Soneto500

    La zorra y las uvas

    Es voz común que a más del mediodía,
    en ayunas la Zorra iba cazando;
    halla una parra, quédase mirando
    de la alta vid el fruto que pendía.

    Causábala mil ansias y congojas
    no alcanzar a las uvas con la garra,
    al mostrar a sus dientes la alta parra
    negros racimos entre verdes hojas.

    Miró, saltó y anduvo en probaduras,
    pero vio el imposible ya de fijo.
    Entonces fue cuando la Zorra dijo:
    «No las quiero comer. No están maduras».

    No por eso te muestres impaciente,
    si se te frustra, Fabio, algún intento:
    aplica bien el cuento,
    y di: No están maduras, frescamente.


    Félix María de Samaniego (Laguardia, Álava, 1745-1801​)

    Don Rodrigo

    Cesa en la octava noche el ronco estruendo
    de la sangrienta militar porfía;
    el campo godo destrozado ardía
    con llama que descubre estrago horrendo.

    Rodrigo en tanto, su peligro viendo,
    por ignorada senda se desvía
    y, muerto Orelio, entre la sombra fría
    herido y débil se acelera huyendo.

    En vano el Lete con raudal undoso
    el paso estorba al príncipe, a quien ciega
    de cadena o suplicio el justo espanto.

    Surca las aguas, cede al poderoso
    ímpetu, expira el infeliz y entrega
    el cuerpo al fondo, a la corriente el manto.


    Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)

    A un orador contrahecho, zazoso y satírico

    Botijo con bonete clerical,
    que viertes la doctrina a borbollón,
    falto de voz, de efectos, de emoción,
    lleno de furia, ardor y odio fatal;

    la cólera y despique por igual
    dividen en dos partes tu sermón,
    que, por tosco, punzante y sin razón,
    debieras predicárselo a un zarzal.

    ¿Qué prendas de orador en ti se ven?
    Zazoso acento, gesto pastoril,
    el metal de la voz cual de sartén,

    tono uniforme cual de tamboril.
    Para orador te faltan más de cien;
    para arador te sobran más de mil.


    Fray Diego González (Ciudad Rodrigo, 1733 – Madrid, 1794)

    Al céfiro

    Céfiro dulce, que vagando alado
    entre las frescas, purpurinas flores,
    con blando beso robas sus olores,
    para extenderlos por el verde prado,

    las quejas de mi afán y mi cuidado
    lleva a la que, al mirar, mata de amores,
    y dile que un alivio a mis dolores
    de, y un consuelo al ánimo angustiado.

    Pero no vayas, no; que si la vieras
    y, tomando sus labios por claveles,
    el aroma gustar de ellas quisieras,

    cual con las otras flores hacer sueles,
    aunque a mi mal el término pusieras,
    tendría de tu acción celos crueles.


    Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla 1836- Madrid, 1870)

    Los tiempos son de lucha

    ¡Los tiempos son de lucha! ¿Quién concibe
    el ocio muelle en nuestra edad inquieta?
    En medio de la lid canta el poeta,
    el tribuno perora, el sabio escribe.

    Nadie el golpe que da ni el que recibe
    siente, a medida que el peligro aprieta;
    desplómase vencido el fuerte atleta
    y otro al recio combate se apercibe.

    La ciega multitud se precipita,
    invade el campo, avanza alborotada
    con el sordo rumor de la marea.

    Y son en el furor que nos agita,
    trueno y rayo la voz; el arte, espada;
    la ciencia, ariete; tempestad la idea.


    Gaspar Núñez de Arce (Valladolid, 1832​​-Madrid, 1903)

    Alegres horas

    Alegres horas de memorias tristes
    que, por un breve punto que durastes,
    a eterna soledad me condenastes
    en pago de un contento que me distes.

    Decid: ¿por qué de mí, sin mí, os partistes
    sabiendo vos, sin vos, cuál me dejastes?
    Y si por do venistes os tornastes,
    ¿por qué no al mismo punto en que vinistes?

    ¡Cuánto fue esta venida deseada
    y cuán arrebatada esta venida!
    Que, en fin, la mejor hora fue menguada.

    No me costastes menos que una vida
    la media en desear vuestra llegada
    y la media en llorar vuestra partida.


    Inarda de Arteaga (¿?-??)

    La durmiente

    La luna mientras duermes te acompaña,
    tiende su luz por tu cabello y frente,
    va del semblante al cuello, y lentamente
    cumbres y valles de tu seno baña.

    Yo, Lesbia, que al umbral de tu cabaña
    hoy velo, lloro y ruego inútilmente,
    el curso de la luna refulgente
    dichoso he de seguir, o amor me engaña.

    He de entrar cual la luna en tu aposento,
    cual ella al lienzo en que tu faz reposa,
    y cual ella a tus labios acercarme;

    cual ella respirar tu dulce aliento,
    y cual el disco de la casta diosa,
    puro, trémulo, mudo, retirarme.


    José Somoza y Muñoz (Ávila, 1781-1852)

    Rosas de otoño, I

    Mándame tu retrato… Aquellos ojos
    en éxtasis, que guardan, como lagos,
    de los ocasos los vislumbres rojos
    y de las noches los luares magos.

    Mándame tu retrato… La caricia
    de tu cara de almendra, tu cabello
    de puro negro azul, y el dulce cuello
    que inicia de inclinarse la delicia.

    Mándame aquel retrato que en el fondo
    Tiene un jardín… Tiene un jardín soñado
    para poner mi mano en tu cintura,

    y perdernos al lejos, en lo hondo
    de un beso -como nunca se ha besado-,
    por la senda sin fin de la ternura.


    Manuel Machado (Sevilla, 1874-Madrid, 1947)

    Autorretrato

    Fuimos entre espigas y olivares:
    el uno esperó al otro en la lactancia,
    y en el primer pinito de la infancia
    ya escribimos comedias y cantares.

    Después, libros, y novias y billares
    (¡memorias que ilumina la distancia!)
    luego… una juventud cuya fragancia
    envenenan agobios y pesares.

    Fuimos, cuanto hay que ser: covachuelistas,
    estudiantes, «diablillos», editores,
    críticos, «pintamonos», retratistas…

    Y hoy, como ayer, sencillos escritores
    que siguen, a la luz de sus conquistas,
    sembrando sueños porque nazcan flores.


    Serafín Álvarez Quintero (1871-1938) y Joaquín Álvarez Quintero (1873-1944)

    Olvidos de Granada
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