Dirección única 1
Sergio Hinojosa
No hay lugar para el sujeto
Si las antiguas disciplinas humanísticas languidecen en nuestras universidades y en los curricula de nuestros jóvenes, y casi se extinguen en los ámbitos de reflexión ensayística, no es debido a que hayan quedado obsoletas o a que una cristalina y general explicación científica del fenómeno humano las haya eclipsado. El tipo de lenguaje que se está extendiendo para formular cualquier asunto humano posee una sola dirección, pues al sujeto se le toma como objeto, se le objetiva, sin que la palabra de vuelta encuentre auténtica escucha. Lo humano queda diseccionado en ese lenguaje, de tal modo que se cultiva la pieza más preciada separándola de otras de menor interés. Y la pieza más valiosa para el desarrollo de una extracción más “inteligente” de la plusvalía es el “talento”.
El término “talento”, recoge en la acepción actual un sentido limitado y pragmático. Designa a la mercancía más valiosa de este siglo, es decir, al conjunto de las “competencias”[1] y “habilidades” (en la nueva lengua franca) que, individuos o grupos de individuos, ejercen en tanto piensan, crean o toman iniciativas de carácter científico o técnico, para intervenir en cualquier segmento de la producción, de la reproducción y de la distribución en orden al beneficio [2] . Dicho de otro modo, el talento como un simple instrumento. Incluso el sujeto que sirve de soporte a este talento llega a ser un estorbo. De hecho, últimamente, adquiere especial interés la construcción robótica o maquinal de ese talento, sin el estorbo de las inoportunas reivindicaciones humanas. Es un tanto alarmante constatar que las grandes corporaciones apuestan por el transhumanismo, con todo lo que implica.[3]
En este siglo hemos comenzado a experimentar un cambio de civilización cuya matriz parece radicar en la aplicación de la revolución digital, la inteligencia artificial y las ciencias superespecializadas aplicadas a la producción y a la reproducción, todo ello, en feroz competencia innovadora y creativa mediante el “talento”. Una hipertrofia técnica con bajo nivel de relación humana, junto a un virtuosismo estéril y una tendencia rococó a la inflación imaginaria. Pero quizá lo más singular sea la progresiva desaparición de la comunidad política como tal. El corporativismo, los grupos identitarios, y la empresarización de la sociedad parecen sustituir la vieja comunidad.
El eslabón intermedio, entre la forma anterior –ante todo política, en sentido amplio- de producir y reproducir sociedad y la que se perfila en un futuro no tan lejano, es la extensión orgánica, a nivel global, de un lenguaje híbrido, hecho de cálculo y justificaciones expertas, cuya fuente mana del gerencialismo (management) y de las llamadas ciencias cognitivas. Este lenguaje se extiende sistemáticamente, gracias a su “cientificidad”, a través de las agencias de cada ramo. Además, está asociado a las nuevas fórmulas organizativas (diseñadas para la evaluación y la autoevaluación y orientadas hacia resultados) que afectan tanto a las coporaciones como a las empresas, y también –y esto es lo grave- a las instituciones de los Estados soberanos.
El ámbito cognitivo, o si se prefiere el entorno cognitivo, ha logrado imponerse como interprete privilegiado de todo lo que afecta a lo humano, tanto en el ámbito privado como en el ámbito público. Las tecnologías de la información y la comunicación usan sus categorías estandarizadas, las empresas en su gestión de los recursos humanos, las escuelas, los centros de enseñanza secundaria, las universidades de los países desarrollados y los que se intentan subir al tren de la “modernización” se han formateado a partir de ese lenguaje; y gracias a las agencias, a los organismos de normalización y a las grandes instituciones internacionales (ONU, UNESCO, etc.) ese lenguaje ha encontrado una resonancia global inserto en la llamada “Cultura calidad”[4] . Basta echar un vistazo a los programas de formación laboral o a los proyectos y programas de desarrollo de la educación, de cualquier país, para comprobar dicho enfoque.
Los caminos trazados por la reflexión de las antiguas disciplinas cultivadas, cuyo objeto era directa o indirectamente lo político en sentido amplio, apenas se transitan. La luz que ilumina ahora lo humano es triste y mortecina, y su lenguaje posee una sola dirección. Cálculo matemático-estadístico y reflejos maquinales, con sus algoritmos correspondientes y sus vistas abiertas de par en par al beneficio, son sus mayores logros culturales. En este periodo intermedio, el conocimiento ha quedado reducido a mero proceso de “cognición”. El haz de luz más brillante es el fulgor frío y algorítmico de la inteligencia artificial, que por momentos se torna aún más inquietante por la progresiva desaparición de la legitimidad basada en lo humano.
