Pablo del Águila, poeta secreto

Jairo García Jaramillo

Para Juan de Loxa

La figura del poeta granadino Pablo del Águila (1946-1968) ha permanecido durante décadas sepultada por el aura maldita de su leyenda, en gran medida debido a su tempranísima muerte a destiempo, nada más cumplir los veintidós años. Sin alcanzar la plenitud vital pero bordeando ya la plenitud poética –otro caso de extraordinaria precocidad en las letras españolas−, sus lectores apenas conocíamos hasta ahora una vieja fotografía y dos colecciones de poemas póstumos que no vieron la luz en vida del poeta quizás porque no quiso publicar tan pronto, o a lo mejor no le había dado tiempo, y ambas cosas resultaban a la vez anómalas y misteriosas. Pero la vida y la obra de aquel joven poeta, descrito por quienes vivieron en aquella Granada y en aquel tiempo como un ser único y extraordinario que aunaba a su singularidad, rebeldía y heterodoxia vital un enorme talento literario, está disponible de nuevo para ser (re)descubierta con nuevos ojos, lo que confirmará sin duda que, como escribió Antonio Carvajal, el joven granadino era ciertamente «promesa de verdad y gloria poéticas»[1].

No se trata de un creador en ciernes, sino de la escritura trágicamente truncada de un poeta en formación que había sido capaz ya de ofrecer muy notables frutos −aunque se quedara a las puertas de lo que podría haber sido−, y es por eso que tantas veces su lectura deja la amarga sensación de que posiblemente de no haber muerto tan joven, habría llegado a ser un poeta importante, una voz realmente clave para la literatura española contemporánea. Al mismo tiempo su irradiación personal alcanzó a todos los miembros de aquella generación, como ejemplifica el cantautor jiennense Joaquín Sabina, quien se ha referido en varias ocasiones a la «deuda vital» que contrajo con el joven granadino, en tanto que fue su verdadero pigmalión en aquel ambiente iniciático:

Yo no sería cantante ni hubiera escrito una palabra de poesía si no le hubiera conocido. (…) Llegué siendo un niño, él tenía dos o tres años más que yo y era el que brillaba en los pasillos de la Facultad con su enorme y roja bufanda, el que hablaba en las asambleas, todo el mundo le quería…[2]

 Del Águila, por lo demás, no era exactamente un poeta secreto cuando murió, en primer lugar porque su vocación era de sobra conocida en los círculos literarios granadinos y había difundido muchos de sus poemas en mano o a través de recitales, pero también porque había entregado en vida dos poemas a las revistas más importantes del momento, Poesía 70 y Tragaluz, que ambas se apresuraron a publicar tras su trágica muerte. Mas fue sin duda el poemario póstumo Desde estas altas rocas innombrables pudiera verse el mar (1973), editado dentro de la colección Poesía 70 por sus amigos Juan de Loxa y Claudio Sánchez Muros, el que supuso su verdadero descubrimiento literario y al mismo tiempo su consagración, gracias al poder enigmático de los once poemas incluidos (que eran a la vez «testimonio y testamento», como escribió García Posada[3]) y, en no menor medida, al acierto de su bellísima edición: un pequeño volumen de impresión apaisada y cubiertas azules, convertido hoy en preciado objeto de coleccionista.

Fotografía por cortesía de la familia Del Águila

Ambos amigos colaborarían por segunda vez, junto a los poetas José Ortega −Narzeo Antino−, José Gutiérrez y Javier Jurado, en la edición del más abultado Poesía reunida (1989), dentro de la meritoria colección Silene, volumen con el que por fin casi veinte años después de su fallecimiento se lograba sacar a la luz la totalidad de los versos del poeta, obteniendo además una mayor repercusión fuera del ámbito local, debido, sobre todo, a la atención mostrada por antiguos amigos personales como Fanny Rubio, Miguel García-Posada o Félix Grande, que lo reseñaron en diferentes medios de amplia difusión. Y aunque la edición se vio lastrada por lo reducido de su circulación, también el acierto de sus editores hizo de este segundo libro póstumo otro nuevo objeto de deseo, empezando por el inquietante dibujo en la portada del hermano del poeta, el malogrado pintor Juan Pedro del Águila, y por la inclusión de un brillante estudio de Justo Navarro más un retrato lírico del poeta Carmelo Sánchez Muros.

