
Hace algún tiempo, mientras escribía un artículo sobre la diferencia entre la guillotina y las formas actuales de cumplimiento de la pena de muerte, recibí de mi amigo Mariano el consejo bibliográfico más acertado que hubiera podido encontrar. Se trataba de un breve relato de Kafka titulado En la colonia penitenciaria.
Kafka escribió este relato en el verano del terrible año 1914, en los inicios de la Guerra mundial y justo cuando se estaban reclutando jóvenes austriacos para la contienda. Franz, aparentemente al margen del acontecer y sumergido en la tristeza por la separación de Felice, registraba sin embargo la inquietud latente de algunos de sus coetáneos no enfervorecidos por la guerra y la defensa de la patria. Lo hacía de manera peculiar en las páginas de su diario. En una anotación de 6 de agosto de 1914 se lee:
En mí mismo no descubro más que mezquindad, indecisión y odio contra los combatientes, a los que apasionadamente les deseo todo el mal posible.
Y más adelante:
Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, vuelve a asomar, y la exclamación en alemán: “¡Viva nuestro amado monarca, viva!” Y yo allí de pie, con mi mirada maligna.
Cuando escribía esta dramática reflexión sobre la confrontación del hombre con la muerte, apenas habían pasado dos meses desde que comenzara El proceso. Esta era la situación en la que redactó En la colonia penitenciaria. Quizá por eso, al carácter dramático une un modo extraordinario y descarnado de tratar el carácter irracional de la ley. Ley no sólo como letra, sino como letra inscrita en el cuerpo, como deuda simbólica, o como roturada en lo real en este caso.
El acto narrado: la ejecución de un soldado que contravino la orden de permanecer vigilante frente a la puerta de un oficial. El motivo no justifica ningún rigor, pues dicha vigilancia se sostiene en la aburrida rutina y no en el peligro. Pero la ejecución que sanciona esta negligencia no es aquí el simple cumplimiento de una voluntad arbitraria. La ley está presente y hace nudo con el goce y la muerte. Y en este anudamiento se sugieren los límites de la guerra como mandato de muerte y pérdida absoluta del suelo moral. La irracionalidad no aboca a lo inefable, se despliega como una forma absurda de la racionalidad. La falta de resistencia humana deja manos libres al goce depredador de una ley que marcha sola.
En la aplicación de este dictado, una maquinaria (ein eigentümlicher Apparat) engulle los cuerpos, los disecciona, los analiza, los intercambia, los reduce a cuerpos abstractos sin savia vital para acabar con ellos e intentar la supresión de todo rasgo de individuación en la memoria de los otros. Los cuerpos al expirar abandonan su materialidad histórica para convertirse en signos de un dictado legal que, en su cumplimiento, gira y gira sobre sí mismo.
El tema del absurdo no es aquí antojo literario, sino premonición perspicaz de la guerra. Cuando escribió el autor este relato, la violencia palpitaba en carne viva. Los ideales patrióticos iban cobrando su deuda. Contra su simpleza, la vida sufría heridas y la literatura mitigaba la ausencia de remedio. En su aparente distanciamiento, Kafka recoge esta inquietud para mezclar el tiempo milimetrado del sufrimiento, la minuciosidad del goce mórbido y la sucesión vertiginosa de la trama urdida.
Un recién llegado, el “Viajero-explorador” ― invitado circunstancialen la colonia― es arrastrado hacia la encrucijada de una decisión límite. De un lado, la civilización lo fuerza a tomar partido por la eliminación del tipo de ejecución (líneas abajo, descrita). Sin embargo, el compromiso no es tanto por el daño infringido cuanto por evitar el espectáculo ostentoso del dispositivo. Una fuerza se contrapone a este llamado hipócrita contra la violencia; es el pathos alcanzado por la súplica resignada y por las explicaciones llenas de sentimentalidad del verdugo, el “Oficial”. Esta sentimentalidad empuja al “Viajero explorador» hacia una mayor comprensión ―casi complicidad― de los ideales de éste consecuente cumplidor de la ley.
