Antonio Muñoz Molina
Un recuerdo de Mariano Maresca
Mariano tenía en alto grado una virtud que solo es accesible a quienes son a la vez inteligentes y generosos: esa virtud era el talento para descubrir y alentar las mejores capacidades de otros. Su herramienta intelectual preferida era el entusiasmo. Se entusiasmaba por un libro, un autor, una canción, una película, un grupo de música, y de manera inmediata se convertía en propagandista y hasta en militante. Él sabía que es preferible pecar por entusiasmo que por mezquindad. Por ese motivo, aparte de por su cultura formidable, era un profesor excelente, según me ha contado un alumno suyo que es muy cercano para mí. Mariano tenía madera de editor, de director de revista seria y ambiciosa, papeles en los que podía ejercer de manera práctica su capacidad de entusiasmo, de crítica volcada en la celebración de lo mejor.
Yo le debo, entre muchos otros descubrimientos, el de Kurt Weill y el de Bola de Nieve: lo distinto de esos dos nombres da una idea de la amplitud de los intereses y la curiosidad de Mariano.
Y también le debo la primera de todas las grandes alegrías literarias de mi vida. Una mañana, quizás en mayo, en 1985, Mariano se presentó sin aliento en mi oficina, que estaba en la última planta del ayuntamiento en la plaza del Carmen y no tenía ascensor, y me dijo que acababa de llamarlo Pere Gimferrer, a quien él, sin decirme nada, le había regalado una semana antes un ejemplar de mi primer libro, «El robinson urbano», aprovechando una visita de Gimferrer a la ciudad. Y Gimferrer lo había llamado para decirle que acababa de leer el libro, y para preguntarle si su autor desconocido había escrito algo más, si tenía alguna novela. De pie frente a mí, recobrando con dificultad el aliento, Mariano me miraba con un brillo de alegría en sus ojos muy claros. Yo estaba justo entonces terminando mi primera novela, procurando olvidarme, para evitar el desánimo, de que no conocía a nadie en el mundo literario o editorial fuera de Granada. «Tienes que terminarla cuanto antes y que mandársela a Gimferrer en Seix Barral», me dijo. A Mariano yo le había hablado de esa novela, pero no le había enseñado ni una página. Cuando por fin la terminé él fue uno de sus primeros lectores, antes de enviarla a Gimferrer. Nada de lo que vino después para mí hubiera sucedido sin aquella primera alegría que vino a darme Mariano Maresca, subiendo a pie los tres pisos hacia aquella oficina en la que iba a quedarme bastante menos tiempo de lo que imaginaba.