Puede haber vejez sin rebeldía como hay juventud rebelde. Puede existir el cliché. Pero cada vez conozco más a viejos rebeldes, que no son tan viejos –endiablada palabra–, a ancianos incombustibles, a veteranos de la vida que, al fin, dicen lo que quieren cuando quieren, que han decidido que el convencionalismo es una pérdida de tiempo. Hay quien hace memoria cuando llega a esa veteranía, y recientemente la voz de los viejos escritores –insisto, habrá que revisar la palabra ‘viejo’, porque no hace honor, porque no se trata del objeto apartado- rompe como fulgor sobre la Historia, como si realmente el fin de la historia, nos anunciasen, no está, no ha llegado, es otro producto mendaz de los vendedores de la correcta y comercial política.
Sin aspaviento, sin voz grave, sin indignación, pero con sabiduría (admiremos la indignación de nuestros viejos, queramos ser como ellos, lleguemos a ser como nuestros mayores, envejezcamos así) Marc Augé, el antropólogo que nos dio a conocer un concepto capital como el “no lugar” –que últimamente lo he visto retratado en alguna literatura blanda como lo que “no es”-, ha alumbrado un librito breve, como si para decir lo preciso solo se necesite la precisión: equilicuá. La traductora lo ha tenido complicado en el título, el francés original hace referencia a les ‘bonheurs du jour’, un intraducible juego que evoca a la vez una pequeña felicidad burguesa y un mueble que las damas de la Francia prerrevolucionaria utilizaban como escritorio.
Marc Augé habla de la felicidad, de ese producto que ahora quieren embalarnos, que ahora puede usted comprar por internet, para la que ahora la ONU crea un observatorio, cosa que ahora alguien le puede entrenar para obtener, de un producto que anuncia ser la tendencia de la industria futura cuando las tareas más enojosas sean cumplidas por robots y el ser humano pueda dedicarse por completo a la consecución de la felicidad. Pero Augé, que con ochenta y cuatro años ya puede decir lo que le venga en gana, nos desengaña: elabora un listado de experiencias personales donde localiza esos trazos de la felicidad, esa breve existencia de las pequeñas alegrías: compartir aficiones, recordar vivencias, disfrutar con intensidad instantes de amor consciente, una película en compañía, contemplar un paisaje con la constancia de que solo en ese momento, en ese instante se puede contemplar ese paisaje, comer y evocar los sabores, cantar, silbar las canciones que conocimos de niños, la que la abuela enseñó a la madre y la madre a la hija, y alumbran la memoria como las potentes bombillas que de improviso se encienden en un sótano. El antropólogo también nos enumera desgracias, y acierta cuando expone la diferencia entre la felicidad y la satisfacción.
Leyendo Las pequeñas alegrías uno elabora su propio catálogo de pequeñas alegrías a las que recurrir en el momento de las pequeñas desgracias. Como bien nos avisa Augé en el epílogo, el listado de unas y de otras, no tiene fin. Bueno, no tiene más fin que la vida. Augé nos invita a la felicidad del instante, a la pequeña alegría que se consigue cuando se lee “Las pequeñas alegrías”.