El Bardo: el motor de una renovación poética

Manuel Rico, autor del texto. Fran G. Matute, archivo de imágenes

El Bardo: el motor de una renovación poética

«Y allí nació, por fin, El Bardo: fue el 14 de marzo de 1964», escribió José Batlló, en el texto introductorio que, con el título «Memoria», ocupa la primera parte del libro El Bardo (1964–1974). Memoria y antología[1] con el que nuestro editor y poeta quiso fijar una experiencia, personal y colectiva, irrepetible. Por ese libro sabemos de las vicisitudes previas y las venturas y desventuras que José Batlló y Amelia Romero vivieron durante los decisivos años en que la mítica colección de poesía abriría un espacio insustituible de encuentro de poetas, críticos y lectores.

A la altura de 1964, el país comenzaba, muy tímidamente, a apuntar horizontes distintos al de la dictadura. Sin embargo, lo hacía con una lentitud exasperante: el exilio seguía siendo una realidad, la emigración del campo a las ciudades y hacia Europa era una constante, la libertad de expresión estaba sometida a la censura, y, obviamente, la vida política se regía por la legislación surgida tras la Guerra Civil: los partidos políticos no existían o solo lo hacían en el exilio y en la clandestinidad, Europa era un destino inalcanzable y el número de presos políticos y de opinión era considerable. 1963 venía marcado por el llamado «Contubernio de Munich», en el que jugó un papel relevante Dionisio Ridruejo, y por el fusilamiento del dirigente comunista Julián Grimau. Tiempos duros para la poesía en los que, sin embargo, esta no pudo ser acallada.

Cubierta de El Bardo (1964-1974). Memoria y antología. Los Libros de la Frontera 1995.

En el mundo literario se empezaban a agitar algunos impulsos aunque con la precaución, la timidez y los sinsabores inevitables en un ecosistema autoritario: en 1959, buena parte de los poetas de la llamada Generación del 50 (Carlos Barral, Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo), junto con algunos anteriores como Blas de Otero o Gabriel Celaya, habían homenajeado a Antonio Machado en Collioure y en aquella primera mitad de la década de los sesenta comenzó a gestarse el homenaje al poeta sevillano que se pretendía celebrar en Baeza en 1966, dos años después del nacimiento de El Bardo.

Sevilla tuvo que ser…

En ese ambiente, primero en Sevilla y después en Barcelona, fue madurando el poeta y editor José Batlló y comenzaría a gestarse, en compañía de Amelia Romero, la iniciativa poética por la que pasaría a la Historia. Hay que situarse en 1962 para evocar cómo su vocación poliédrica, multidisciplinar, encontraría cauce en el impulso a varios proyectos artísticos en una labor que no dudaría en definir como de militancia cultural. Del grupo de teatro aficionado, con sede en Sevilla, Hora Primera (fundado junto a Alfonso Guerra y Pepe Barrera y con el que representaría La mordaza, de Alfonso Sastre, y Final de partida, de Samuel Beckett), pasó a colaborar en Radio Juventud en un programa sobre poesía mientras era absorbido por la implacable lógica del servicio militar en Écija. Fue allí donde, destinado a la biblioteca de la Comandancia y dedicado a labores administrativas, tuvo tiempo y oportunidad para soñar y diseñar algunos de esos proyectos. «Por primera vez en mi vida, disponía de tiempo libre para leer (…). Disponía, asimismo, de una máquina de escribir y de la Enciclopedia Espasa». El más relevante de todos ellos fue la revista La Trinchera. Frente de poesía libre, nacida en noviembre de 1962 e impulsada por el mismo núcleo (junto Manuel Guerra Pelufo, los hermanos Manolo y Pepe Barrera, y Amelia Romero) que había dado vida a Hora Primera. Es en el citado texto «Memoria» donde Batlló confiesa que en aquella biblioteca incorporaría libros de dudosa sintonía con el Régimen y que venían conformando buena parte de su educación cultual y sentimental y el sustrato cívico, inconformista y democrático con que se conduciría a lo largo de su existencia. Se refiere a la novela Nuevas amistades, de Juan García Hortelano, y a los primeros volúmenes de la colección Collioure de poesía, creada, al calor de la editorial Seix Barral, por Carlos Barral, libros poéticos de Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jesús López Pacheco o del mismo Carlos Barral, entre otros miembros de la Generación del 50, nombres que, además, protagonizaron, con poemas, el primer número de su revista. La Trinchera sería, en el fondo, germen de la colección El Bardo y viviría un par de intentos de recuperación, algo que suponía un auténtico desafío al ecosistema cultural franquista. También inspiraría, ya en Barcelona, una revista clandestina, Si la píldora bien supiera no la doraran por defuera, que se mantuvo a lo largo de tres años, entre 1967 y 1969, culminando su vocación promotora de revistas con la legendaria Camp de l’Arpa, un documento insustituible para conocer la memoria literaria de aquel tiempo, cuya vida se extendió desde 1972 hasta 1982.

