Muerte de la política

Sergio Hinojosa

La globalización de la información, la aceleración en los cambios tecnológicos, las nuevas formas de organización de los recursos humanos, la remodelación y la debilitación de las instituciones estatales y la penetración de la experticia en las decisiones sociopolíticas, están determinando un futuro en el que la brecha entre ricos y pobres, poblaciones integradas y poblaciones excluidas, parece insalvable. Desde el comienzo de la última crisis económica, la desprotección de gran parte de la población ya no es asunto exclusivo del tercer mundo, sino que afecta directamente a las clases medias europeas, hasta ahora confiadas y sólidamente establecidas. Tras esta última crisis, un nuevo orden del mundo parece configurarse. La recuperación, a base de una mayor concentración de capital y medios a partir de una precarización estructural del trabajo, da muestras de que esa brecha no es pasajera e incidirá en nuevos modos de distribución del poder y  la riqueza.

El nuevo orden es aparentemente geopolítico, pero no es estrictamente político. Nada que ver con la polis. Las agencias, las corporaciones, las entidades de normalización y estandarización de mercancías, de bienes y de servicios están tuneando las instituciones de los Estados, que antes se ocupaban de mantener el equilibrio en dicho orden. Las instituciones legisladoras han sido penetradas por la experticia agenciaría, y las instituciones políticas de raíz territorial, ligadas a los gobiernos, están siendo dinamitadas desde dentro y desde fuera. Desde dentro a través de un modelado de las instituciones bajo presión experta, y mediante un desmontaje de los viejos partidos políticos, sustituidos ahora por formaciones populistas y por partidos de diseño comunicacional y corporativo, pensados para sustituir a la vieja derecha política. Desde fuera, los partidos quedan pendientes, en la aplicación de sus programas, de condiciones leoninas para acceder a toda inversión y financiación. De este modo, se hace presente un capital financiero, cada vez más activo “políticamente” a través del control de los mercados y ganando cada vez más en opacidad.

Donald Trump no es un bufón, es una guinda en este proceso. Cuando entrega una factura a Merkel sobre lo que la UE le adeuda a EEUU en seguridad, no lo hace como quien comete una boutade, sino -tras el semblante populista- como quien lanza un aviso serio y testimonia públicamente [vía Twiter, – el nuevo medio a-político] el escaso valor que concede a la Europa de la Revolución Francesa, a la Europa de las instituciones democráticas, a la Europa de la promoción de los Derechos Humanos, es decir a la “vieja Europa”. Los nuevos vientos políticos traen apariencia política, con nacionalismos beligerantes, pero en su corazón late el ultraliberalismo. Los populismos de última hora [nacionalistas o no] no son productos pasajeros, son parte del escenario estratégico de “la nueva política” a-política, “comunicativa”, teatral, extrema y “líquida”, en fin, un narcótico atractivo y digerible como espectáculo.

El nuevo precariado invertebrado, cuyo complemento político ineludible no es la organización política de la clase obrera, con estrategias a largo plazo, sino la nueva élite “igualitaria” o “extrema”, líquida y mediática, que se sumerge en sus círculos de engaño. Pero los grandes grupos económicos sí tienen estrategia. Las estrategias populistas parecen corresponder a un desmontaje ultraliberal de toda resistencia política e institucional. Curiosamente, desde toda la izquierda, sea radical o no, se demanda más Estado, más sector público (Educación, Sanidad, etc.)

El nuevo orden parece bicéfalo. Dos mundos se oponen, aunque sólo aparentemente. El sumergido, oscuro y opaco, parece fundirse con el mundo visible. A ello coadyuva un nuevo instrumento: “la nueva política”. Pues, ¿qué significa el populismo o un nacionalismo sin soberanía política, para decidir y controlar realmente las instituciones del Estado casi desmanteladas y tuneadas como están desde instancias globales?, ¿qué pueden hacer?, ¿redistribuir aún más desigualmente la miseria, hundir más aún las instituciones públicas?, ¿importa eso a los grandes grupos financieros y económicos? A Trump le vendría bien un desmontaje d Europa, igual que a Le Pen. Tanto uno como otra podrán beneficiar a sus nacionales forzando, hasta cierto punto, la renovación de plantillas en la industria, servicios, etc., pero no se trata tanto de proteger los intereses nacionales, cuanto de, con ese semblante nacionalista, acabar con las instituciones “locales” (nacionales, regionales, etc.) de control democrático. El TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership) se llevará a cabo con los socios canadienses, con ingleses y, tal vez, con los europeos descabezados. Las condiciones de estandarización para el intercambio comercial parecen estar muy avanzadas, también los mecanismos del mercado y el despliegue de las redes inteligentes que lo harán posible. Solo falta reformularlo. Podarlo de lo que tiene de la vieja Europa, del poco control democrático y de vigilancia sobre los anacrónicos derechos humanos. Debe ser más “libre”, para dejar más sueltas las manos económicas que manejen los hilos, desde Nueva York a Moscú, y desde Londres a Tokio, desde los lobbies neoyorkinos [AIMA gestores de fondos de inversión de alto riesgo, ligada a Goldman Sachs; GFMA, de los grandes bancos del mundo asociados, etc.] a los foros semiopacos de Davos, incluyendo al gigante asiático con su “Davos asiático”, el Foro de Boao. Y el nuevo orden económico se realizará no a través de las viejas instituciones de los países (figurantes como carátulas), sino desde núcleos de poder fáctico, más ágiles y bien posicionados en la Red y sobre el terreno.       