Este atributo diseccionado y desvitalizado de la “cognición” se está reduciendo cada vez más por la presión acomodaticia y reductora del pensamiento técnico, asociado a una máquina de gran eficiencia y a un pragmatismo ciego. Si la inteligencia artificial (IA) no se acompaña de un proceso de humanización y se abandona a la lógica del beneficio privado, el mundo se oscurecerá para todos. Las viejas instituciones de los Estados y los gobiernos debieran reaccionar estratégicamente, y no sólo reactivamente con la fe ciega en el desarrollo económico y la adopción ferviente de las nuevas tecnologías. Pero me temo que ya han sufrido, como Gregor Samsa, una metamorfosis que las hace irreconocibles ante sí mismas.
En el interior de esa marea oscura se observa cierta inquietud en algunos sectores del ámbito cognitivo. Por ejemplo, la noción de “representación”, que hasta no hace tanto, constituía el eje central de los distintos abordajes de la mente, deja paso libre a un interés puramente formal, a un manejo de reglas aplicables a una tecnociencia sin sujeto. Nada de nociones como “sujeto”, “representación”, “representación mental”, etc. Nada, en fin, que estorbe la implementación de la industria lucrativa inteligente, las Smart cities, los edificios, los vehículos, los automatismos, la tecnología robotizada y demás constructos inteligentes. Zonas libres donde el dinero o el ciberdinero circulen, y el resto quede fuera de foto, fuera de cobertura, fuera de derecho, excluido económico, sumido en las distintas modalidades de pobreza. A ese lado reinará la “inteligencia” técnica, pero quedará suprimido todo aquello que recuerde el vano y libre albedrío, o de cabida a caprichosos e ilusorios derechos humanos.
En este periodo intermedio, donde la circulación y las inversiones oscuras aún siguen siendo mal vistas, las ideologías duras ganan terreno no sólo en el esperpéntico teatro político, sino en el seno de estas ciencias, que han venido a ocupar el lugar de las antiguas disciplinas sociales y humanísticas que cubrían lo político. Y ese vacío se rellena de experticia. La potencia creadora no tiene por qué surgir de un sujeto o de una comunidad en un marco sociopolítico de libertades reconocidas y con posibilidades de realizar creaciones igualmente libres, basta con un adiestramiento masivo en las tecnologías y en los presupuestos cognitivos de la gestión. Y si a ello se le suma la obtención de buenos logros en los métodos de aprendizaje protocolizado y automático, tanto mejor. La “reingeniería” que potencia la estrategia empresarial de la Cultura de la Calidad (QMT) organiza esta creatividad y la eficiencia en todo trabajo de manera controlada y medida, sin más necesidad de estructuras políticas que las que vayan quedando residuales. Mediante la revisión de la misión y los objetivos estratégicos de cada organización, sea empresarial, o institución pública, determinando dicha “misión”, enumerando los procesos, fijando sus límites, evaluando la importancia de la estrategia de cada proceso, chequeando las posiciones y opiniones de los niveles jerárquicos (calidad del “liderazgo”, también puntuable), calificando la cultura política de cada proceso, se monitoriza el funcionamiento y la dinámica de tal modo que se hace impermeable a los espacios de control públicos convencionales. Es más, estos controles legislativos o normativos acaban siendo moldeados por la experticia de esta nueva ingeniería de las relaciones sociales de producción.
Los nuevos medios de “información” y de “comunicación”, toda vez que las instituciones han sido formateadas por las agencias y los Estados han perdido su cuota de soberanía a favor del mercado, intentan paliar la desafección sustituyendo la filía y la affectio societatis -o la cohesión política si quieren- disponiendo espejos mediáticos potentes en los que las distintas poblaciones etiquetadas puedan reconocer sus certezas. De este modo, los “diversos” grupos que componen la sociedad, como como sujetos sujetados a grupos identitarios, con sus correspondientes deberes y derechos afirmados por la fe, encuentran en estos espejos fuerza y energía suficientes como para afianzar sus posiciones y lograr sus cuotas de influencia mediática. Son espejos tan potentes que el mercado puede generar segmentos específicos. Y su implantación, para sustituir a la sociedad política es fácil. Basta mostrar bastiones con víctimas, y supervivientes heroicos, capaces de iluminar el camino. Sustituir la metáfora del agricultor con su asentamiento, sus ciclos y su legalidad instituida, por la vieja metáfora del pastor y sus ovejas. Frente a la ley, el “liderazgo”. Si se consigue esto, todo va rodado… sentirse uno con ellos, sentir que son del mismo palo, y con esa transferencia, colar todo un catálogo de prescripciones y trazos identitarios compatibles con el mercado especializado.
