Las cosas que hemos visto con Mariano

Pedro Mercado

Vejez e Infancia

Este es un manuscrito que Mariano Maresca escribió como respuesta a unos comentarios que le trasladé sobre un borrador de un ensayo brillante, intenso, “excesivo” desde el punto de vista intelectual en el que Mariano hacía una relectura del discurso político moderno a partir de la interpretación de la hipótesis del Estado de naturaleza como infancia de la modernidad. Una modernidad que irrumpe en la historia como un “novum” pero que al mismo tiempo se representa como la llegada de la humanidad a su “mayoría de edad”, a su madurez, una modernidad que nace ya adulta. En ese texto Mariano condensa su conocimiento profundo de la filosofía política moderna, con una magnifica lección de historia de las ideas en las que no faltan referentes como el psicoanálisis, o sus estudios sobre el despotismo oriental  o sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de la Boètie, para interrogar la modernidad desde la dicotomía entre la imagen del niño como “titular del poder del deseo”, como lugar para pensar otra modernidad posible, más allá de la modernidad madura,  la modernidad que codifica la experiencia en la norma, en el cálculo racional, en el mercado y en el Estado.

Mis comentarios a ese texto imprescindible que dejó inédito Mariano, terminaban con la pregunta de si no era posible también interrogar a la modernidad desde la imagen de la vejez, del que vive un tiempo ya concluido; la vejez no pertenece ya al orden adulto, es tiempo de desencanto desde donde se es consciente de no formar parte de un proyecto, tiempo de rememoración que es también una vuelta a nuestra minoría de edad. La respuesta de Mariano fue este impagable regalo de diez aforismos sobre la vejez, escritos con esa irrefrenable energía vital e intelectual que Mariano contagiaba.

Aforismos del viejo

Esta es la primera respuesta a una pregunta de Pedro Mercado. Como toda respuesta, es ante todo la demanda de otra pregunta.

1.-  El viejo es el que cuenta (las) historias. Su auditorio son siempre, u otros viejos, o los niños. La diferencia entre esos dos auditorios se refiere al uso del tiempo. Los otros viejos que escuchan tienen el mismo tiempo (para oír) que el narrador (para contar): un tiempo concluido, cerrado que ya nadie mide. Los niños, para oír al viejo, tienen el tiempo que crea su deseo de fantasía, un tiempo por empezar, abierto, dispuesto para la experiencia del descubrimiento (o la fascinación): un tiempo que todavía nadie mide.

2.- El viejo se vuelve como un niño (de eso se quejan los adultos): caprichoso, parlanchín, irrefrenable, que confunde los datos de lo real, imprudente –dice tacos delante de las visitas–; al viejo se le quiere solamente porque existe. Igual que al recién nacido: no importa lo que hagan o lo que sientan (de hecho, se ignora por completo lo que sienten). Quererlos –al viejo y al niño–, es natural: por eso no se puede confesar públicamente que molesta atenderlos.

3.- El viejo que no se vuelve como un niño, se calla. Su silencio es una severa advertencia de que hay un momento de la vida en el que ya no cabe ninguna posibilidad. Ese es el viejo intolerable: hay quien llega a asesinarlo.

4. Sólo se abandona a niños (en un portal: en las puertas de otra casa) o al viejo (en un asilo: un lugar que no es una casa). No se soporta su manera irresponsable de usar el tiempo.

5.- El viejo recuerda mejor el pasado remoto que el reciente. ¿Borra lo superfluo, recuerda solo los recuerdos que su cuerpo débil puede arrastrar? Suele hablar de lo que podría haber hecho, o sido. Tampoco olvida el dolor: la traición de la vida. Pero lo entiende (aunque nunca un viejo haya explicado cómo se puede vivir con ese dolor).

¿No es eso –la aspiración de ser alguien, pero también el primer y definitivo aprendizaje de la frustración– la misma memoria del niño?

Memoria del niño: no tiene que haber pasado el tiempo para que haya memoria: basta con desear algo para tener pasado, un pasado que se pueda contar (u oír cantar al viejo). El niño recuerda lo mismo que el viejo. El viejo lo sabe, el niño no.

6.- El viejo cuenta –recuerda– el origen próximo de la vida: no el principio de la historia de la humanidad, sino la imagen que ya se está borrando –como su vida– del mundo en que nacieron los padres del niño. Los padres del niño le dejan que la cuente: saben que el niño todo lo recordará –si acaso– cuando sea viejo.

7.- Cuando el niño recibe el relato del viejo, está ocurriendo algo casi inexplicable: el que habla desde una conciencia plena y aguda de la finitud es entendido porque le oye alguien que todavía cree que la vida es infinita (quien no ha conocido la experiencia de la muerte).

8.- Eso es solo casi inexplicable. La conciencia de la finitud hace que se desprecie el instante. El relato del viejo nunca se detiene en algo urgente (desconoce la urgencia, en realidad). Reduce la vida a lemas que repite, que tergiversan la geografía real del territorio del tiempo. Exactamente así es como la vida, para el niño, es infinita. La memoria y la fantasía coinciden, se alimentan mutuamente. Por eso los adultos se quejan de que el viejo malcríe –consienta, es decir, autorice, al niño–: reconoce la legitimidad de su infancia.

Pero el niño sí conoce la urgencia, la urgencia que pertenece al orden del deseo. Para «morir en paz» tendrá que dominarlo.

9.- Para el niño, el viejo es otro niño: el niño oye la memoria como fantasía.

10.- Cuando el niño crece, también él excluye al viejo. En la vida del niño que ha crecido, la fantasía ha sido sustituida por el afán de otra memoria, la del deber de ser Padre. Este niño ya no oye al viejo: es un burgués progresista que lo tolera, lo quiere, pero que no se arriesga con él fuera del tiempo. Y a lo que más miedo tendrá en la vida es a envejecer, porque se siente culpable de haber roto el coloquio sagrado entre la memoria y la fantasía.

Mariano Maresca

Octubre de 1992

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