Luis García Montero
Sigo hablando con Mariano
Creo que fue en 1979 cuando tuve la suerte de empezar a trabajar en la librería Teoría. Juan Manuel Azpitarte, después de dejar el Departamento de Literatura en la Facultad, abrió una librería que tardó poco en convertirse en un punto de referencia. Me contrató como niño de los recados y como dependiente. Iba yo en su moto a recoger envíos editoriales a las oficinas de correos y despachaba libros a una clientela universitaria con la que se podían compartir las inquietudes y las conversaciones. A mi madre le gustó poco que yo pidiera el trabajo, la gente iba a sospechar que necesitaba dinero para seguir estudiando. Pero la verdad es que ese tipo de sospechas ya no me importaban y, además, lo que menos buscaba en la librería era el sueldo, aunque me permitió ampliar mucho mi biblioteca de ensayos políticos y obras literarias. Lo que de verdad me gustaba era la gente que iba a Teoría, profesores, artistas, poetas, nuevos amigos con los que hablar de libros, tomar cervezas a mediodía o copas por la noche, en un local que se abrió muy cerca, La Tertulia, y que se convirtió pronto en un centro decisivo de la cultura y la política democrática de Granada. A veces las ciudades tienen suerte, se escriben a sí mismas, se definen con la apertura de una librería o un bar de copas.
Allí entablé amistad con mi maestro Juan Carlos Rodríguez, uno de los historiadores más importantes de la literatura española a la hora de entender lo que significaron Garcilaso, San Juan de la Cruz, Moratín o Antonio Machado. Allí conocí al niño pintor, Juan Vida, que dejó muy pronto de ser niño para enseñarnos en sus cuadros cómo las abstracciones teóricas se encarnan en una realidad figurativa de carne y hueso. Y allí conocí a Mariano Maresca, un profesor de Filosofía del Derecho capaz de explicarnos el sentido de una ópera, el verdadero significado de una película, la importancia de un grupo de teatro independiente o los entresijos de la voz de Leopoldo Alas en La Regenta. Juan Manuel, Juan Carlos, Juan, Mariano, hablo de amigos íntimos, en los que la Teoría se convirtió en realidad, un abrazo de carne y hueso. A Juan Carlos le gustaba señalar el odio que cualquier pensamiento reaccionario siente por la teoría, pues prefiere las simplificaciones sin conflicto porque parecen prácticas, pero se diluyen como el agua. La teoría es decisiva cuando sabe tomar cuerpo.
Recuerdo a Mariano Maresca como un ser muy inteligente y como un sentimental que sabía establecer con firmeza el significado de la palabra nosotros. No es sencillo ser al mismo tiempo inteligente y sentimental. Por eso Mariano era también difícil y precavido con los otros. Fue para mí el protagonista de una historia que tuvo que ver con la Célula Gramsci, la agrupación del Partido Comunista de Granada en la que se reunieron los militantes y compañeros de viaje dedicados a la cultura. La reorganización del Partido por territorios más que por trabajos desmembró la célula y una parte de la complicidad política de la cultura granadina. Pero hubo personas que siguieron encarnando ese compromiso, y Mariano fue una de ellas, una de las más cercanas en mi vida.
Ser precavido no suponía para él ser prudente en sus comportamientos privados, sino detenerse a analizar los que se escondía detrás de un pensamiento público. Y eso le obligaba a situarse un paso por delante. Nunca podré agradecerle lo suficiente que me presentara a Pier Paolo Pasolini, el cineasta y el poeta autor de Las cenizas de Gramsci. Más que un orgulloso relato sobre la lucha ya pasadas contra el fascismo, comprendí que en la Italia de los años 60, como en la España de los primeros pasos de la democracia, convenía estudiar los procesos de las sociedades consumistas, los entresijos del paso del subdesarrollo al capitalismo neoliberal y el narcisismo rebelde de los hijos de papá. La lección fue profunda porque tuvo que ver con las precauciones ante la mercantilización de los cuerpos tan de moda en los destapes de entonces como en los debates ideológicos que afectan hoy a la izquierda. Comprendí que a veces uno puede sentirse más cerca de un policía democrático, hijo de obreros, que necesita trabajar en lo que pueda para vivir, que del griterío callejero de muchachos adánicos y con la vida resuelta, orgullosos de inventarse el mundo y de tirar piedras contras las fuerzas del orden con una soberbia populista y antisistema.
Eso tuvo también consecuencias poéticas. Al comprender que el neoliberalismo quería debilitar las instituciones para tener las manos libres en sus negocios, me alejé un poco de Foucault y de su antipatía ante la palabra «poder». ¿Es malo cualquier poder institucionalizado? ¡Cuánta falta hace un poder justo para defender una democracias social en la que vayan de la mano la libertad y la igualdad! Yo no soy rebelde… porque el mundo me hizo rojo. Quizá por eso me alejé de las novedades de la poesía llamada «novísima», muy pendientes del esteticismo, los hallazgos de los teóricos literarios franceses y de las inversiones radicales del discurso poético, con un orgullo inversor muy parecido a la España neoliberal que quería integrase en Europa bajo el amparo de las grandes fortunas. Escribí un libro de poemas cercano a la poesía de la generación de 50, que había sido tachada del mapa lírico como una consecuencia del politicismo subdesarrollado, y le pedía a Pasolini el título: El jardín extranjero. Era el cementerio civil en el que descansaba Gramsci. Nos hicimos vecinos, alquilé mi primer piso en el edificio de la calle Alcalá de Henares al que Mariano se había mudado un poco antes. Vivía en lo alto, en la décima planta. Una cocina con vistas a la Alhambra y unas estanterías llenas de libros compartidos. Hablamos mucho de política, de poesía, de música, de cine, de su homosexualidad, de su familia, de la mía, de nuestros amigos. Ahora que se cumple un año de su muerte caigo en la cuenta de que sigo hablando todos los días con él.