Sin embargo, como decimos, a pesar de la calurosa acogida póstuma con que fueron recibidos sus poemas en una y otra ocasión, su circunscripción a editoriales de ámbito provincial tuvo forzosamente como consecuencia que esa repercusión fuese insuficiente, de modo que todavía hoy su obra sigue siendo una de las grandes desconocidas de su generación para la mayor parte de lectores de poesía de nuestra lengua, así como para la crítica y los historiadores de la literatura hispánica contemporánea. De ahí la necesidad de una nueva edición de su obra, que yo mismo llevé a cabo en 2017[4].

El poeta había nacido en Granada el 2 de diciembre de 1946, siendo el menor de cinco hermanos de una familia acomodada de orígenes almerienses, procedente de Albox. Sus primeros estudios los hizo en las Escuelas Salesianas de Granada, entonces ubicadas en la plaza del Triunfo, a solo unos metros de la primera casa familiar, sita en la calle Real de Cartuja. En septiembre de 1957, cuando el niño contaba once años y estaba a punto de comenzar el Bachiller Elemental en el Instituto Padre Suárez de Granada, perdió a su padre en un desgraciado accidente de motocicleta. Dos años después, en el verano del 59, su madre lo traslada al colegio jesuita de San Estanislao de Kostka, en Miraflores del Palo (Málaga), donde estudiará los tres cursos siguientes, regresando de nuevo a Granada para hacer 6º y PREU, por la rama de Ciencias (cursos 1962/1963 y 1963/1964). A la vista de sus expedientes académicos fue un buen estudiante que destacaba por su inteligencia y extravagancia, por su altura, delgadez e indumentaria, por sus enormes inquietudes intelectuales y, sobre todo, por su gran sensibilidad artística y humana.

Será entonces cuando nazcan sus primeras tentativas de aprendiz de poeta, fechadas entre 1962 y 1963, y conviene apuntar desde el principio que aunque la imagen que en sus textos transmite de sí mismo será siempre triste y angustiosa, el hombre de carne y hueso que los escribe es evocado por todos como un ser enormemente dotado para la risa, y hay una sutil ironía en muchos de sus textos que revela, indudablemente, ese fino sentido del humor y que al «teñirse de ternura», como escribió Fidel Villar Ribot, «salva de la desolación»[5]. De hecho, otros amigos de entonces como el arabista Emilio de Santiago destacaron en sus recuerdos que la casa familiar, vuelta un matriarcado por culpa de la desgracia, era a pesar de todo «una especie de oasis de esplendente felicidad en la que era posible todo», puntualizando que en ella «se constelaban nuestros afectos, nuestros sueños, nuestra libertad en medio de la dominante atmósfera hostil (…) de cuya cochambre ideológica no éramos partícipes ninguno»[6].

Muchos lo recuerdan también oyendo discos que no podían encontrarse fácilmente, al tiempo que comenzaba a cantar y tocar la guitarra entre amigos, versiones de Atahualpa Yupanqui, Joan Baez, Chabuca Granda o Pete Seeger entre otros, cuyas letras utilizará después en algunos de sus poemas, adelantándose unos años al movimiento Manifiesto Canción del Sur formado por Carlos Cano, Antonio Mata, Esteban Valdivieso y Enrique Moratalla en 1968. A este respecto también Joaquín Sabina ha recordado que «cantaba y lo hacía muy bien» y que incluso «la guitarra que yo tocaba en Granada era la de Pablo»[7].

El joven poeta se matriculará en la Facultad de Filosofía y Letras de Granada los cursos 1964/1965 y 1965/1966, con clara inclinación hacia la Filosofía y hacia los estudios semíticos. Además de las clases lo veremos afanado por completo en la escritura poética, que será una ocupación regular desde el verano de 1965, escribiendo en algún caso durante «noches obscurísimas» en vela, como él mismo anota en algunos de sus textos, probablemente porque ya padecía los trastornos de sueño que habrá de tratarse más adelante. El archivo del poeta ha revelado que los poemas escritos desde ese agosto y hasta comienzos de año iban a formar parte de un libro –su primer libro− titulado Pequeños poemas de soledad, amor, silencio y muerte, donde los textos, breves piezas carentes de título y muy próximas entre sí por temática y estilo, parecen a veces apuntes de un diario lírico.