Cubierta de Canción del solitario (El Bardo, 1971) de José Batlló.

En todo caso, Sevilla, y la ciudad de Écija, serían los centros de gestación y de emisión de la mayor parte de los ingredientes de lo que sería la colección de poesía El Bardo, algo que es quizá la parte menos conocida, en el conjunto del Estado, de aquella maravillosa aventura. En la contracubierta de su libro Canción del solitario (1971), Batlló escribe sobre sus vínculos con su Cataluña de origen, advirtiendo que los mantiene muy vivos «aunque me sienta sevillano por adopción y devoción, y a Sevilla vuelva siempre que tengo oportunidad. Desde luego, soy del Betis».

Pero estamos en 1962, casi recién comprometidos sentimentalmente Amelia Romero y José Batlló, y todavía quedaban algunos años para que El Bardo comenzara a ser guía y referente de la más joven y rupturista poesía española, también de la más comprometida y expuesta a la acción censora de Información y Turismo.    

En los años en que comienza a crecer El Bardo, la poesía española se movía alrededor de la colección Adonáis, al amparo de algunas iniciativas surgidas en provincias como la santanderina La Isla de los Ratones, o las nacidas al calor del Instituto de Cultura Hispánica y de otras instituciones oficiales. Editoriales o colecciones que marcarían las décadas posteriores como Visor, Endymion o Hiperión, llegarían más tarde: en 1972, en 1975 y en 1979 respectivamente. Por lo tanto, el proyecto de José Batlló fue de una extrema singularidad y tuvo una peripecia de una riqueza enorme, dejando una huella indeleble en la poesía española, con la publicación de títulos que marcan un antes y un después en nuestra lírica.

Cubierta de La Señal El Bardo de José Batlló

El corazón

El Bardo se estrenó en las librerías y ante el público lector con un título de quien ya era un «poeta mayor», Gabriel Celaya, con La linterna sorda. Con ello, Batlló apuntaba alto en cuanto a nombres y delimitaba una sensibilidad dominante: poesía de calidad que mirara al mundo. Es decir, inconformismo, apuesta por la libertad de creación y de expresión, huida de las convenciones asumiendo una inevitable pugna con la censura, compromiso cívico y literario, en definitiva.

En la etapa en que El Bardo estuvo bajo su dirección y «control» (con Amelia Romero como coeditora decisiva y alma tenaz y práctica del proyecto), entre los años 1964 y 1974, en la colección de poesía aparecieron no menos de cien títulos, a los que habría que añadir otros ocho que formaron parte de una «serie especial». Contó, entre los años 1967 y 1969, con un consejo asesor de gran altura.[2] Batlló nunca ocultó que la colección se nutría, en lo esencial, de sus gustos y preferencias estéticas, aunque en ocasiones se asomaran libros derivados de algún compromiso personal, o no encuadrados en su guía de preferencias. Es de destacar la presencia de Vicente Aleixandre, el exiliado interior del 27, en esa primera vida de El Bardo. En el primer año, 1964, Batlló se atrevió con un libro-homenaje al poeta de Velintonia que era, por sus participantes, una auténtica declaración de principios: de Blas de Otero a Jorge Guillén, pasando por Vicente Gaos, José Agustín Goytisolo o Buero Vallejo.  Y en 1965, segundo año de El Bardo, publicó Retratos con nombre, de Aleixandre. En el catálogo de esa etapa convivieron títulos de poetas de la generación de posguerra con una inclinación social rotunda como el citado Celaya, o como Leopoldo de Luis, o la versátil y casi mágica Gloria Fuertes, poetas de la Generación del 50, savia que fue esencial en la alimentación de ese árbol: en El Bardo se publicó la primera edición de Tratado de urbanismo, de Ángel González,  en 1967, de Siete representaciones, de José Ángel Valente, de Algo sucede, de José Agustín Goytisolo, poetas de referencia de la generación del 68 o novísima como Pere Gimferrer, José-Miguel Ullán, Manuel Vázquez Montalbán (de él se publicaron sus dos primeros poemarios) y Ana María Moix. Incluso tuvo hueco en la colección el libro Equipo Claraboya. Teoría y poemas, en el que un grupo leonés formado por Ángel Fierro, Luis Mateo Díez y Agustín Delgado hibridan teoría marxista con poesía renovadora. Aunque dominaron “por goleada” los poetas peninsulares, El Bardo encontró hueco para la poesía escrita en América por autores latinoamericanos como José Alberto Santiago, Ernesto Cardenal, Nicolás Guillén, César Vallejo, Fernández Retamar o Heberto Padilla junto a la antología Nueva poesía peruana (1970).

