Las terminales modernas se han convertido en enormes supermercados por los que no se puede evitar circular. El viajero está atrapado en una red de tiendas que ofrecen los productos de consumo más prescindibles. La obscenidad de nuestra sociedad de mercado se muestra en esos sitios sin tapujos: el consumo de inutilidades como fin último de nuestras vidas; la circulación entre las mercancías como única forma de “pasar el tiempo”; el progreso y el crecimiento como horizonte ideal único de nuestras existencias. Una vez franqueados esos laberintos del consumo el viajero accede a su terminal de embarque en la que tendrá que esperar pacientemente el momento de despegar. Entretanto, podrá solazarse con el espectáculo de sus semejantes arrastrando sus trolleys acompañados de ese ruido mecánico y circular que después prolongarán en los centros turísticos de algunas ciudades para tortura de los últimos vecinos que todavía resisten a la expulsión turística de sus hogares. Los nuevos nómadas voraces de exotismo invadirán como sucesivas plagas las ciudades con encanto hasta no dejar tras su paso más que algunas franquicias repetidas idénticamente como espejos allá donde vayan.
Pero si el viajero ocioso que espera su vuelo se fija un instante en esas masas que se desplazan sin descanso por la terminal, podrá observar el curioso fenómeno de la más o menos leve inclinación que suelen llevar los pasajeros arrastrando sus equipajes. Aunque una sonrisa estúpida acompañe su errar por el aeropuerto, como si adivinaran los inmensos placeres que les esperan en su destino, esa leve inclinación los convierte a su pesar en nuevos esclavos a cuestas con su carga. El fenómeno lo comentó ya W.G. Sebald a finales del pasado siglo en un breve texto titulado El arte de volar:
“Sobredimensionadas, las vastas instalaciones aeroportuarias de Zurich-Kloten me dan una vez más la impresión de que el futuro ya comenzó y que la gente que en grupos a menudo desordenados recorren los gigantescos halls climatizados son la vanguardia de un nueva raza de nómadas. Una extraña determinación parece animarles. Todos están ligeramente inclinados hacia adelante, como los personajes del Génesis de Viena precipitándose desde hace siglos hacia su propio final.”

El Génesis de Viena (Wiener Genesis) al que hace referencia Sebald es un manuscrito ilustrado elaborado en la región sirio-palestina en la primera mitad del siglo VI y conservado en la Österreichische Nationalbibliothek de Viena. Es el códex bíblico ilustrado más antiguo que existe en buen estado de conservación. Su texto es un fragmento del Libro del Génesis en la traducción griega de la Sextante. Es muy probable que Sebald conociera la existencia de la imagen gracias al texto de Walter Benjamin sobre Karl Krauss. En dicho texto Benjamin define esta ilustración como la imagen misma del estado de culpabilidad: “como si estuvieran afectados por el Gran Mal [la epilepsia], se inclinan los unos sobre los otros en una carrera precipitada”. Y recuerda que el expresionismo, educado en esas miniaturas medievales, trató de dar cuenta del estado en el que se encontraban las masas después de la guerra y de ese “poder sin nombre ante el que se curvan los hombres: la culpabilidad”.
¿Será pues la culpabilidad la que empuja las espaldas de los viajeros en las terminales de los aeropuertos? ¿Serán conscientes tal vez del proceso de destrucción que conllevan sus constantes desplazamientos? Podemos dudarlo. La pandemia que nos iba a hacer más virtuosos se reveló como el desencadenante de una furia imparable de consumo y una irrefrenable pulsión de viajar. Lo que no quiere decir que estos viajeros inclinados arrastrando su carga no se dirijan, sin saberlo, hacia su precipitado final.