A comienzos de 1966 la familia traslada su domicilio a un piso próximo a la Facultad de Filosofía y Letras, que entonces albergaba el Palacio de las Columnas de Puentezuelas, y en ese piso escribirá la mayor parte de sus magníficos poemas. De algunas de sus influencias (Hikmet, Dostoievski, Donne, Cernuda, Hammet, Brecht) dará cuenta en ellos, con mayor detalle a medida que vaya sucumbiendo a la moda culturalista, si bien hay una obra que no podemos dejar de citar expresamente, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, por tratarse de la novela de la que extraerá su lema vital: «Continuaré siendo una persona imposible mientras las personas que hoy son posibles sigan siendo posibles…»[8]. Y crucial es también, en este momento, la influencia de César Vallejo, al que llamará en un poema «mi muertito peruano».

Gracias de nuevo a una anotación conservada en su archivo sabemos que desde febrero de 1966 estaba enfrascado en la escritura de un segundo libro, Resonando en la tierra, y que incluso esta vez barajaba a las claras la opción de publicarlo, a pesar de las comprensibles inseguridades propias de un escritor novel. Eran meses de intensa escritura poética, siempre indisociable de su progresiva toma de conciencia política y de su creciente participación en el movimiento estudiantil que comenzaba a organizarse contra la Dictadura en aquella Granada pre-68. Entre otros testimonios, conservamos el del profesor Juan Carlos Rodríguez, que recordaba haber compartido con él algún encierro de madrugada en el famoso bar del sótano de la Facultad, que terminó cuando «entraron los grises y todos tuvimos que salir a matacaballo», anécdota que le servía para esbozar un perfil lírico del joven poeta y su «actitud epatante»:

…con una botella de vino entre no sé qué manos, una pierna alzada sobre una mesa, un libro inútil reposando en el desborde de la camisa, y su eterna costumbre de cargar la espalda sobre una melena indecisa y esquelética (luego descolgaba el cuello en la risa apenas insinuada…)[9]

Será en este momento cuando decida estudiar Filosofía Pura, especialidad que no se impartía en los planes de estudios granadinos, por lo que se trasladará a la Universidad Complutense de Madrid, instalándose en el Colegio Mayor San Juan Evangelista −el célebre Johnny− durante el curso siguiente, 1966/1967. En aquel espacio único de libertad y lucha antifranquista se relacionará con la vanguardia cultural y política española del momento, y ampliará sus miras. Por desgracia de su estancia madrileña, que comenzará tras el verano, conocemos muy poco. Lo primero que sorprende en su archivo es que desde julio a noviembre de 1966 no escribirá nada, o al menos no lo conservamos, lo que supone un cierto contrapunto, como apuntábamos, respecto a la disciplina que venía mostrando desde un año y medio atrás; sí lo hará en los meses sucesivos. Lo que también sabemos es que allí se relacionará estrechamente con los escritores que dirigían Cuadernos Hispanoamericanos, los poetas Félix Grande y Fernando Quiñones, que ejercerán un tutelaje vital y literario sobre el granadino, varios años menor que ambos. Los tres se hicieron «amigos instantáneos»[10], como recordaría muchos años después el propio F. Grande, y sabemos que se reunían «en cuanto Pablo llegaba» para pasar «las noches enteras riendo»[11] y conversando:

Hablábamos de poesía y de política, de César Vallejo y de la guerra de Vietnam. (…) Se tragaba a diario grandes bocados de esperanza política, era un hombre comprometido, hacía montajes de Brecht y de Arrabal, escuchó ilusionado el estrépito de Mayo del 68, amaba la amistad y odiaba la injusticia.[12]

El frecuente cariz político que tomaban estas conversaciones debe enmarcarse, como es lógico, en el contexto de su progresiva toma de conciencia política que esbozábamos más arriba, que lo llevará a vincularse en Madrid a una de las «organizaciones frente» del FLP (Frente de Liberación Popular), importante movimiento revolucionario antifranquista fuertemente imbricado en la universidad madrileña, y del que Del Águila sería enlace más tarde en Granada. En este sentido, también García-Posada lo recordaba «empapado de marxismo: un marxismo amplio, inteligente, nada mecánico»[13].

