Memoria de Olvidos de Granada: ¿Todavía una moral?
Hace más de treinta años, la revista Olvidos de Granada supuso una de las mejores aportaciones al ambiente cultural de la ciudad en épocas recientes. A su fundador, Mariano Maresca, lo conocí cuando yo aún era estudiante del último curso de la Facultad de Letras, porque los dos formamos parte de la comisión organizadora del homenaje a Federico García Lorca que se iba a realizar en Fuentevaqueros el cinco de junio de 1976. Allí estaban también Justo Navarro, José Carlos Rosales, Andrés Soria Olmedo y el que había sido profesor de todos nosotros, Juan Carlos Rodríguez.
En la década de los setenta habían surgido en Granada revistas literarias muy interesantes, desde Tragaluz y Poesía 70 hasta Letras del Sur. Pasada la etapa más convulsa de la transición, Olvidos de Granada lanzó a partir de 1982 una propuesta distinta. Con periodicidad mensual, en sus páginas cabían la creación literaria, las traducciones y las reseñas; los poetas se atrevieron con la prosa (caso de Ángeles Mora, de Luis García Montero, de Javier Egea o de quien firma estas líneas), los profesores de Derecho y de Filosofía, empezando por el propio Mariano Maresca –que enseñaba filosofía del derecho-, hablaban de literatura, de música o de cine, y tampoco se dejaban de lado la moda o el cómic. Olvidos, con su lema juanramoniano, fue desde el principio una revista cultural que, centrándose en Granada, no hizo concesión alguna al localismo y, claro está, eso molestó a ciertos personajes que inmediatamente nos tacharon de elitistas y nos acusaron de “jalear al novelista de moda” (se trataba de Antonio Muñoz Molina: la perspectiva del tiempo sitúa en su lugar a aquellas invectivas rencorosas). La orientación crítica de Olvidos de Granada trataba de eludir algunos esquemas dogmáticos de la izquierda, aún vigentes en la transición, para abordar una gran variedad de temas.
El número 10 apareció en octubre 1985 y, al igual que el extraordinario de verano que le precedía, llevaba la portada en color, a diferencia de las primeras entregas de la revista. Era una fotografía aérea de un barrio con bloques de pisos que podía estar en Granada o en cualquier otra ciudad. Su editorial (“Al volver y empezar”) insistía en el proyecto de ser “una plataforma útil para la intervención crítica y libre a favor de una cultura pública” y añadía después: “Quizás la cuestión esté en revisar todo lo que se da por supuesto cuando se hacen ciertos análisis llenos de apresuramiento y desinformación”. Entre otros contenidos, este número incluía un inédito de Marcel Proust, una entrevista que Rafa Goicoechea hizo a Román Gubern y un breve monográfico sobre novela y poesía de la generación del 50 con artículos de Juan Carlos Rodríguez y José Luis García Martín, anticipo del encuentro con los escritores de esa generación que se iba a celebrar en Granada en diciembre de ese mismo año bajo el lema “Palabras para un tiempo de silencio” y que daría lugar a un cuidado número monográfico de Olvidos, ya a finales de 1986. Antonio Muñoz Molina dedicaba un artículo de cierta extensión a Walter Starkie y reseñaba después un libro de Adolfo Bioy Casares en la sección “El curso de los astros”, donde Justo Navarro hablaba de Pessoa y Andrés Soria Olmedo de la reedición del estudio de Lapesa sobre Garcilaso. Había también una separata con un relato de Luis García Montero, “Los días sin obediencia”, con dibujos de Mariano Maresca.
No sé a partir de qué número de la revista (¿quizás este mismo?) empezó Mariano a proponer un motivo central para la reflexión; en el número 10 se planteaba la pregunta ¿Todavía una moral? y, a modo de ilustración paralela, Julio Juste escogió y comentó brevemente una serie de cuadros, desde Ghirlandaio y Ambrosio Lorenzetti hasta Guillermo Pérez Villalta y Miquel Barceló, con el título genérico “La moral de la pintura frente a la pintura moral”. Llama la atención el inicio del texto introductorio (“La moral ha ascendido al más alto rango en el orden de las preocupaciones de la sociedad española. En ello hay implícito un juicio negativo sobre los años de gestión de gestión del gobierno socialista…”) y la posterior mención de “un individualismo que vuelve la mirada hacia un sujeto solitario”, diagnóstico certero de los cambios que se estaban produciendo en los años ochenta, con la noción de posmodernidad en el centro del debate. Acerca de la ética escribían Fernando Savater, Manuel Escamilla Castillo y Damián Salcedo; mi colaboración y la de José Carlos Gallegos se centraban en la literatura del siglo XIX.
