Francisco Ayala en la encrucijada de la Transición (1976-1982)
De un acto en el Ateneo de Granada

1-Introducción: el artículo como medio de expresión preferente
A lo largo y ancho de su dilatado periplo vital el pensamiento político de Francisco Ayala (1906-2009) se caracterizó por abordar una serie de temáticas recurrentes, que oscilaron desde la preocupación por los nacionalismos hasta el ocaso de las ideologías. A estas preocupaciones durante la Transición política añadió otros asuntos propios de la coyuntura del momento, sin olvidar asuntos capitales como el papel que debían ocupar los intelectuales en las democracias.
La tribuna de la prensa fue el medio escogido para exponer sus ideas en detrimento del tratado político o del ensayo que había sido el modo que había empleado en el pasado, circunstancia que le obligaba filtrar contenidos muy densos y de manera muy sintética. La mayoría de los artículos de Ayala se publicaron el diario El País, que había nacido en mayo de 1976, rompiendo el tradicional oligopolio de la información en España que habían atesorado de facto la red de prensa del movimiento y los diarios de la Editorial Católica; si bien, hay que señalar que también publicó un amplio ramillete de sueltos en ABC, el otro polo sobre el que gravitó la opinión pública española.

2- ¿Cuál era el papel que debían ocupar los intelectuales en las democracias occidentales parlamentarias?
En el contexto de la primera Transición, que fue donde más y en ocasiones de forma más cruda se planteó esta cuestión, Ayala partía de una convicción que casi podríamos decir que en sus fundamentos esenciales apenas se modificó desde su juventud: “el intelectual no debe intervenir en política. Sólo debe ofrecer claves de interpretación práctica a las clases dirigentes”. Por tanto, se oponía frontalmente a la figura del «intelectual comprometido»; asunto este que le parecía como una mixtificación insoportable, como ya había expresado en una entrevista en la Gaceta Literaria en el año 1927. Rebasar los límites de la especulación teórica suponía a su juicio entrar en el terreno de la política profesional, confundiendo dos aspectos que muy distintos.
Por una parte, la posición o la actitud del intelectual conllevaba per se el esclarecimiento de la verdad. De otro lado, la figura del político estaba condicionada al cumplimiento de los avatares de la política práctica, a la pura praxis, que está condicionada por otros elementos. De ahí que el político quiera la consecución de resultados por encima de todo con el fin de ganar elecciones o conseguir la consolidación de su liderazgo. Trastocar estas dos esferas que si bien cercanas son diferentes, podría llevar a errores fatales. Ambas figuras o esferas la de intelectual público e intelectual actúan o funcionan en una dialéctica perpetua en que ambas intentan influirse mutuamente, nos decía.
En relación a la contienda política que se dio en estos primeros compases de la Transición, criticó sin ambages actitudes tan propias de la época como las de “estar contra el poder”, que ya resultaban anacrónicas, pues su vigencia, siempre soterrada en el tardofranquismo, eran estar contra la dictadura. De igual forma, tachó de infantil y ridícula la postura de los que estaban instalados en el “desencanto”, por su falta de realismo al querer vivir instalados en una resistencia perpetua.
En este sentido, hay que tener en cuenta el traspaso de poder simbólico en la izquierda que se produjo en aquellos momentos entre los subcampos libertarios y, sobre todo, comunista, hacia el de la socialdemocracia. La lucha antifranquista había quedado atrás y después de los primeros reveses electorales comunistas, su posición comenzó a ser marginal; por lo que, quedaron atrapados en una nostalgia sin remisión ante la posibilidad de alcanzar las cuotas de poder que habían imaginado sólo unos años atrás.
Francisco Ayala, por su exilio y por razones vitales, no estaba vinculado a ninguna de los grupos intelectuales previos capitaneados por Enrique Tierno Galván, José Luis López Aranguren y Manuel Sacristán y sus discípulos. No tenía afiliación. En todo caso, sobre todo, a raíz de la victoria socialista de 1982 se alineó con los intelectuales pragmáticos que terminaron escribiendo en el diario El País que apoyaron el proyecto socialista en la lejanía, nos referimos: Javier Pradera, Elías Díaz, Ignacio Sotelo, Santos Juliá, Jorge Semprún, etc.
En un aparte habría que señalar la controversia que mantuvo con el dramaturgo Alfonso Sastre en torno a las falacias, embustes y tergiversaciones de las extralimitaciones de la policía y la existencia de la banda terrorista ETA. En un tono firme, claro y sin rodeos desenmascaró la posición de Sastre que bajo los ropajes de la represión, pidiendo la inacción de los cuerpos policiales en el País Vasco, escondía el proyecto político étnico y separatista abertzale.