Cubierta Tratado de urbanismo (El Bardo, 1967) de Ángel González.

Poetas andaluces

Los poetas andaluces, como no podía ser de otro modo en una iniciativa cuyo origen está en la experiencia juvenil de José Batlló en Sevilla y Écija, tuvieron una notable representación en El Bardo. Comenzando por Aleixandre, engrosaron la colección libros de Carlos Álvarez, Rafael Soto Vergés, Alfonso Canales, Rafael Guillén, Enrique Morón, Rafael Ballesteros, Fernando Quiñones o Antonio Carvajal, entre los dieciséis poetas de origen andaluz que en ella participaron. Títulos como Port-Royal, de Canales, o Las contracifras, de Ballesteros, los primeros de Antonio Carvajal (Tigres en el jardín y Serenata y navaja), o de autores semiocultos como Elena Martín Vivaldi o Juan Ruiz Peña aportaron buenas dosis de ambición lingüística y perspectiva social a partes iguales en aquel fascinante trayecto.

Cubierta Durante este tiempo (El Bardo, 1972) de Elena Martín Vivaldi.

Otras lenguas

Un trayecto que se caracterizó, lógicamente, por el dominio de la poesía en castellano. Sin embargo, Batlló fue valiente y, desafiando a la cultura oficial, acogió, en lengua catalana, la poesía de Pere Quart (Joan Oliver), Salvador Espriu y Joaquim Horta en ediciones bilingües, y, en galego, dos poemarios emblemáticos de Celso Emilio Ferreiro. De Pere Quart, Vacaciones pagadas, y de Espriu, Libro de Sinera, además de sendas antologías; en la serie especial aparecieron, también, en lengua catalana, libros de Salvat-Papasseit y de Miquel Marti i Pol: de Ferreiro, Longa noite de pedra y Viaxe a o país dos ananos, el «best-seller» de la colección, según consignó Batlló en su Memoria y Antología. En la antología Poesía hispánica 1939-1969, preparada por J. P. González Martín y editada en 1970 en la colección, se incorporaron poemas de Gabriel Aresti, en euskera, además de textos del gallego Xosé Luis Méndez Ferrín y del catalán Gabriel Ferrater en sus respectivas lenguas. Batlló abrió hueco, incluso, a una lengua o variante casi nunca mencionada en los medios culturales como el altoaragonés, con un poemario de Anchel Conte, No deixe morir a mía voz.

Solo aparecieron en la colección (incluyo la sección especial) dos libros procedentes de lenguas no peninsulares: de la rusa Ana Ajmátova, una auténtica novedad (y un desafío) en un país que calificaba a la ensaladilla rusa como ensaladilla “imperial” para evitar lecturas equívocas, y una antología de la poesía neerlandesa, preparada por el poeta aragonés Francisco Carrasquer.

Pocas mujeres

Producto inevitable de la época, El Bardo reflejó en su catálogo algo que hoy sería inconcebible y quizá inasumible: de los más de cien títulos publicados, solo seis estaban firmados por mujeres. Gloria Fuertes, Concha Zardoya, Elena Martín Vivaldi, Trina Mercader, Ana Ajmátova, Ana María Moix… fueron la excepción al predomino masculino. Es evidente que la generalizada invisibilidad de las poetas de entonces en la colección no se correspondía con una realidad de la que formaban parte autoras como Carmen Conde, Ángela Figuera, Angelina Gatell, Julia Uceda, una realidad mucho más diversa de lo que la «crítica oficial» venía a establecer, un ecosistema al que era muy difícil sustraerse incluso en un proyecto editorial en el que una mujer, Amelia Romero, jugaba un papel fundamental.

