frente a la realpolitik, las democracias pierden autonomía frente a los intereses corporativos, y el Estado de derecho se diluye bajo el peso de la excepción permanente. De Leviatán a los magnates, la mutación de la razón de Estado confirma que cuando el poder no tiene límites, el derecho deja de existir como un principio universal y se convierte en un privilegio que solo aquellos con suficiente influencia pueden permitirse respetar o ignorar.
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- Maresca, Mariano. La restauración de la razón de Estado. Publicado originalmente en Izquierda y futuro 4 (2003): 5. Reedición en Olvidos de Granada, marzo 2025. Disponible en: https://olvidosdegranada.es/index.php/2025/03/18/la-restauracion-de-la-razon-de-estado/
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- The Guardian. «Elon Musk y su impacto en la guerra de Ucrania a través de Starlink.» Publicado en 2024. https://www.theguardian.com/2024/xx/xx/elon-musk-impacto-guerra-ucrania-starlink