El nuevo orden, más experto (aureola de cientificidad) que político, se configura en la red. Dos grandes universos coexisten en ella: el visible instituido y el invisible, fluctuante y furiosamente activo. El sujeto a norma y de algún modo regulable y regulado; y el universo opaco, en donde se mueven intereses y flujos de información sin más freno que la ley de la jungla. Por esta razón es mucho más veloz. Sus decisiones no tienen que sufrir la tediosa demora de filtros parlamentarios o de controles democráticos. Además, este mundo invisible parece adquirir cada vez más peso, al introducir con su influencia secreta una desregulación jurídico-política, que amenaza y debilita las instituciones del mundo visible. En la Red -común a los dos mundos-, más allá de los contenidos y la información, la infraestructura, “el cable” y el “código” son pasajes obligados para el uno y el otro. Los grandes de la Red acabarán aceptando el envite de la nueva clase “no política” del poder globalizado.

Sobre el invisible apenas podemos decir algo más, tan sólo señalar ciertos indicios. Sí podemos intuir -y hay ciertos datos para ello- que es de mayor envergadura y que se mueve sigilosa y vertiginosamente en la sombra. Su estela sinuosa deja señales inconfundibles. Ese universo oculto mueve el triple de recursos financieros que el visible. Hay estudios policiales y económicos al respecto, de los que, a los simples mortales apenas nos llegan los ecos. Quizá pueda decirse algo más: que entra en una relación yīnyáng, en una relación de interpenetración de los contrarios. Por su base, el universo oculto se hace visible aflorando sus elementos más livianos del mercado negro. Se hacen visibles y disponibles, para aterrorizar y ser apresados como coartada del nuevo orden de seguritización [S. Bauman] y vigilancia. Y por la cúspide, el universo visible se hace invisible a la velocidad del ingente tráfico de capital opaco (al parecer casi cuadruplica la circulación oficial), en figuras de “nuevos políticos”, de potentados blanqueados y de cínicos ejemplares. Otros permanecen en la sombra con sus agentes interpuestos en Davos[1], Bilderberg Group, Bloomberg, etc.

En cuanto al universo visible, podemos decir que la red configura en gran parte nuestro mundo accesible y transmutado. En primer lugar, gracias a la potencia digital, a los sistemas de transmisión de información y al continuo aumento y desarrollo técnico de dispositivos e infraestructura. En segundo lugar, porque los intereses empresariales y corporativos han generado un modelo organizativo estandarizado para toda organización, que se ha extendido globalmente y que, en cierto modo, depende de la red. Actualmente dichos modelos organizativos se amparan en la llamada “cultura de la calidad” (TQM). [2] Hay otro tercer factor de gran alcance que es la extensión de un mismo lenguaje, que está colonizando todos los aspectos susceptibles de beneficio y, también y sobre todo, del factor humano. Dicho “factor humano” ha quedado reducido a “recurso” disponible, e incluso a simple materia prima, sobre la que se puede intervenir sin reparos para extraer plusvalía. Este lenguaje se expande en los territorios de gestión de los “recursos humanos”, para organizar y distribuir la descripción del “recurso”, su clasificación, su tipología, su modelado según motivación, competencia, habilidades, etc. Toda exigencia relativa a la formación, a la cualificación, a la adaptación de la demanda, etc., se vierte en un mismo lenguaje, cuyas categorías se extienden a partir de las agencias hacia las empresas, las corporaciones y las instituciones de todo tipo: sistemas escolares, jurídicos, sanitarios, etc.