El final de curso lo traerá de vuelta a Granada, en el verano del 67, probablemente debido a los bajos resultados académicos obtenidos en Madrid y los graves trastornos de sueño contraídos, de los que empezará a tratarse enseguida. Entre los poemas escritos a su regreso, hay uno que sugiere cierta familiaridad con el consumo de pastillas durante su estancia madrileña, que puede leerse, sin duda, como un presagio funesto («…el despertar inquieto de estas noches/ después de la pastilla y el primer cigarrillo»), aunque conviene siempre contextualizar su uso en un tiempo en que las anfetaminas estaban a la orden del día entre los jóvenes universitarios españoles. Lo cierto es que, abandonada la idea de volver a Madrid, no se matricularía en el curso siguiente en Granada. Algunos amigos aventuran que, tras su regreso de la capital, sus prioridades habían cambiado totalmente, como recuerda Fanny Rubio:

Maestro de jóvenes poetas, en su casa las noches de insomnio se viven a la desesperada, sin ruido, ni pasos, ni máquina de escribir, sólo con un poco de alcohol, unas cuartillas insaciables, un cenicero desbordado; a la Facultad lleva cada mañana revistas semitoleradas que se reciben con fascinación. (…) Es preferible pasar el tiempo de los cafés, aún a costa de aplazar la obtención de su título de Filosofía…[14]

Este testimonio deja claro, por lo demás, que a pesar de todo su vinculación con la universidad no cesará hasta el final de su vida, ni tampoco su participación en la lucha política, convertido en delegado cultural del recién creado Sindicato Democrático de Estudiantes Universitarios (SDEUG) de la Facultad. Por un informe policial sabemos que el 1º de mayo de 1968 fue detenido en Sevilla por formar parte de una manifestación ilegal de Comisiones Obreras[15] y unos días después estallarán los sucesos del Mayo francés, sobre los que Joaquín Sabina recordaba que

en Granada poníamos el despertador a las seis o siete de la mañana para comprar las primeras ediciones de la prensa y enterarnos de qué es lo que estaba pasando en París, pues Pablo del Águila me había convencido de que aquello nos concernía íntimamente[16].

Quizás fuese detenido alguna vez más en los meses siguientes porque en diciembre de 1968, tan sólo unos días antes de morir, escribe con su habitual ironía en uno de los albaranes remitidos a la librería donde trabajaba: «…ha habido algunos incidentes que me han tenido muy ocupado, tales como algunas detenciones y otros gajes del oficio.» No está de más recordar, a este propósito, que hasta tal punto se trataba de alguien sospechoso para las autoridades locales que incluso su propio entierro llegará a ser vigilado ridículamente por dos agentes de paisano de la Brigada Político-Social, por todos conocidos, que se dedicaban a perseguir en secreto a los movimientos clandestinos de oposición.

En el terreno literario, el último año de su vida será decisivo. Su escritura estaba dando un gran salto hacia delante con los poemas que formarían parte luego de ese«libro nonato» −como lo llamó Ladrón de Guevara[17]− publicado tras su muerte. Y al mismo tiempo iba creciendo su actividad teatral, como actor en piezas de Pirandello, Arrabal o Brecht.

Pero desgraciadamente toda esta efervescencia vital y literaria terminará de pronto con su inesperado fallecimiento el día 23 de diciembre de 1968. ¿Qué pudo llevarlo a ese fin? ¿Fue verdaderamente buscado? Hay indicios que apuntan a una probable depresión en las últimas semanas, agravada por ciertas contradicciones interiores, pero sus allegados albergan todavía dudas sobre lo ocurrido en aquellos días: si fue la última y definitiva consecución consciente de alguna tentativa de suicidio anterior o si, por el contrario, fue un trágico accidente que no pudo impedirse. Fuera como fuese, a los lectores nos corresponde, más allá de mitologías y malditismos, celebrar su vida y su obra como símbolo de un tiempo y de un país, poner en valor su legado y reivindicar su figura desde esa imagen rica, plural y llena de aristas con que lo evocaría más tarde su amigo Quiñones:

Yo no puedo segregar, en Pablo, al poeta del activista político, al amigo del estudiante, al sonriente del trágico (…) Un permanente ejemplo de desazón y alegría, de sabiduría y desamparos, de permanente amor y permanente protesta[18].


