Sombra de la época del Amo
Desde su portada, en azul y con recortes a modo de collage, se aprecian estos criterios destacando nombres que, si por entonces eran apenas conocidos a nivel estatal, con el paso del tiempo se han convertido en figuras literarias o epistémicas e indiscutibles agitadores culturales.
Mariano Maresca, director y hacedor de la línea editorial, sabía apostar por los colaboradores y el objeto de sus colaboraciones: no solo por la actualidad de los temas sino, lo que era aún más importante, porque antecedía en años a algunas de las causas de un porvenir -aún inadvertido- de síntomas sociales globalizados. Olvidos siempre tomó lo que servía, allí donde se encontraba: “pirateó”aspectos de Quimera o El Viejo Topo, y así se reconocía en este número. El joven Luis Jarillo, ocupado entonces junto a Rafael Gómez de la maquetación, también llegaría a ser un diseñador premiado y famoso.
Olvidos llegaba, no obstante, más lejos que cualquier otra revista editada por entonces. Y es ahora, al cotejarlas, cuando tenemos la oportunidad de advertirlo. Y aunque no se identificaba necesariamente con sus publicaciones, como se señalaba en la mancheta, los colaboradores sí se hermanaban con Olvidos y, aún sin conocerse todos entre sí, las afinidades electivas funcionaban. De ahí que mantenga ese nimbo de dispositivo unitario en la diversidad de cada uno de los artículos y autores.
Si la línea editorial, como señalaba, apostaba por nombres, en su mayor parte, con un estrecho recorrido profesional, hoy es un verdadero placer reencontrarse con las firmas y palabras hilvanadas de Juan Carlos Rodríguez, Justo Navarro, Antonio Muñoz-Molina, Miguel Benlloch, José María Sánchez-Rodrigo, Benjamín Prado, Felipe Benítez Reyes, José Carlos Rosales, Pedro Salmerón, Luis García Montero, José Antonio Fortes –¡sí, juntos!-, Fernad0 Savater, Ignacio Mendiguchía, Cristina García, Jesús Arias, Antonio Pamies, Rubén Garrido, Ángel Vidal,…
Destaca la audacia editorial de encontrarnos con reseñas de las primeras obras de Muñoz Molina, Beatus Ille (1986), y de Justo Navarro, Los nadadores (1985), hoy considerados dos de los mejores escritores e intelectuales del estado español. Del mismo modo aparecen varios significantes ostensibles: “Cine y obscenidad”, dedicado también a Oshima y el aniversario de su film El imperio de los sentidos (1976), “El grito”, como narración y angustia en acto opuesto al silencio del goce, y, sobre todo, “Drácula”.
Algo de la verdad de la estructura se juega cuando una creación, sea literaria, visual o cinematográfica, es transformada en mito. La lectura de Oshima, El grito o Drácula permiten, efectivamente, situar el advenimiento del sujeto contemporáneo frente a la ausencia de relación sexual en El imperio de los sentidos, la angustia de El grito o una pérdida irreparable en el caso de Drácula. En todas estas expresiones ya inscritas en la misma portada: obscenidad, diablo moderno, mitológicas, inventario… advertimos los bordes, límites o fronteras que, al franquearse, habilitan pasajes a la creación artística y fantasmática. Ello es todo un reto.
La reciente pérdida de Juan Carlos Rodríguez nos empuja en estos momentos, aún más si cabe, hacia su discurso que siempre venció a la personalidad narcisista de nuestros tiempos (Lash), a la propia autoría incluso. Es pertinente que le dediquemos unos párrafos. No solamente para honrar su memoria sino, como señalaba antes, porque gracias a su discurso muchos en Olvidos y Granada pudimos adentrarnos en una perspectiva inédita que aunaba la filosofía contemporánea, literatura, psicoanálisis, teóricos del arte o del marxismo heterodoxo. Así, la aproximación al vampirismo realizada por el maestro advertía del mito de Drácula, nacido prácticamente con el siglo XX, como una matriz imaginaria o ideológica, identificándolo con el nuevo Amo, más allá del nuevo diablo, establecido por Baudelaire. Este nuevo Amo ha tomado mayor relevancia en el siglo XXI con la tecno-ciencia actual y el maestro se percata de ello.
Efectivamente, Drácula y el vampirismo, como síntomas, están insertos en una época y una actualidad a la que aún pertenecemos en parte, tomando nuevas formas con el neoliberalismo actual. Cada época se caracteriza por su forma de tratar con la pulsión. En la época del Amo antiguo se recurría a la prohibición y la represión. Se ha pasado, sin embargo, a una sociedad de consumidores, a un capitalismo basado en el consumo masivo, donde la cultura ha pasado de basarse en la renuncia a gravitar en lo contrario: una cultura que demanda gozar sin límites apoyada en la ciencia que ofrece objetos de consumo sin cesar como novedosos.
Lo que caracteriza esta época del Amo moderno es algo del orden del exceso. Lo que ordena la sociedad hipermoderna no es la prohibición sino el objeto de satisfacción. Todo en la sociedad se organiza para preservar el derecho de los sujetos al goce. Y aunque lógicamente existen las prohibiciones, hay algo que va más allá, que empuja a la satisfacción constante y rápida. Algo que produce mayor incapacidad, mayor insatisfacción porque es, del todo, imposible. Y este empuje se convierte en el propio lazo social en un deber porque, in extremis, esos mandatos insensatos son internalizados fácilmente por el sujeto actual.
No es solo cuestión de interdicción, miedo o angustia. Si el mito del vampirismo a partir de Drácula se convierte en uno de los más perfilados del siglo XX y XXI, junto con Frankenstein, reelaboración del Golem judío, es porque tiene una aportación que se renueva como el propio discurso capitalista. Más allá del amor eterno o de la melancolía, el deslizamiento del mito como nuevo Amo en la sociedad, con los semejantes, tiene trascendencia pues se presenta como imperativo de goce, como pura voluntad de goce. Eso explica ciertas metaforizaciones del vampirismo con las adicciones, el SIDA, los síntomas modernos o la explotación capitalista. Y este sesgo va más allá del nuevo diablo, tomado por Baudelaire como bien señala en el artículo Juan Carlos Rodríguez.
Las interpretaciones que recurren a la sangre y la vida eterna tienen, efectivamente, relación con Cristo y el catolicismo, pero en la religión la verdad queda postergada hasta el Juicio final, al Último juicio. En la religión, podríamos decir, reina la causa final. A diferencia de ello Drácula, convertido en Amo que incita a un goce sin freno, le aporta una dimensión malvada ya incluida en una de las etimologías del nombre.
Como bien sabemos, sobre todo a partir de la Shoah, el mal no es banal. La inmortalidad de Drácula, su imposibilidad de realizar el duelo, evocan esa pura existencia a la espera de nuevos significantes, como la luz, la cruz o la estaca, que metaforicen la muerte. Es la muerte como sostén y no solamente el dolor de existir o la melancolía. Es el empuje a la muerte misma.
Como nuevo Amo, Drácula, vendría a significar al actual neoliberalismo, sostén actual del discurso sin fin del capitalismo. La eternidad como horror.
Olvidos de Granada Nº12
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