Esta nueva sociedad apolítica y pastoril, con sus “liderazgos” pertinentes, se asienta sobre una ciudadanía amortizada, troquelada y convertida en usuarios y consumidores por la nueva lengua franca, que a lo sumo apela al recitado formal de los derechos humanos. Sus ideales se reflejan en los espejos de los distintos grupos identitarios vindicativos que la componen, y para mostrar su vigor dinámico se muestran en mareas o en el asociacionismo difuso de “colectivos de afectados”. Los afectados, en marea o no, lo son realmente, y las personas que sufren por precariedad, por pobreza, por una catástrofe natural o un ataque terrorista, o simplemente una enfermedad de tal o cual tipo, merecen ser atendidos y sus problemas ser solucionados. Pero la realidad del sufrimiento es una cosa, y otra bien distinta, la solución que se les suele ofrecer. Primero se suele dar cobertura mediática y despertar conmiseración, para a continuación dejar caer en el olvido. Las efusivas mareas, suben y bajan al ritmo de las olas humanas alentadas por el mar mediático. Pero cuando las mareas se calman, fluye el agua oscura y sucia, y deja ver los fragmentos de una sociedad que no reconoce a sus miembros, sino como índices estadísticos y cifras operativas para el cálculo de gestión del poder, mientras deja atrás la espuma sucia con multitud de excluidos y desaparecidos en el mar de tránsito. Y si los números cuadran, esa misma sociedad puede considerar a los restantes afortunados como “recursos humanos”, con cierto perfil y cierta identidad maquetada, de interés quizá para alguna finalidad fungible de la producción o la ingeniería social.
El sujeto político desaparece como causa, o entra a borbotones mediáticos para extinguirse gris entre el paisaje vertiginoso. De ahí el sentimiento de impotencia y la melancolía. La emergencia subjetiva, en el viejo ámbito político residual, a lo más que llega es a confrontar identidades partidarias en un pin pan pum mediático, o a ocuparse de cubrir calendarios políticamente correctos, es decir, a-políticos (día del emigrante, de la mujer maltratada, del niño, etc.) y de establecer esos espejos ilusorios de confianza y de fe. Pero ya no hay lugar para una subjetividad que demande reflexión o diálogo y, mucho menos, para la construcción política de una sociedad, que garantice los derechos del ciudadano, de los niños, de las mujeres o de los trabajadores.
Con el tiempo, para gestionar a las poblaciones, no se necesitará instituciones nacionales o supranacionales, bastará con buenos métodos de aprendizaje automático[5] y la suficiente capacidad para captar y almacenar datos. Para procesar esos Big data del consenso y la cohesión, se podrá disponer de grandes plataformas globales y de alguna que otra herramienta o lenguaje de programación. Con métodos de aprendizaje, sean estadísticos, genéticos, de redes neuronales o de refuerzo, podremos reunir a toda ciencia, con sus científicos incluidos (físicos, matemáticos, estadísticos, biólogos, astrónomos, economistas, médicos, etc.), bajo el gran paraguas de la Red y de la mano de las corporaciones. Y con una experta reingeniería social también aglutinaremos a usuarios y consumidores en sus perfiles, para asestarles el golpe de las grandes convicciones globales y los grises ideales corporativos. Los cambios vertiginosos, la velocidad de la información y el horror ante el vacío que dejan tras de sí, facilitarán la soldadura de esas identidades y la fe ciega en parcelas retenidas como universos eternos. La religión junto a los dictámenes expertos acecharán en cada giro vital y la cohesión político-social será agua pasada.
Pero no dramaticemos, aún estamos en tránsito. Y cuando miramos en derredor, todavía podemos percibir los muros contundentes, aunque desgastados de las instituciones. Y tras ellos, la esclerosis y el endurecimiento de las ideologías, y no sólo en el desgaste político. Incluso en los terrenos, tradicionalmente más serenos, comprobamos que la teoría se endurece por el brioso afán científico de no dejar asomo a espiritualismo alguno, salvo al propio impulso fanático. De ahí, por ejemplo, que en el seno de una de esas patas del pensamiento único, el cognitivismo, proliferen corrientes como la del materialismo eliminista (Daniel Dennett) o que el anti-representacionalismo gane terreno (Brooks, Clift, Noble, Haselager, De Grot, etc.).