Notas

Notas
1A. Carvajal,  “El tormentoso mes de mayo”, Ideal. 75 Aniversario, Granada: Ideal, 2007, p. 216.
2C. Boyero, “Joaquín Sabina. Una entrevista noctámbula”, Rolling Stone, 4, 2000, p. 44; vid. asimismo J. Sabina y J. Menéndez Flores, Yo también sé jugarme la boca. Sabina en carne viva, Barcelona: Ediciones B, 2006, pp. 140 y 257-258; y ahora, J. Menéndez Flores, Sabina: No amanece jamás, Madrid: Blume, 2016, pp. 241 y 47.
3M. García-Posada, “Poesía reunida (1964-1968) de Pablo del Águila [Reseña]”, ABC Literario, 3.XI.1990, p. 51.
4Vid. ahora Pablo del Águila, De soledad, amor, silencio y muerte, Madrid: Bartleby, 2017 (edición y prólogo de J. García Jaramillo).
5F. Villar Ribot, “De la palabra o el vacío”, Granada 2000. “Culturas”, 33, 17/11/1990, p. 3
6E. de Santiago, “Pablo”, Ideal, 22-10-2006, p. 24.
7J. Sabina y J. Menéndez Flores, Yo también sé jugarme la boca, op. cit., p. 262. Joaquín Sabina utilizó dos versos de la “Qasida del amor que se fue y no vino” para su canción “Amor se llama el juego”, incluido en su disco Física y Química (1992), como él mismo señala en J. Sabina, Con buena letra, Madrid: Temas de hoy, 2002, p. 131.
8C. Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, Madrid: Alfaguara, 2008, p. 222.
9J. C. Rodríguez, “Pablo del Águila y Ada o el ardor (Un precursor póstumo)”, Dichos y escritos (Sobre «La otra sentimentalidad» y otros textos fechados de poética), Madrid: Hiperión, 1999, pp. 95 y ss.
10D. Rodríguez Moya, “Entrevista a Félix Grande”, La Opinión de Granada, 24/03/2004, p.33.
11Rodríguez Moya, op. cit. En junio de 1969, a los pocos meses de la noticia de su muerte, Cuadernos Hispanoamericanos publicó como homenaje póstumo tres poemas inéditos suyos, precedidos de un breve texto de Quiñones en que recordaba “la frecuente presencia en su redacción del amigo y el poeta desaparecido”, para dejar “constancia viva de las posibilidades y el temperamento del joven granadino”, p. 596.
12F. Grande, “El inocente”, El País. “Libros”, VII, 276, 27/01/1991, p. 12.
13García-Posada, “Poesía reunida (1964-1968), op. cit.
14Fanny Rubio, “Pablo del Águila”, Rara avis. Revista de Literatura, 1985, 1, p. 28. Recogido como “Pablo del Águila, poeta setenta”, «Especial Poesía 70», EntreRíos, año III, 6, 2007, pp. 128-129.
15El dato lo aportaba ya Elisa Sartor, “La poesía de Pablo del Águila”, Castilla. Estudios  de  Literatura,  2, pp. 189-213, p. 192, gracias a la documentación facilitada por Bernabé García López. A él también agradezco la cesión de estos y otros importantes documentos.
16J. Sabina y J. Menéndez Flores, Yo también sé jugarme la boca, op. cit., p. 258.
17J. Ladrón de Guevara, “Desde estas altas rocas innombrables [Reseña]”, Ideal, 22/06/1973, p. 48
18Citado por Belén Rico, “Pablo del Águila: los versos de la antítesis”, Suplemento “Actual”, Granada Hoy, 3/11/2006, p. 7.
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