El “Viajero” ―juez sin nombre en el relato―, observador imparcial de un territorio absurdo localizado en una isla del Trópico, encuentra ante sí una colonia penitenciaria regida por un despotismo frío y calculado. Una tradición instaurada por un viejo “Capitán” que dejó su particular legado. El cumplimiento de ese mandato impone un ejercicio brutal, aunque no exento de una compasión humana y sin sentido a la vez. Y el “Oficial” ha prestado cuerpo a esa voz. Mientras tanto, la metrópolis, lejana e indolente, se queja con la boca pequeña y sólo pretende que no le salpique la sangre de los ajusticiados.
El viejo “Capitán” dejó al morir su peculiar herencia: una máquina capaz de ejecutar a los reos de una manera espectacular y terrible. La máquina en cuestión posee un sofisticado mecanismo y requiere para su manejo una destreza fuera de lo común. Sorprende en ella la fina calibración de sus piezas y la precisión con que ha sido diseñada para hacer las marcas y roturar el cuerpo. La precisión llega al punto de convertir un brocado de grafías talladas ―un repertorio de sentencias morales― en profundas heridas tatuadas. Y en acontecer irremisible y absurdo, por ellas se desangra el desgraciado suplicante. Pero todo está previsto. El reo no puede hacer oír su queja por estar amordazado. La vida sin voz, con mordaza de algodón, muere muda milímetro a milímetro.
Este aparato dispone de dos partes bien diferenciadas en su diseño; una fija, sobre la que reposa el infeliz privado de todo movimiento, y otra móvil y bien activa que, provista de una rostra en conexión con una plantilla de gráficos, baja lentamente hacia su cuerpo. Al llegar la rostra a éste, inscribe en él todo el repertorio de sentencias grabado en la plantilla,en realidad sólo una frase: “¡Se justo!” (Sei gerecht!). Cuando el dorso del cuerpo está ya “escrito”, un mecanismo lo hace girar para concluir por la otra cara el dictado.
El dispositivo fascina de tal modo a este oficial heredero, que consagra toda su vida a la compleja tarea de hacer funcionar tan maravilloso ingenio. El fiel cumplidor mima sus resortes, los limpia, los pule, y evoca en ese ejercicio el espectro de su mentor. Siempre prepara cuidadosamente las plantillas de inscripciones, y con una constancia digna de elogio, busca día tras día reos, inocentes o no, para saciar aquellas fauces de acero y lenguaje. Naturalmente siguiendo el más puro estilo kafkiano sin que los ajusticiados ―como aquellos reclutas austriacos― tengan previamente conciencia alguna de su delito ni del destino que les espera.
Uno de estos reos, cuyo silencio constituye el núcleo del relato, sufrirá el ataque salvaje de la máquina en presencia del “Viajero”. La sórdida violencia avanza precisa y silenciosa. El “Oficial” explica detenidamente al “Viajero” todo el prodigio técnico aplicado a la justicia. La fascinación por la eficiencia técnica obstruye toda reflexión. Por su parte, el recién llegado de la metrópoli va iniciándose en la complejidad de un mundo moral en el que la eficacia está por encima de cualquier otro valor. El “Viajero” se da cuenta que ha llegado demasiado lejos y que, su mala y vieja conciencia humanitaria, gravita sobre la escena. La máquina va a devorar a su víctima. Las agujas ya han llegado a la carne y los monstruosos dientes se disponen a morder de nuevo el cuerpo. Este cuerpo silenciado, carne y sangre de sacrificio, se va a convertir a su muerte en gloriosa superficie de inscripción para el mandato del espectro del “Capitán”. Pero el tiempo que marca el reloj del destino se detiene, y ya es demasiado tarde para todos. La mala conciencia no quiere más sangre porque brilla demasiado y no permite el limpio olvido, y el “Explorador” así lo hace saber. Ante este ultimátum, el “Oficial” ha comprendido por fin que su ritual no podrá volver a cumplirse, y por ende, que su vida ya no posee sentido alguno. La insignificancia de su vida se ha equiparado con la del reo.