3-La dictadura franquista y el porvenir de la democracia española
Con respecto a la valoración que Ayala hacía del régimen anterior, trató varios aspectos en sus artículos. En lo referente a la naturaleza del franquismo, en una línea similar, pero matizada, al canon formulado por Juan Linz, consideraba que el franquismo fue un sistema autoritario. Afirmaba que ni en sus momentos más duros, los posteriores a la conclusión de la Guerra Civil con el proceso de depuración interna y campos de concentración patrocinado por el Patronato para la Redención de Penas, el franquismo podía asemejarse a la Alemania hitleriana o la Rusia estalinista.
En cuanto a su ideología optaba por la creencia de que el contenido fascista del régimen fue más ornamental que otra cosa, y que el núcleo duro se encontraba en la larguísima tradición secular del tradicionalismo y conservadurismo católico que podía rastrearse desde los estertores de la Edad Moderna pasando por todo el siglo XIX. Tampoco, a su juicio, el régimen tuvo una propia política cultural y mucho menos de corte fascista, que abandonó por la presión de las otras familias del régimen. La única divisa que se mantuvo incólume durante los cuarenta años fue la de la persistente censura, que lo único que hizo fue obstaculizar impidiendo en los creadores culturales una existencia plena.
Sobre el desarrollismo mantuvo una posición, desde su obra España, a la fecha (1965), en la que afirmaba que el crecimiento económico sostenido estaba incubando en su seno la propia desaparición a futuro del régimen. Su teoría componía una antilogía difícilmente salvable para la dictadura: un fuerte crecimiento, estandarización de los niveles de vida con respecto al mundo occidental, secularización, altos índices de formación con una estructura política anacrónica, rígida y dictatorial. Más dudas nos suscitan sus comentarios sobre que el desarrollismo se realizó “a pesar de la dictadura”. Puesto que negaba cualquier tipo de acierto o planificación previa, soslayando el trabajo de los tecnócratas o el papel desempeñado por el Instituto de Crédito Oficial o el Instituto Nacional de Industria en este proceso.
Sobre el porvenir de España, su postura o su alineamiento estuvo claramente con el discurso de la reforma, en contraposición a lo que algunos autores han definido como el minoritario discurso de la continuidad o en el otro extremo el de la ruptura que era el anhelado por los sectores de la extrema izquierda. Para Ayala la democracia era el “único juego posible” en aquellos momentos y no tenía marcha atrás, ya que era fruto de un cambio estructural de grandes proporciones no sólo en los órdenes económicos o políticos, sino en el de las mentalidades adoptado por la propia sociedad española en su conjunto. La prueba de cargo que ofrecía a este respecto, era que la reforma pactada en la que se asentó el proceso democrático no había sido producto de un grupo de opinión, confesión o camarilla, puesto que había trascendido las voluntades personales interesadas o egoístas.
Además, y lo que resulta también muy estimulante de sus reflexiones sobre este aspecto, es que este proceso había introducido a los españoles en la realidad, los había hecho mayores de edad, podríamos afirmar. Ya no podría existir más la excusa o la máscara de un sistema político opresivo, ahora era el momento de enfrentarnos con nuestra propia realidad, de saber lo que éramos o podríamos llegar a ser.
Engarzando con esto, y con los intelectuales del desencanto afines al Partido Comunista, Ayala ironizaba con respecto a sus opiniones espetándoles que dónde estaba escrito que la democracia fuera una fiesta sinfín. De nuevo, tenemos que hacer alusión a la reconfiguración de fuerzas en la Transición. Frente a los intelectuales de la órbita del PCE (Eduardo Haro Tecglen, Joan Fuster, etc) que veían el proceso democrático como una traición, una farsa grotesca de políticos que sólo engañaban al pueblo para sus intereses personales, Francisco Ayala mostraba una actitud realista centrada en ayudar al poder político en la solución de los acuciantes problemas del presente, que entonces eran muchos: en lo económico las altas tasas de inflación desde la crisis del petróleo de 1973, llegando a un 15%, en 1980; el terrorismo que golpeaba sin tregua, en ese año ETA asesinó a más de cien personas; la integración Europa y en otros organismos supranacionales, etc. Para el autor granadino los partidos políticos finiseculares tenían que alejarse de las grandes cosmovisiones y administrar las dificultades del presente con la mayor presteza y efectividad posible.

4- El modelo territorial y los vectores de la política territorial
En este aspecto podemos afirmar que fue profético en función del desarrollo autonómico posterior y las tensiones nacionalistas que fueron macerándose en el seno de Cataluña y el País Vasco. No veía con buenos ojos un modelo federal para España, que de una forma corregida y aumentada ha sido el modelo autonómico, porque pensaba que ni siquiera satisfacería a todos por igual. Contemplaba en un breve periodo de tiempo un efecto de multiplicación de administraciones, al crear la sensación de mini-Estados dentro del Estado. A ello habría que sumarle el enorme coste económico que supondría y el efecto clientelar que tendría. A los efectos iniciales, una vez aprobada la Constitución y su título VIII, de ser una cura de humildad para el patrioterismo asfixiante del franquismo, vaticinó que provocaría la exacerbación de las identidades locales poniéndolas al mismo nivel que las anteriores.
Otra de sus preguntas recurrentes fue, ¿cuál sería el papel de España en el conjunto de las naciones, una vez llegado al estadio democrático? Su orientación, como la mayoría abrumadora de la época, era decididamente europeísta. Por tanto, saludó con gran entusiasmo la entrada de España en la antigua Comunidad Económica Europea (CEE) el 1 de enero de 1986, al igual que la entrada en la OTAN ratificada en el referéndum de marzo de aquel mismo año. Esta incorporación plena al bloque occidental la observaba como elemento de contrapeso en dos direcciones. Por un lado, como disolución del nacionalismo español al verse anegado por la cesión de soberanía a esta entidad suprarregional; de otra parte, en la coyuntura del momento, como contrapeso en la guerra fría a las dos superpotencias (Estados Unidos frente a la Unión Soviética). Estas afirmaciones de gran alborozo contrastaban sin ningún atisbo de crítica con el desmantelamiento del sector industrial que supuso el ingreso en el club europeo de los doce, en parte auspiciado por el eje franco-alemán. Tampoco el ajuste duro que supuso en el sector agropecuario español con la imposición de cuotas lácteas, arrancado de hectáreas de trigo, vid y otros. También sorprende que ni siquiera nombrara, y sólo viera como único polo de la política internacional española la vía europea, obviando Hispanoamérica y las enormes posibilidades que siempre ha tenido. Quizá lo daba por hecho en virtud de la lengua común que ya propiciaba esta unión. Son asuntos todos los tratados en este artículo a estudiar con más detenimiento.

Caricatura de Francisco Ayala dibujada por Paco Puga (Creative Commons)