Todo lo que antes quedaba en el campo contradictorio y amalgamado de las ciencias sociales y que coadyuvaba al abordaje del factor humano, ahora, por imperativo de eficiencia y beneficio, ha quedado fijado gracias a los nuevos modelos de organización y gestión, y categorizado casi unívocamente gracias a fusión del lenguaje Management (gerencialista) con el de las llamadas Ciencias Cognitivas. Un mismo lenguaje que ordena toda organización y la orienta hacia la evaluación, la certificación y la calificación. Desde las organizaciones empresariales, las industriales y las de servicios, sean privadas o públicas, hasta las administraciones estatales, tanto las internacionales como las nacionales, están siendo modeladas por esta cultura de la evaluación.

La resistencia de los antiguos nichos locales de intelectuales ha sido vencida. Dentro y fuera de la Academia, posicionados en torno a las  distintas teorías políticas y a las diversas corrientes en las ciencias sociales los intelectuales han devenido irrelevantes y han quedado barridos en beneficio de una imposición “científico-cognitiva” global: un supuesto saber sobre lo humano, categorizado en base a las autoproclamadas ciencias cognitivas. La experticia que se deriva de este saber es muy variada, pero todos sus elementos hablan la misma lengua.

Las consecuencias de esta remodelación significante afectan a la reordenación del lazo social y a los elementos de cohesión que lo soportan. Una reordenación que, a nivel macro, ha venido precedida de una demolición de los Estados soberanos, mediante instituciones que comandan y extienden ese lenguaje propio de la empresarización y del corporativismo a todos los ámbitos organizativos de la sociedad,  para debilitar la función simbólica del Estado y aumentando el individualismo, la desafección de los ciudadanos y el desamparo de los mismos. Y a nivel micro, remodelando los sistemas escolares y de formación y de difusión cultural. Estas dos grandes tendencias han reorientado la forma de la propiedad, el trabajo y la producción. Pues, al establecer filtros que exigen su formalización en esta “lengua”, condicionan de manera directa el acceso a la financiación, es decir el cumplimiento del ciclo económico.

Los “saberes” que se desprenden de esta “lengua franca” son simulados, no muerden lo real. Por ello -y sólo por referir un ejemplo- el lazo de maestría que se establece en ese marco no es más que simulación y, llegado el caso, cinismo. Se nota sobre todo en el staff político, en la evolución de su jerga  y la reproducción clonada de los líderes trepadores. Nadie se cree realmente lo transmitido, pero a todos o a muchos les interesa seguir la simulación y no denunciar que el rey está desnudo. Por eso, el liderazgo político no es más que una impostura para oportunistas, y no un verdadero compromiso intelectual y político. Ocurre a nivel nacional, y también en las regiones del mundo más “modernizadas”, como en la vieja Europa, en donde el ocaso intelectual de sus líderes ha sido pasmoso. Y no juzgo precisamente su catadura moral o intelectual (que también), sino su precaria posición en medio de una vorágine de expertos de estos saberes que nadie cree. Pues un liderazgo que se afirme más allá de los convencionalismos agenciarios (lo políticamente correcto), y por tanto, contraviniendo los dictados de la experticia, estaría condenado al ostracismo o al suicidio político.

El desmontaje de los Estados parece obedecer a tendencias económicas globales y a políticas regionales excéntricas (nacionalismo, etnicismo, integrismo, etc.), para hacer frente al mercado y la competencia global. A esto hay que añadir los reajustes que han experimentado los países en su organicidad institucional como consecuencia de la interconectividad y de las posibilidades de extracción de plusvalía que ofrece la globalización. Internet como las finanzas hoy no tienen fronteras. Las inversiones cambian su rumbo a ritmo vertiginoso, pero es evidente que para acceder a la financiación en el universo visible todavía hay que pasar el filtro de los Estados, y que, estos, se hallan interceptados por las agencias de evaluación, certificación y calificación. Se puede constatar que estos organismos, cuando se refieren al factor humano, hablan la misma lengua. Todos los antiguos sistemas de control de acceso a los recursos y al desarrollo están cambiando en este sentido. ¿Qué dice la izquierda real a esto? Parece haber aceptado la misma lengua, pues en caso contrario no sale en ninguna foto. Esa es la cruda realidad.


[1] Hay interesados en inversiones multimillonarias, que participan a condición de que no aparezca su nombre.

[2]  La TQM (Total Quality Management) tiene su referencia clave en Europa: European Foundation for Quality Management (EFQM); y en España: la Asociación Española de la Calidad (AEC), el Club Gestión de Calidad (CGC) y el Instituto de la Calidad (IC).

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