En un gesto de coherencia pasmosa, vemos al “Oficial” liberar al condenado y precipitarse él mismo a las fauces de la máquina sangrienta. Herencia y heredero sucumben como animales remotos en un abrazo de sangre y acero. El cuerpo despedazado de uno y las piezas descalibradas y rotas de la otra dejan atrás su peculiar eticidad, para presentar al lector un primer plano de la victoria de la metrópoli y su no querer saber nada de la muerte.
Les aseguro, que acabé la lectura de este relato con tal sensación de desasosiego, que hube de ponerme a escribir rápidamente para aliviar mi inquietud. Algunas de las notas quedaron archivadas, otras se las envié a mi amigo en respuesta a su recomendación. Aquel año, el día 12 de noviembre, un convicto español, Miguel Flores, fue ejecutado en EEUU por inyección letal en el penal The Walls. En la madrugada de aquel día del año 2000, el capellán de la “Casa de la Muerte” entró en la celda del reo. Fue su último contacto con la vida. El religioso, siempre hablándole en inglés y nunca en su lengua materna, le dijo: “Y tú, tranquilo, tú ya sabes que estaré dentro a tu lado, y cuando notes que alguien te toca la pierna, ya sabes que soy yo. Tranquilo, Miguel, es rápido. A todos les gusta que le toque la pierna, eso ayuda.” Luego se retiró sonriente y a una pregunta de un periodista español, Ignacio Carrión, interesado en el proceso más allá de lo habitual, respondió: “Mucho, mucho trabajo. La semana próxima será mucho peor. Tenemos tres o cuatro, no me acuerdo. Al que iban a ejecutar ayer, por cierto un amigo de Miguel, lo aplazaron, pero ya tiene fecha para enero. Creo que Miguel se acaba esta tarde.”
Más de dos décadas después Trump amenaza con imponer la pena de muerte en todo el terrritorio. Es curioso que el relato despiadado de Kafka presente una sensibilidad mayor, incluso en el personaje que encarna el horror más trágico. El “Oficial” da muestras de profesionalidad y no se interesa por lo humano del reo, sino por lo que en su cuerpo puede inscribir para exorcizar la muerte, pero al menos no hay tedio ni cinismo en su corazón.
El parte oficial de la ejecución de Miguel parece la copia del anuncio de un espectáculo, y hace gala de una siniestra pulcritud y neutralidad:
“06.04: se le saca de la celda.
06.06: Amarrado a la camilla.
06.07: Inyección en el brazo derecho.
06.08: Inyección en el brazo izquierdo.
06.14: Pronuncia sus últimas palabras.
06.15: Dosis letal en ambos brazos.
06.17: Concluye la dosis letal.
06.22: Se le declara muerto.”
Al cinismo, Trump ―en los albores de su reinado― parece querer añadir el triunfo de la malevolencia. Los justos no deben ser neutros, ni siquiera a la manera del “Oficial” o del responsable de la “solución final” Adolf Eichmann, deben ser verdugos pasionales, deben desatar toda la barbarie que llevan dentro, liberar las pulsiones más atávicas y arrancar de raíz el mal. O dicho de otro modo, deben gozar como psicópatas, pues es el reino de “los nuestros”, de “los nacionales”, el reino de los justos. Sólo ellos gozarán de este sacrificio siempre ajeno, y serán comprendidos por sus cómplices y secuaces. Antes de su toma de posesión, Trump ya esparce su veneno: “Tan pronto como tome posesión, ordenaré al Departamento de Justicia que aplique vigorosamente la pena de muerte para proteger a las familias y niños estadounidenses de violadores, asesinos y monstruos violentos. ¡Seremos una Nación de Ley y Orden nuevamente!”[1] Todo un ejercicio de cinismo, malevolencia y olvido de la muerte. Y lo peor es que está creando escuela.
[1] CNN, declaraciones recogidas por Aaron Pellish el 24 de diciembre de 2024.