Vuelvo a leer con un punto de nostalgia el artículo que yo escribí, “El malditismo: la modernidad y sus máscaras”. Nostalgia de la juventud, como decía Jaime Gil de Biedma, y sobre todo nostalgia de la ingenuidad aún no perdida del todo. En realidad, es un tema que me apasiona y en el que sigo trabajando: las claves de la tradición poética de la modernidad, los orígenes de una dialéctica negativa que, desde el romanticismo, giraba en torno a un sujeto escindido y enfrentado a la moral común, utilitaria e hipócrita de la burguesía europea. Rebeldes que bordeaban la experiencia del límite (como escribió Rimbaud: Maintenant je suis maudit, j’ai horreur de la patrie…) y que serían luego un referente fundamental para las vanguardias; escritores condenados al exilio como Luis Cernuda, que quiso recuperar a su manera la singularidad del malditismo.
Me hago una pregunta: ¿se abordaría hoy este asunto del mismo modo? Rotundamente, no. Ahora, cualquier interrogación acerca de la moral nos lleva de inmediato a las lacras del presente y del pasado más próximo, porque en 1985 ni siquiera había asomado la figura de Juan Guerra, desconsiderado hermano de Alfonso, el secretario y líder que por entonces mandaba más que nadie (planeaba, tal vez, la sombra de los GAL y empezaba a aparecer el problema de la permanencia o no en la OTAN, que daría lugar al controvertido referéndum de 1986). No se veían venir los escándalos de financiación ilegal de los partidos, desde Filesa a Gurtel, ni existían los expedientes de regulación de empleo (ERE, para entendernos) pese a la dura reconversión industrial; los tesoreros de las organizaciones políticas no pasaban de ser ignotos personajes en la sombra. Sobre el entonces presidente de la Generalitat, el honorable Jordi Pujol, ya se cernían claras sospechas de irregularidades desde el año anterior, pero las corrientes nacionalistas interpretaron aquellas acusaciones como un ataque a Cataluña: tuvieron que pasar treinta años para que el escándalo revelara sus auténticas dimensiones. Faltaba tiempo todavía para que cayera el muro de Berlín y la URSS se disolviera, pero fue entonces cuando Reagan y Tatcher sentaron las bases de la ideología ultraconservadora que en el siglo XXI ha tratado de imponerse a cualquier precio.
En las circunstancias actuales, la pregunta ¿Todavía una moral? ha pasado al primer plano, porque no sólo es posible otra moral, sino que resulta absolutamente imprescindible que la haya si se quieren recuperar los vínculos entre los ciudadanos y las instituciones, si se aspira a regenerar un sistema democrático sobre el que planea el descrédito de la corrupción y el clientelismo de los partidos que han tenido responsabilidades de gobierno durante las tres últimas décadas. Ya ni siquiera hablaríamos de literatura de la misma forma en que lo hacíamos hacia 1985, y casi todos aquellos maestros de la generación del medio siglo han muerto.
Y un último detalle: la contraportada del número 10 anunciaba la nueva colección de poesía de la Diputación de Granada (“Empieza a correr El Maillot Amarillo”) y nombraba a once autores, desde Felipe Benítez Reyes –que había iniciado ese año la colección con Los vanos mundos– hasta Illán Paesa. Pero el número 11 de la colección no sería un libro de Illán Paesa, seudónimo o heterónimo de Luis Antonio de Villena, sino mi primera antología de poemas, La mirada infiel (1987), que en 2000 tendría una segunda edición muy ampliada, con prólogo de Francisco Díaz de Castro. Se anunciaba allí mismo que la colección llegaría a los 20 números, pero en realidad fueron muchos más; tuvo la continuidad que no se le dio a Olvidos de Granada, cuyo final se debió a la entrada en la diputación granadina de otra facción del partido gobernante (el PSOE), que hizo suyas las acusaciones de elitismo a las que antes me refería. Pero, como escribió Jorge Manrique, dejónos harto consuelo su memoria.
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Olvidos de Granada Nº10
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