Sergio Hinojosa
Su última lucha
Mariano nació en Almería, pero su vida transcurrió en Granada, ciudad germinal y maldita, cruzada por culturas y acosada por el desastre urbanístico, embutida en penoso hormigón y adornada con macetas en sus balcones. Mariano no evitó afrontar esta deformación, pero fue mesurado y calculó bien los efectos de su escritura. A él puede aplicarse lo que el propio Mariano afirma de Ángel González: no amaba la tribuna ni el púlpito que hacen de las palabras piedras. Su palabra señalaba los abismos políticos, iluminaba los silencios amordazados y recogía respetuosa las lágrimas desesperanzadas y no enjugadas.
La ironía -decía él- es la forma más inteligente de la piedad. Y con piedad y respetuoso silencio anteponía una ética de la escucha al cálculo del beneficio y al reconocimiento. Premios y halagos los toleraba mal, y también detestaba la adulación. Esto le distanciaba de los centros de poder de la ciudad. Quizá por eso mantuvo siempre despierto el corazón a los ritmos que marcan los acontecimientos. Algo emergía, cualquier acontecimiento de incumbencia ciudadana, e inmediatamente investigaba y analizaba el hecho para mostrarnos su cielo y su suelo, siempre documentando y apuntando a esa realidad objetivamente y con nombres y apellidos.
Mariano era como todos somos desde el principio, un ser de lenguaje. Se sabía hecho de signos y sumergido en ese mar. No necesitaba de una voz externa, de un trono divino o humano, para asegurar su existencia. Aunque, a veces, hasta los más firmes necesitan la invocación, así escribía: …cuando nos atrapa el miedo de no ser nadie si nadie nos llama, si nadie se acuerda de llamarnos y somos nada, somos una palabra que nadie dice.
Pero Mariano sabía que los pétalos de la rosa son anteriores a la palabra “rosa” tan manida en los poemas grises, y que las lágrimas caen con dolor antes de que la escritura les dé forma. Y sabía, sobre todo, que el lenguaje no sólo nombra y clasifica, como pretenden los evaluadores de normas anónimas y tiranas, sino que nos humaniza, nos crea y nos redime poéticamente. Por eso no solicitaba evasivas para aligerar el peso de la metáfora que nos constituye. Al contrario, nos exigía -a mí y a tantos como le escuchaban y le leían- afirmar en nombre propio, porque sabía que, si muere la metáfora de nuestro nombre, también morimos nosotros sin remedio. Y esa firma, ese compromiso solicitado, no era alimento del narcisismo, ni cifra ni perfil en el registro de recursos humanos. Mariano se resistía a ese signo de nuestro tiempo, lenguaje mortífero de las nuevas formas del poder que extiende sus plantillas preconfeccionadas de cifras del sí y del no del deseo. Detestaba ese lenguaje instaurador de equivalencias, en cuya mediocridad, el sujeto se desliza de unas a otras cuadrículas sin que quede huella humana en la memoria. Su última batalla no tuvo lugar en el cuerpo. Antes de enlentecer su brío, luchó contra ese lenguaje nuevo del poder que fluye en las instituciones y en las agencias, para desembocar en el río del mercado. Con sus signos ceñidos al cuerpo borra la palabra propia. La definitiva conquista de esta escritura gris se halla en el corazón del consumo, apresurado y lábil. Y contra esa deshumanización nos convoca su palabra.