Rodney Brooks, un profesor de robótica en el MIT barruntaba el asunto y proponía, ya a fines del siglo pasado, que la mejor manera de hacer compatible el trabajo de los robots con los humanos era reducir sus capacidades “cognitivas superiores”, incluido el pensamiento abstracto, a un simple acoplamiento sensorio-motor, es decir, a percepción de sensores y acción. Y es que la máquina podía reemplazar al humano. De hecho, en la teoría existe un enorme interés por parte de un sector del ámbito cognitivo en hacer desaparecer el concepto de “representación” -último hálito humano del cognitivismo- en la ficción de mediadora con el mundo.
Ante esta arrogancia del pensamiento técnico, incluso la psicología más pragmática comienza a pensar que está perdiendo cuerpo por la voracidad de una mentalidad más dura y deshumanizada. Al sector más dogmático del ámbito cognitivo comienzan a estorbar sus conceptos centrales. Lo cognitivo queda integrado en la teoría de sistemas o diluido en las ingenierías de la información y la comunicación, para quedar reducido, de este modo, a simples procesos y procedimientos que un sistema natural o artificial tiene para almacenar y tratar la información. Hombre y máquina, maquina u hombre tanto da, reciben información como simple flujo de datos de entrada (input) o salida (output) al sistema, salvo que en el caso humano se acompaña de emoción. Del calibre de las hipótesis del cognitivismo, podemos dar una muestra. La vicepresidenta de la Sociedad Española de Ciencias Sensoriales, se hace eco de una hipótesis de I. Morgado, de la Universidad Autónoma de Barcelona:
“Nos creemos que el ser humano es muy racional y que reflexionamos nuestras respuestas y reacciones. Sin embargo, Morgado nos recuerda que somos seres emocionales y que estamos totalmente condicionados por nuestro cerebro reptiliano que determina la fuerza de los sentimientos marcando definitivamente nuestro comportamiento.
Así, lanza la hipótesis de cómo funciona la autoconciencia, sugiriendo que el cerebro hace metarepresentaciones de las percepciones previamente representadas en sí mismo, ubicándolas en la corteza insular del hemisferio derecho”[6].
Basta observar la variedad de niveles de análisis y la mezcla de categorías traídas de la fisiología cerebral, de la psicología, incluso de la metafísica del “sí mismo” o de la “autoconciencia”, así como la continuidad sin distancia entre formas de la percepción animal y humana, transida esta última de lenguaje simbólico, para comprobar que tales saltos no pueden aportar coherencia teórica.
Pero esta cobertura teórica es tan sólo un modo de categorizar la mediación entre tecnología y sociedad. Habría que releer Tecnologías del yo de Foucault y su Microfísica del poder y, desde luego, alguno de los textos valiosos del tan denostado psicoanálisis sobre la noción de “representación inconsciente” en relación con la escucha analítica y no como una versión naíf de “imagen de la mente”. Tal vez con esa distancia se nos abran preguntas acerca de estas ciencias sobre la cognición como meollo humano. Pero habrá que adaptar esas preguntas al avance continuamente en marcha de una tecnocracia de los expertos y de una tecnología lanzada al galope.
Desde hace una década, nuestras sociedades occidentales ofrecen a sus “ciudadanos” un contexto de precariedad y emprendimiento, en el cual, el entramado de comunicación posee una idea de sujeto individualista, competitivo y a-político, derivada en gran medida de este ámbito cognitivo y de eficiencia tecnócrata de los modelos REDER para toda organización, descompuesta en procesos y orientada a los resultados y al beneficio. De ahí, la aportación de la empresarización promovida por el management. La extensión necesita de potentes organismos e instituciones, a cuya cabeza se sitúan las agencias (públicas y privadas) del ramo. Mentalidad, organicidad y pragmática parecen querer borrar todo trazo del pasado que sirva de indicio para el análisis crítico. Pero esta mentalidad, esta organicidad y este nuevo empuje pragmático, que recubren la idea de progreso y de “modernización” en un presente tan “abierto y creativo” como desolado, tienen un pasado y una historia. Una historia que contaremos más adelante.
Notas