Cubierta Poeta de guardia (El Bardo, 1968) de Gloria Fuertes

Vivir la censura

Aquella primera década de la editorial estuvo surcada de múltiples intervenciones de la censura, con supresión de poemas, aplazamiento de la salida a librerías de títulos y cuestionamiento de autores que afectaron a libros de poetas como Carlos Álvarez, Joaquim Horta, Carlos Bousoño, Heberto Padilla, Pere Quart, entre otros. Para evaluar la dimensión del daño, baste decir que, tal y como Batlló describe en un breve anexo a su libro memorialista, al menos una veintena de títulos no pudieron ver la luz. Libros de poetas tan relevantes como el propio Batlló, José-Miguel Ullán, Méndez Ferrín, Antonio Gamoneda, Jaime Gil de Biedma, José Antonio Labordeta o el tantas veces citado Gabriel Celaya, quedaron en la sombra o, dicho en palabras de nuestro editor y poeta, fueron libros «cuya edición fue desautorizada o desaconsejada por la censura franquista-fraguista».

El antólogo, el poeta Batlló

No hay editor o poeta que no tenga en su mente una antología. El Bardo se benefició de la vocación de su impulsor en la articulación de antologías poéticas colectivas. Batlló nos ha dejado, en la colección, una suerte de cartografía de la vitalidad de la poesía española de aquellos años. Diseñó y editó la antología de La nueva poesía española (1968), muestra que combina poetas del 50 con poetas del 68, publicó la antología Poesía hispánica 1939-1969 (1969), con veintiún poetas que el paso del tiempo ha decantado como imprescindibles, y Poetas españoles poscontemporáneos (1974), que fue su último trabajo para la colección El Bardo y con el que completa, con acierto, la limitada lista de Nueve novísimos con poetas como Ullán, José Elías, Enrique Morón o Ángel Fierro, entre otros. Sin esas antologías otro habría sido el horizonte de la poesía española en la segunda mitad del siglo XX.

José Batlló, además de editor, antólogo y librero fue —lo decíamos al principio— un magnífico poeta que escribió y publicó desde un espacio lateral, semi escondido, de los novísimos pese a ser, por año de nacimiento, un coetáneo de los integrantes del movimiento. Podría haber estado, con Vázquez Montalbán y con Martínez Sarrión, en el «ala senior» de la antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles. Nace en 1939, como los dos poetas citados. La diferencia en su trayectoria como poeta es que cuando ellos publican su primer libro, él ya tenía tres libros publicados, el primero, Los sueños en el cajón, en 1961, con apenas 22 años. Una educación sentimental, de Vázquez Montalbán, aparece en 1967, y Teatro de operaciones, de Sarrión, en 1968. Batlló se les adelantó en el tiempo.

Su poesía es directa, a tramos conversacional, con destellos líricos y con referentes que van de Antonio Machado o Miguel Hernández o César Vallejo a los poetas norteamericanos de la Beat Generation. Publicó siete libros entre 1961 y 1971, año en que aparece La canción del solitario, una suerte de antología que recorre y resume una evolución que va de la sencillez machadiana que se advierte en un poemario como La señal, premio Guipúzcoa 1964, hasta el poema escrito en versículos y con un tono narrativo, muy próximo a la crónica, un homenaje a la cantautora Joan Baez, «Por suerte para nosotros»; o «Ainuk Aimée», una evocación de la joven que entregó un ramo de flores al general De Gaulle en la liberación de París.

Cubierta de Las raíces (El Bardo, 1967), antología de José Batlló

Batlló es un poeta para rescatar. Su escepticismo y, a veces, su distanciamiento irónico respecto a su obra lírica, su autocrítica excesiva (llegó a escribir que Canción del solitario había sido «el punto más bajo de la colección»), condicionaron la mirada ajena. Su poesía también se vio opacada por su ingente labor como antólogo y, desde luego, como editor. Pero es autor de una poesía inteligente y crítica en la que la emoción, la cotidianidad y la mirada hacia los otros la dotan de una calidad equiparable a la de no pocos poetas coetáneos, comenzando por los de la antología castelletiana. Por el tono y por su conexión con nuestra tradición poética, el poeta con el que podría ser equiparado de entre los novísimos, sería el Manuel Vázquez Montalbán de Una educación sentimental. Su obra está a la espera, sin duda, de una reedición con un más que necesario estudio de conjunto. Quede ahí mi sugerencia, casi mi demanda, en este tiempo de excesiva desmemoria y precoces olvidos.


[1] El Bardo (1965-19974). Memoria y Antología. José Batlló Salmon. Amelia Romero Editora. Barcelona, 1995.

[2] El consejo, con muy pocas variaciones, lo conformaron Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya, Celso Emilio Ferreiro, Joaquín Marco, José Esteban, Ángel Pariente y Pedro Gimferrer, con José Batlló como director de la colección.

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