Soneto500

El poeta pide a su amor que le escriba

Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.

El aire es inmortal. La piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena pues de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.


Federico García Lorca (Granada, 1898-1936). Sonetos del amor oscuro.

Miré los muros de la patria mía

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.


Francisco de Quevedo Villegas (Madrid, 1580-Villanueva de los Infantes, 1645). Publicado póstumamente hacia 1648

A las cenizas de un amante puestas en un reloj de arena

Esta que te señala de los años
las horas de que gozas en empeño,
muda ceniza, y en cristal pequeño
lengua que te refiere desengaños,

un tiempo fue Lisardo, a quien engaños
de Filis, su querido ingrato dueño,
trasladaron del uno al otro sueño.
¡Prevente, huésped, en ajenos daños!

En tanto estrecho al miserable puso
el incendio de amor y la aspereza
de condición esquiva y desdeñosa.

Póstumo el polvo guarda el primer uso:
inobediente a la naturaleza,
padeció vivo, y muerto no reposa.


Luis de Ulloa Pereira (Toro, 1584-1674) 

Idilio muerto

Qué estará haciendo esta hora
mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita
planchaban en las tardes blancuras por venir;
ahora, en esta lluvia que me quita
las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,
y al fin dirá temblando: «Qué frío hay… Jesús!»
y llorará en las tejas un pájaro salvaje.


César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892- París, 1938), Los heraldos negros.

Poética

A Aurora de Albornoz


Mas se fue desnudando. Y yo le sonreía.
Juan Ramón Jiménez

Vino primero frívola –yo niño con ojeras–
y nos puso en los dedos un sueño de esperanza
o alguna perversión: sus velos y su danza
le ceñían las sílabas, los ritmos, las caderas.

Mas quisimos su cuerpo sobre las escombreras
porque también manchase su ropa en la tardanza
de luz y libertad: esa tierna venganza
de llevarla por calles y lunas prisioneras.

Luego nos visitaba con extraños abrigos,
mas se fue desnudando, y yo le sonreía
con la sonrisa nueva de la complicidad.

Porque a pesar de todo nos hicimos amigos
y me mantengo firme gracias a ti, poesía,
pequeño pueblo en armas contra la soledad.


Javier Egea (Granada, 1952-1999). La otra sentimentalidad.

Soneto de tus vísceras

Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.

Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.

Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.

Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos…
Yo soy un sapo negro con dos alas.


Baldomero Fernández Moreno (Buenos Aires, 1886-1950)

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